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Discurso propio en espacio propio

La rémora y el tiburón

Todos escuchábamos a Antonio José Ponte. No lo conocía entonces y tampoco puedo decir que lo conozca hoy. No importa. La reunión, concebida bajo cierta excusa intelectual, tuvo lugar en el segundo piso del Palacio del Segundo Cabo hace unos cuantos años ya. Éramos muchos. Demasiados si se tiene en cuenta que rara vez son concurridas las actividades oficiales que promueven tal o más cual entidad cultural en Cuba. A pesar de ello, había espacios libres. No sillas, sino espacios. Sospecho que aquella sala enorme con espejo y pisos sacados de otra época, acaso mejor, debe contar aún con algún nombre. No lo conocía entonces y tampoco puedo decir que lo conozca hoy. Otra vez, no importa. Rememoro, eso sí, la cadencia de la voz en Ponte. Parecía cansado. Él todo evocaba a la víctima voluntaria de un cansancio sempiterno, como si fuera parte de su naturaleza duplicar el esfuerzo mínimo sin oportunidad de desfallecer. Aclaro, no por un acto heroico, sino por una condición casi genética. Imposible de evitar, mejorar o empeorar.

Allí estaba él exponiendo argumentos que nadie tomaba en cuenta. Lo descubrí incluso yo que, confieso abiertamente, sigo sin percibir la más tímida luz de las razones que me llevaron a ese curioso encuentro y mucho menos podía estar al tanto de los grises pormenores que se intentaban barajar. Imagino que verme entre artistas me hacía sentir artista, como la rémora que se sabe pez incrustada en la piel del tiburón, incapaz siquiera de entrever los riesgos que se agazapan en las mandíbulas de la bestia.

El pedido de Ponte no venía a colación. No encajaba. No podía hacerlo. Clamaba el ensayista por un espacio minúsculo, forjado a partir de recursos caseros, de escasísima profusión, empero propio. Un espacio, todavía no he dicho, que sirviera para publicar sus escritos junto al de muchos otros colegas. Una revista (debía llamársele) que respondía al estigma de las tres P: pequeña, plural, propia.

Sí. Ponte solicitaba permiso para darle entrada a una revista (cultural, aclaró en reiteradas ocasiones) que existiera allende al entramado oficial que dominaba y aún domina los medios de comunicación en Cuba.

Es válida una aclaración, la ignorancia de la que fue objeto en aquel instante nada le debe al irrespeto directo. A diferencia de lo que a mí me sucedía, el resto de los presentes ya estaba al tanto de sus costumbres, de su tozudez extrema y comprensible, de ese extraño cansancio que no era tal, sino aparente, como aparentaba ser yo lo que tampoco era. Por eso los gestos de fastidio, las miradas perdidas al otro lado de las persianas donde poco había que ver. Lo dejaron acompañarse apenas por sus palabras en medio de aquel recinto hiperbólico donde el espacio acaparaba los ecos, las intenciones. El espacio acallaba la voz.

Aun así, Ponte hablaba. Me parecía un buen tipo. Después, muchísimo después, alguien dijo que era malo, pero entonces se me antojó un buen tipo y seguramente también me pareció genial la extraña coincidencia de que, trascurridos unos meses de aquella reunión, otro tipo, Fernando Rojas, convocara a un grupo de jóvenes para darnos la oportunidad de crear una revista propia. Sí, realizada y dirigida por nosotros mismos que, en otro espacio (La Madriguera de la Asociación Hermanos Saíz) seguíamos torpemente las indicaciones de ese funcionario cuyo apellido mucho le debía a la coloración de su piel cada vez que se exaltaba.

Resultó una noche elaborada a medida de ingenuos. Me alegró, creo que nos alegró a todos, el inusual ofrecimiento. ¿Cómo no hacerlo? Alguien nos tendía, sin pedirlo, sin adivinarlo siquiera, el espacio imprescindible donde graficar nuestras ideas. Con intención retrospectiva mal comprendí que la propuesta había llegado demasiado temprano. Éramos muchos y éramos más jóvenes que ese “muchos”. Ponte, seguramente, barruntaba de antemano qué escribir en la revista negada días atrás. Contaba con la necesidad. Nosotros con aparente suerte. Ídem a su cansancio. Sólo que su cansancio se doblaba ante el peso de las ideas propias; nuestra suerte, por el contrario, se zarandeaba con la levedad que le profería la ausencia de un lastre reflexivo para sujetarla a tierra y hacerla germinar. Confío que muchos de quienes me acompañaron en aquella velada y posterior fallida empresa recordarán el acontecimiento cuando lean este breve citatorio añorante y emocional. Algunos lo harán con desencanto, otros con vergüenza, la mayoría con pereza y cierto resentimiento por sacar a la luz un tema que debió permanecer en el olvido pues nos hizo quedar mal parados a todos. Hoy añado una consideración pertinente a mi retrospectiva iniciática. La propuesta no fue prematura, arribó en el tiempo justo, mas no para nosotros, los noveles receptores, sino para su remitente. Mi condición de perdido se multiplicó. Esa noche no fui el único que se preguntó qué diablos hacía allí. La Madriguera debió representar nuestro océano de libertad, pero se convirtió en una pecera donde los vidrios limitantes se erigían desde nuestra propia impericia. Personificábamos, de regreso a la metáfora zoológica, un grupo de rémoras seducidas por las sobras del tiburón. Los miedos que Ponte por sí solo podía engendrar, nosotros, en masa amorfa y desmedida, no podíamos siquiera emular. Alguien lo adivinó al instante y movió sus piezas de manera magistral. No le darían (no le dieron) luz verde a ese testarudo desbocado y medio pelón para imprimir su fascículo cultural, en cambio, traspasaban idéntica oportunidad a un grupo de jóvenes artistas. En la presentación de la ecuación, quién lo duda, el número validaba la estrategia oficial. Más se favorecían en detrimento de uno.

El problema es que ese ser solitario dominaba su discurso; nosotros, si acaso, presumíamos la circunstancia de nuestro espacio regalado. Ni uno ni otro proyecto funcionaron. La simbiosis jamás se completó. En el primer caso, la idea quedó invalidada por la ausencia del soporte; en el segundo, el soporte jamás recibió la más mínima idea. Bueno, sí… se recopilaron textos que nunca se publicaron, se sucedieron otro par de reuniones que poco aportaron y se concertó un título, harto flexible: “ST”, para dignificar la libertad del Sin Título que, a la postre, se acercó mucho más al Sin Triunfo.

Quizás por ello ahora aplaudo que en la más reciente edición de la Feria Internacional del Libro de La Habana se abriera (sí, ya sé, abrir y Cuba parecen antónimos, pero igual me arriesgo) el debate en torno a los “proyectos de autor”, eufemismo que abarca cuanta iniciativa propia y libre de la sombra del oficialismo institucional se implante para favorecer el libre ejercicio literario. De más está decir que la alternativa virtual marcha ampliamente a la delantera, por no asegurar que se erige sin competencia alguna. Sin embargo, el monopolio cibernético no debe acongojarnos. Sería un error concentrarnos en la escasa diversidad de opciones cuando hemos de acoger con loas la opción misma y, a partir de su existencia, potenciar la eclosión de otras maneras de obrar.

No se trata de una práctica libre de fatalidades. Resulta fácil imaginar que la calidad de los trabajos, por falta de una supervisión adecuada, no siempre sea la mejor; que la constancia en la periodicidad de las publicaciones tampoco resalte por su exactitud y que, a más de uno, las limitantes tecnológicas lo obligarán a perecer.

No obstante, esos riesgos son comunes al otro lado de las fronteras cubanas. Y a la par que los fracasos, se suceden las victorias. No se vale renunciar por causa de ciertos obstáculos. Ya hay ejemplos de exitosos sitios webs, blogs y hasta cadenas de correos electrónicos que sobreviven en la isla, no milagrosamente sino afanosamente. Por estos y por los que han de aparecer muy pronto debemos aferrarnos a la conquista de un espacio propio, nicho de pluralidades y fuente de cocción para visiones impares. No olvidemos que toda contradicción implica desarrollo. En lo personal, espero muy pronto que los ceros y unos se conviertan en papel y tinta. Lo que, en otras latitudes, pudiera representar un proceso involutivo, en Cuba sería imagen de desarrollo. ¿Acaso no es tiempo ya de refrescar los estanquillos cubanos con publicaciones libres de las requisiciones oficiales?

Alguien puede decir que deliro. Alguien, repito y recuerdo, también selló que Ponte era un mal tipo. Es cuestión de opiniones. Pura salud intelectual. Pero hoy afirmo que no hay nada de malo con nacer rémora siempre y cuando, más temprano que tarde, aprendamos a utilizar nuestras propias aletas. Si, tras perseverar en avanzar contracorriente, entre tácticas burocráticas y escaramuzas legales, o sobrevivir pegaditos, muy pegaditos, a la anquilosada maquinaria institucional, de pronto las aguas se muestran favorables, no desaprovechemos la oportunidad, ¡es hora de nadar! Hagámoslo rápido y pronto. Dejemos para siempre atrás al viejo y mañoso tiburón.

Edgar London. La Habana, 1975. Narrador y periodista

Ha publicado los libros de cuento: El nieto del lobo (Ediciones Ávila, 2000); (Pen)últimas palabras (Editorial Extramuros, 2002) y A escondidas de la memoria (Editorial Oriente, 2008). Durante su trayectoria intelectual ha recibido, entre otros, el Premio Nacional Frónesis de Narrativa, Cuba, 1997; el Premio Nacional Eliseo Diego de Narrativa, Cuba, 1998; el Premio Nacional 13 de Marzo de Narrativa, Cuba, 1998; el Premio Nacional de Cuento Criaturas de la Noche, México, 2007 y el Premio Internacional de Ensayo Agustín de Espinoza, México, 2008. Además, obtuvo una Mención en el Concurso Literario Internacional Casa de Teatro, República Dominicana, 2006. Actualmente reside en México, donde se desempeña como profesor en varias universidades y como columnista del periódico 10 Minutos.