Narrativa

La vieja loca del metro

Metro
Foto por Guss B en Unsplash

Le dicen la vieja loca del metro. Vive sola con su perrita y sale todos los días a pasearla con bozal y correa. Se para frente al sol y le habla en silencio mientras le corren lágrimas por el corazón. Se mantiene de su retiro, algún dinero ahorrado y algo que le pasa su sobrina.

Cuando logran hablar con ella, se revela como alguien de cultura refinada y lecturas profundas. Dicen que su única hija se suicidó joven aún y de ahí viene su locura. Pero otros, que la conocen mejor, afirman que no es por eso sino por lo que percibió aquella fatídica noche de la muerte de su hija y su yerno en el metro porque ella y la perrita estaban presentes. El pobre animal no podía hablar pero también ella vio el horror corriendo en hordas hediondas y pestilentes por los lúgubres pasillos. Y hasta se enfrentó a ellas, valiente, o llena de miedo y cobardía pero letalmente furiosa. Cuando la encontraron, desmayada y llena de sangre y alguna que otra mordedura —por razones lógicas, no pudo decir nada de todo lo que pasó—, temblaba de pavor y se orinó, imposible de dominarse. Su dueña la colmó de cuidados y mimos porque solo ella y el fiel animal contaban entre los pocos seres vivos que sabían. Su hija se mató, era una suicida asesina que eliminó a su novio, pero al menos a él lo mordieron y devoraron muerto. Ella no tuvo tal suerte y comenzaron a comerla estando viva hasta que no pudo más y terminó con  su suplicio. Asesina y suicida, con el muerto a su lado lleno de sangre, pero no podían juzgarla ya. Nadie creyó a la madre cuando habló de ellas, los ataques, su imposibilidad de defenderlos de las huestes hambrientas, la maldición ancestral, su huida con la pobre perrita mordida, que sí las enfrentó a pesar de todo. Como siempre, la policía dio carpetazo al asunto y no perdió tiempo en averiguaciones con el relato incoherente de una loca. Afirmaban que la joven lo mató y se lo comió en una macabra escena de canibalismo, despechada de amores, golpes y vejámenes de su amado. Pero al lado de su cadáver, lleno de mordeduras y ya sin rostro, comido a pedazos, estaba el de él, con extrañas heridas que no parecían humanas. Lo cierto es que está muerta y nadie sabe que vio la pobre loca. Estaba como aliviada con la desaparición de la muchacha y la otra muerte. No le importaba en lo absoluto que le dijeran asesina a la sangre de su sangre porque allí había un misterio legendario que nadie conocía. Y se burlaban de sus desvaríos y silenciosas conversaciones con el sol. Pero lo extraño  en aquella lunática historia era que su perrita levantaba también su cabeza y le ladraba al astro, antes de caer en un mutismo similar.

Nunca va al metro porque la última vez que lo hizo tuvo que ser llevada al hospital, con un ataque. No pensaron que despertaría de las alucinaciones que profirió.

Pero lo hizo. Más nunca recuperó su lucidez plena, sin hija y solo con su perrita. El esposo la abandonó años antes, espantado de los horrores que tejían madre e hija. Nadie lo había visto de nuevo, ni en el velorio de la muchacha. La loca del metro sobrevivía en su orfandad, espantada de lo que ella sabía y todos negaban. Y de eso conversaba con el sol y su perrita. La sobrina la escuchaba con lástima, viendo en aquel guiñapo humano apenas la sombra de su tía. Era un espectro solitario. Pero ella sabía.

Su niña había sido normal hasta que, diez años atrás, tropezó con unos extraños papeles que yacían olvidados en un viejo baúl que había pasado de generación en generación. Su hija le contó que los escribía el nieto de Randolph de la Poer y que este no había venido a México a ninguna guerra ni a practicar ritos vudú; y que nunca marchó a Europa de regreso sino que hizo aquí su vida y trasladó ciertos ritos a tierras americanas. Suelo fértil para leyendas, mitos y diablos —ciertos o ficticios—, las nuevas creencias se arraigaron con fuerza a los dioses prehispánicos, ya de por sí sangrientos en sus ceremonias, e hicieron tambalear a la misma Iglesia. Su hija creía fervientemente en aquella larga historia de familia maldita, que pasaban de padres a hijos sus secretos y maldiciones. Ya habían perdido su abolengo, mezclados con mexicanos adoradores del diablo, pero mantenían el miedo, lo sangriento de la leyenda y a ellas. Y a su madre no le quedó más remedio que creerle cuando la llevó a ciertos parajes ocultos en el metro.

No te preocupes, mamá, para todos será un suicidio y asesinato por culpa del asno de mi pareja y sus golpes. Pero se sabrá a la larga, hija, no podremos protegerlos. Será la forma en que saldará sus abusos, ya que nadie cree en sus maltratos. Y pagará en este país pusilánime donde no se castiga la violencia  a las mujeres. Pero morirás, hija, y yo contigo. No tengas miedo, mamá, todos moriremos. No tengas miedo. Háblame a través del sol y yo te oiré. Cuida a Laika, ella soy yo. Y se sabrá todo ese día, porque tal horror no se puede ocultar Aprenderán a cuidarse si al final lo entienden, porque ellas están ahí, al acecho esperando su momento postergado.

Aquella maldita mañana me invitó a ir de compras y accedí gustosa. Pero bajamos y subimos a muchos metros y ya no supe dónde estábamos, solo que era una de las líneas más profundas. En un momento en que el andén estaba vacío, cruzamos a la parte prohibida del inicio. Víctor, tan asombrado como yo, no dijo nada. No sabía que le quedaban pocas horas de vida. Muerto y devorado por su novia y los animalejos escondidos, una ancestral maldición anterior a los mexicas y adoptada por ellos junto a sus altares de sacrificios humanos y perseguido por aquella horda horripilante que también la devoró a ella, mi dulce niña. Sobrevivieron a pesar de los siglos en las paredes, los agujeros negros y los charcos putrefactos, que les daban cobijo mucho antes de la construcción del metro.

Saltamos a uno de los túneles y con la luz de un celular alumbramos el camino. Laika se puso nerviosa de repente y empezó a gruñir a la oscuridad con furia. Y entonces las oí. Hacían un ruido asqueroso a nuestro alrededor, arriba, abajo, estaban en todas partes. Mi hija, riéndose, me enseñó unas inscripciones en la pared, hechas con sangre y extrañas sustancias por alguien desconocido, que supo unir esos ritos europeos antiguos —quizás el mismo Randolph— con los ritos de los antiguos mexicas:

«DIV… OPS… MAGNA. MAT… XIMOQUINMICTILAH TOHUALYAUH IN CEMAHUAC TOTLAPOLOAZQUEH TOCALAQUIAZQUEH». Y esa era la clave de su subsistencia: la simbiosis cultural que lograron.

Nadie me cree, mi hija está muerta. Es una asesina y suicida. Sí. A la policía no le importa. Es la maldición venida de Europa, de la Poer nos persigue aún en estos tiempos. Nadie reconoce eso que está escondido. Ellas están ahí, esperando su momento para eliminarnos a todos. Han estado vigilando por siglos. Las hordas sin nombre que pretenden acabar con la humanidad. Siguen ahí, Me llaman. Ellas. Las ratas por todas partes. Las ratas en las paredes.

1 de agosto 2021.

Yamilet García Zamora. La Habana, 1965. Narradora

Licenciada en Letras por la Universidad de La Habana. Maestra en Museos por la UIA de México, DF y Doctora en Teoría Literaria por la UAM de Iztapalapa, México. Trabaja como Profesora de Redacción y Literatura en la Universidad Panamericana, la UNITEC y el CAM, donde también imparte cátedra a la maestría en museos.