Poetas

Poesía de México

Poemas de Fabio Morábito

Fabio Morábito, autor italo-mexicano nacido el 21 de febrero de 1955 en Alejandría, Egipto, ha dejado una profunda huella en la literatura contemporánea. Su narrativa se desenvuelve en español, a pesar de que su nacionalidad es italiana. Creció en Milán, pero a los 15 años, sin dominar el español, emigró junto a su familia a México, donde ha establecido su hogar y lugar de creación literaria.

Morábito es conocido por su habilidad única para convertir lo cotidiano en extraordinario. Sus cuentos y poemas, elementos fundamentales de su producción, han sido galardonados en varias ocasiones y elogiados por la crítica. La originalidad con la que aborda lo común permite a los lectores explorar nuevas perspectivas y formas de apreciar el mundo que les rodea.

En su rica trayectoria literaria, destaca una amplia gama de géneros. Entre sus novelas se encuentran «Cuando las panteras no eran negras» (1997), «Emilio, los chistes y la muerte» (2009) y «El lector a domicilio» (2018). En sus cuentos, la sensibilidad de Morábito se refleja en obras como «Gerardo y la cama» (1986), «La lenta furia» (1989) y «Cuentos populares mexicanos» (2014). Su poesía, con títulos como «Lotes baldíos» (1985) y «Delante de un prado una vaca» (2011), es un reflejo de su perspectiva íntima y poética sobre la vida.

No solo limitado a la ficción, Morábito también ha compartido sus reflexiones en ensayos notables como «El viaje y la enfermedad» (1984) y «Los pastores sin ovejas» (1995). Además, su colección «También Berlín se olvida» (2004) y «El idioma materno» (2014) revelan su versatilidad en la escritura.

A lo largo de su carrera, Fabio Morábito ha sido merecedor de varios premios literarios, entre ellos el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes por «De lunes todo el año» y el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores por «El lector a domicilio». Su capacidad para fusionar lo cotidiano con lo excepcional, y su don para explorar nuevas dimensiones de la vida a través de sus palabras, han consolidado a Morábito como un autor influyente y versátil en la escena literaria contemporánea. Su obra continúa cautivando a lectores y dejando una marca duradera en el mundo de las letras.

A tientas

Cada libro que escribo
me envejece,
me vuelve un descreído.
Escribo en contra
de mis pensamientos
y en contra del ruido
de mis hábitos.
Con cada libro
pago un viaje
que no hice.
En cada página que acabo
cumplo con un acuerdo,
me digo adiós
desde lo más recóndito,
pero sin alcanzar a ir muy lejos.
Escribo para no quedar
en medio de mi carne,
para que no me tiente el centro,
para rodear y resistir,
escribo para hacerme a un lado,
pero sin alcanzar a desprenderme.

Ciudad de México

Un día mi padre dijo
nos vamos, y tú eras
la meta: otra lengua,

otros amigos. No:
los amigos de siempre,
la lengua, la que hablo.

Me he revuelto en tus aguas
volcánicas y urbanas
hasta al fin conocerme,

y si al hablar cometo
los errores de todos,
me digo: soy de aquí,
no me ensuciaste en vano.

Dime tú si no es cierto…

A Ethel

Dime tú si no es cierto
que el techo de esta casa
es todo de verdad,

que es la verdad más plena
de todo lo construido,
el muro en más reposo,

la redención de tantos
errores y desvíos,
la mano que disculpa,

el anhelado fin
de las hostilidades,
la prueba que buscábamos
desde el primer ladrillo.

El viento, mas…

El viento, mas
que yo,
se fuma este cigarro
entre mis dedos,
dejándome el placer
de sólo tres o cuatro bocanadas,
y el mar expropia las palabras
que te digo,
porque, acostada, no me oyes.
El sol, el viento y la marea
te ensordecen
y cuando me levanto
para dar dos pasos,
viendo mis huellas que se imprimen
en la arena,
pienso que esas pisadas mienten,
que ya no piso así
desde hace no sé cuándo;
son huellas de otro
que sobrevive en mis pisadas; pues las mías
son mucho menos elocuentes.
Tú, en cambio, que me ves
completo e indivisible,
sabes mejor que nadie cómo soy mortal,
cómo mis huellas en la arena me describen
y cómo se plasma en ellas lo que soy,
sabes mejor que nadie cómo no escucharme.

«In Limine»

Por el perdón del mar
nacen todas las playas
sin razón y sin orden,
una cada mil años,
una cada cien mares.

Yo nací en una playa
de África, mis padres
me llevaron al norte,
a una ciudad febril,
hoy vivo en las montañas,

me acostumbré a la altura
y no escribo en mi lengua,
en ciertos días del año
me dan mareos y vértigos,
me vuelve la llanura,

parto hacia el mar que puedo,
llevo libros que no
leo, que nunca abrí,
los pájaros escriben
historias más sutiles.

Mi mar es este mar,
inerme, muy temprano,
cede a la tierra armas,
juguetes, sus manojos
de algas, sus veleidades,

emigra como un circo,
deja todo en barbecho:
la basura marina
que las mujeres aman
como una antigua hermana.

Por él que da la espalda
a todo, estoy de frente
a todo con mis ojos,
por él que pierde filo,
gano origen, terreno,

jadeo mi abecedario
variado y solitario
y encuentro al fin mi lengua
desértica de nómada,
mi suelo verdadero.

Los amantes

Los amantes se acercan,
escuchan. Adelgazan
su piel hasta la asfixia

y adelgazan sus besos.
Por sus voces delgadas
sólo oyen silencio.

Los amantes se besan,
se acarician, el mar
apenas los contiene,

y su pasión es breve:
aleteo de un ave
en la espalda del agua.

Los amantes recuerdan
las heridas, las guardan
como un secreto bien.

Nunca cambian palabras.
Pero cambian heridas.
Son su secreta piel.

Cerca de dos amantes
se detiene un segundo
la sangre en la avenida;

son dos ciervos que saltan
en medio de nosotros
que somos las estatuas.

Los amantes se muerden,
se pisan, sólo temen
la muerte, trepan muros

de olvido y nunca vuelven
atrás, lujosos como
escarabajos verdes.

Los amantes no cuentan
los días, no enumeran
los muertos, ni siquiera

los mares. Su materia
está hecha sin tiempo,
su sed nunca se alivia.

Los amantes se mueren
un día. Bajo tierra
van, mudos y con miedo,

y la tierra adelgaza
su piel hasta la asfixia
y adelgaza sus huesos.

Para sentirse vivo

En la naturaleza
todo está de pie:
los árboles,
los pájaros que están
sobre los árboles,
las hojas que se estiran
para limpiarse de las ramas.
Y cada uno piensa que los otros
son el suelo.
Las hojas creen
que toda rama está acostada
y ciega,
los pájaros
que el árbol ya no crece,
que es una especie de ruina,
y el árbol cree
que no hay más árboles,
no cree más que en sí mismo.
Nadie soporta que el sustrato
en que se apoya
tenga una vida propia,
que no esté muerto,
extinto,
que sea ligero.
Para sentirse vivo
hay que pisar una desolación,
algo que ya no tiene nada
que decir.