Capitanes intrépidos

Capitanes intrépidos - Rudyard Kipling

Resumen del libro: "Capitanes intrépidos" de

Siempre se ha dicho que, a partir de los cuarenta, el hombre es responsable de su cara. Kipling viene a añadir aquí que también lo es de su biografía. Recordando su aprendizaje de periodista, el autor escribió: «Mi jefe me tomó por su cuenta, y durante tres años lo odié. Tenía que domarme, y yo no sabía nada. Ignoro lo que sufrió por causa mía; pero la poca o mucha escrupulosidad que haya llegado a adquirir en mi vida, el hábito de procurar siquiera verificar las referencias y cierta maña para no moverme de la mesa de trabajo, se los debo enteramente». Sin duda el lector ha reconocido en estas líneas un resumen de Capitanes intrépidos, una excelente novela de aprendizaje.

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Capítulo I

La puerta abierta del salón de fumar, gastada por la intemperie, dejaba entrar la niebla del Atlántico Norte, mientras el gran trasatlántico se balanceaba y elevaba a merced de las olas, haciendo sonar la sirena para advertir de su presencia a la flota pesquera.

—Ese chico, Cheyne, es el mayor incordio que hay a bordo —dijo un hombre enfundado en un abrigo de frisa, dando un portazo—. No lo queremos aquí. Es demasiado impertinente.

Un alemán de pelo blanco, con un bocadillo en la mano, gruñó entre bocado y bocado:

—Gonozco esa ralea. Amériga está llena de tipos como él. Ya les digo que deberrían permitirr la importation librre de cabos de sogas.

—¡Bah! No es para tanto. En realidad es más para tenerle lástima que otra cosa —dijo un neoyorquino arrastrando las palabras, mientras se tumbaba todo a lo largo sobre los cojines, debajo de la mojada claraboya—. Desde que era un chiquillo lo han estado llevando de un sitio a otro, de hotel en hotel. Estuve hablando con su madre esta mañana. Es una señora encantadora, pero ni siquiera ella parece poder con él. Lo llevan a Europa para que termine su educación.

—Todavía no la ha empezado —dijo uno de Filadelfia que estaba hecho un ovillo en un rincón—. A ese chico le dan doscientos dólares al mes para caprichos. Él mismo me lo dijo. Y aún no tiene dieciséis años.

—Su padrre se dediga al negocio de los ferrocarriles, ¿no es cierrto? —dijo el alemán.

—Sí. Y además es dueño de empresas mineras, madereras y navieras. El viejo tiene un palacio en San Diego y otro en Los Ángeles. Posee media docena de líneas de ferrocarril, la mitad de las madereras de la costa del Pacífico, y deja que su mujer se encargue de gastar el dinero —continuó perezosamente el hombre de Filadelfia—. Ella dice que no le sienta bien el Oeste. Lo único que hace es ir crispada de aquí para allá con el chico. Me imagino que intenta averiguar qué es lo que le divierte a él. Se van a Florida, luego a Adirondacks, Lakewood, Hot Springs, hasta Nueva York, y vuelta a empezar. La verdad es que el chico parece ahora más un empleado de hotel de segunda mano que otra cosa. Cuando vuelva de Europa, se habrá convertido en un castigo del cielo.

Rudyard Kipling. Nació en Bombay en 1865, y allí pasó una primera infancia feliz. Sin embargo con seis años, fue enviado a Southsea (Inglaterra) donde permaneció interno durante cinco años en una residencia para hijos de funcionarios de las colonias. Su sufrimiento de aquella época sería recogido posteriormente en un relato. De regreso a la India en 1882 comenzó a trabajar como periodista en la Civil and Military Gazette de Lahore. La publicación de su primera colección de relatos, Cuentos de las colinas (1887), y otros en los dos años posteriores le darían fama de inmediato. Viajó por Asia y Estados Unidos, donde contrajo matrimonio con Caroline Balestier, estableciéndose en Vermont hasta 1903, año en que se mudó a Inglaterra. En 1907, con cuarenta y dos años, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Sus obras más importantes son El libro de las tierras vírgenes (1894), Capitanes intrépidos (1897), Stalky & Co. (1899) y, sobre todo, Kim (1901), reconocida mundialmente como una obra maestra. Kipling falleció en Londres el 18 de enero de 1936.

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