Cartas filosóficas

Cartas filosóficas, ensayos filosóficos de Voltaire

Resumen del libro: "Cartas filosóficas" de

En este libro de 1734, también conocido como Cartas inglesas, Voltaire defiende firmemente la tolerancia con el argumento de que —además de favorecer la economía y la convivencia— es imprescindible para que haya cultura y libertad. Es la primera obra en la que que expresa su pensamiento acerca de temas sociales y políticos (que retomará en escritos posteriores como el Diccionario filosófico o Cándido), inspirado en buena parte por el régimen inglés de la época, a tal punto de sostener la “superioridad intelectual” de Gran Bretaña sobre Francia. Este libro causó un escándalo público: las Cartas fueron quemadas y el autor debió refugiarse en el castillo de su amante para no ir a la cárcel.

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Primera carta Sobre los cuáqueros

He creído que la doctrina y la historia de un pueblo tan extraordinario merecerían la curiosidad de un hombre razonable. Para instruirme, he ido a encontrar a uno de los más célebres cuáqueros de Inglaterra, quien, después de haber estado treinta años en el comercio, había sabido poner límites a su fortuna y a sus deseos, y se había retirado a un lugar en el campo cerca de Londres. Fui a buscarle a su retiro; era una casa pequeña, pero bien construida, llena de limpieza sin ornamento. El cuáquero era un viejo vigoroso que nunca había estado enfermo, porque jamás había conocido las pasiones ni la intemperancia: nunca en mi vida he visto un aire más noble ni más atractivo que el suyo. Estaba vestido, como todos los de su religión, de un traje sin pliegues a los lados y sin botones sobre los bolsillos ni en las mangas, y llevaba un gran sombrero de alas abatidas, como nuestros eclesiásticos; me recibió con el sombrero en la cabeza, y avanzó hacia mí sin la menor inclinación de su cuerpo; pero había más cortesía en el aire abierto y humano de su rostro que la que hay en el uso de echar una pierna tras la otra y llevar en la mano lo que está hecho para cubrir la cabeza. «Amigo, me dijo, veo que eres un extranjero; si puede serte de alguna utilidad no tienes más que hablar. — Señor, le dije, inclinando el cuerpo y deslizando un pie hacia él, según nuestra costumbre, me honro en suponer que mi justa curiosidad no os desagradará, y que querréis hacerme el honor de instruirme en vuestra religión. —Las gentes de tu país, me respondió, hacen demasiados cumplidos y reverencias; pero no he visto todavía ninguno que tenga la misma curiosidad que tú. Entra, y cenemos juntos primero». Hice todavía algunos malos cumplidos, porque no se deshace uno de sus costumbres de repente; y, tras una comida sana y frugal, que comenzó y acabó con una oración a Dios, me puse a interrogar a mi hombre. Comencé por la pregunta que los buenos católicos han hecho más de una vez a los hugonotes: «Mi querido señor, le dije, ¿está usted bautizado? —No, me respondió el cuáquero, y mis cofrades tampoco lo están. —¿Cómo, pardiez, proseguí yo, no sois acaso cristiano? —Hijo mío, repuso con tono dulce, no jures; somos cristianos e intentamos ser buenos cristianos, pero no creemos que el cristianismo consista en echar agua fría sobre la cabeza con un poco de sal. —¡Eh, voto a bríos!, proseguí yo, molesto por esta impiedad, ¿habéis pues olvidado que Jesucristo fue bautizado por Juan? —Amigo, nada de juramentos, insisto, dijo el bondadoso cuáquero. Cristo recibió el bautizo de Juan, pero Él no bautizó nunca a nadie; nosotros no somos los discípulos de Juan, sino de Cristo. —¡Ay!, dije, ¡qué pronto os quemarían en un país con Inquisición, pobre hombre!… ¡Ah, por el amor de Dios, ojalá pueda yo bautizaros y haceros cristianos! —Si sólo eso fuera preciso para condescender a tu debilidad, lo haríamos gustosos, repuso gravemente; nosotros no condenamos a nadie por utilizar la ceremonia del bautismo, pero creemos que los que profesan una religión plenamente santa y espiritual deben abstenerse, en tanto puedan, de las ceremonias judaicas. —¡Esa sí que es buena!, grité. ¡Ceremonias judaicas! —Sí, hijo mío, continuó él, y tan judaicas que bastantes judíos todavía hoy usan a veces el bautismo de Juan. Consulta la Antigüedad; te enseñará que Juan no hizo más que renovar esta práctica, que era usual desde mucho antes entre los hebreos, como la peregrinación a la Meca lo era entre los ismaelitas. Jesús quiso recibir el bautismo de Juan, lo mismo que se había sometido a la circuncisión; pero, tanto la circuncisión como el lavamiento con agua debían ser ambos abolidos por el Bautismo de Cristo, ese Bautismo espiritual, esa ablución del alma que salva a los hombres. También el precursor Juan decía: Yo os bautizo en verdad con agua, pero otro vendrá después de mi, de quien no soy digno de llevar las sandalias; ése os bautizará con el fuego y el Espíritu Santo. También él gran apóstol de los gentiles, Pablo, escribe a los Corintios: Cristo no me ha enviado para bautizar sino para predicar el Evangelio, también ese mismo Pablo no bautizó nunca con agua más que a dos personas, y aún fue a regañadientes; circuncidó a su discípulo Timoteo; los otros apóstoles circuncidaban a todos los que querían. ¿Estás circuncidado?, añadió. Le respondí que no tenía ese gusto. «Pues bien, amigo, dijo, tú eres cristiano sin estar circuncidado y yo, sin estar bautizado».

Así es como mi santo hombre abusaba bastante especiosamente de tres o cuatro pasajes de las Sagradas Escrituras que parecían favorecer a su secta; pero olvidaba con la mejor buena fe un centenar de pasajes que la aplastaban. Me guardé muy mucho de contestarle; no hay nada que ganar con un entusiasta: no hay que empeñarse en decirle a un hombre los defectos de su amante; ni a un querellante la debilidad de su causa ni razones a un iluminado; así que pasé a otras preguntas. «Respecto a la comunión, ¿qué usos tenéis? —No tenemos ningún uso, dijo. —¡Qué! ¿No tenéis comunión? —No, salvo la de los corazones». Entonces me citó de nuevo las Escrituras. Me echó un sermón muy bonito contra la comunión, y me habló en un tono inspirado para probarme que todos los sacramentos eran todos de invención humana, y que la palabra sacramento no se encuentra ni una sola vez en el Evangelio. «Perdona, dijo, por mi ignorancia, no te he dado ni la centésima parte de las pruebas de mi religión; pero puedes encontrarlas en la exposición de nuestra fe por Robert Barclay: es uno de los mejores libros que jamás hayan salido de mano de los hombres. Nuestros amigos concuerdan en que es muy peligroso, lo que prueba cuan razonable es». Le prometí leer ese libro y mi cuáquero me creyó ya convertido.

Cartas filosóficas – Voltaire

Voltaire. Filósofo y escritor francés nacido en París el 21 de noviembre de 1694 y fallecido en la misma ciudad el 30 de mayo de 1778. Su verdadero nombre fue François Marie Arouet.

Es, junto con Rousseau y Montesquieu, una de las principales figuras de la Ilustración.

Hijo de un notario y miembro de una familia noble, vivió sus primeros años de forma acomodada, estudiando con los jesuitas entre 1704 y 1711. Estudió después Derecho, y en 1713 se convirtió en secretario de la embajada francesa en los Países Bajos. Tras escribir una sátira contra el regente Duque de Orleans, fue hecho prisionero y llevado por un año a la Bastilla, de donde fue desterrado a Châtenay.

Fue encarcelado de nuevo en la Bastilla por una disputa con un noble, y desterrado a Inglaterra durante tres años, donde asimilaría la obra del filósofo John Locke y del científico Isaac Newton, que llevaría con él de vuelta a Francia. Propugnó la tolerancia religiosa, acusando a la Iglesia Católica de fanática, por lo que tuvo diversos problemas con el clero. Residió durante un tiempo en la corte del monarca alemán Federico II, trasladándose después a Suiza, y colaboró en la redacción de la Enciclopedia, lo que le valió nuevos problemas con la Iglesia.

Instalado ya en Ferney, donde pasaría dos décadas, siguió publicando asiduamente importantes obras filosóficas como el Diccionario Filosófico o el Tratado sobre la tolerancia.