Cuentos completos

Resumen del libro: "Cuentos completos" de

La ironía, la honda melancolía y la inconfundible mirada desencantada de Oscar Wilde impregnan cada una de estas páginas, erigiéndose como un monumento paródico y duramente crítico hacia la sociedad victoriana de finales del siglo XIX. Todo ello esbozado con un estilo único, patente desde las sátiras de «El crimen de lord Arthur Savile» y «El fantasma de Canterville» hasta los cuentos de hadas como «El Príncipe Feliz», «El ruiseñor y la rosa» y «El gigante egoísta». El presente volumen reúne toda la narrativa breve del autor irlandés, vertida por el maestro Julio Gómez de la Serna. Precede a los relatos, además, la introducción del renombrado escritor y ensayista Gonzalo Torné. Jorge Luis Borges dijo… «»El crimen de lord Arthur Savile» está con toda gracia más allá del Bien y del Mal.»

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El crimen de lord Arthur Savile

Una reflexión sobre el deber

1

Era la última recepción que daba lady Windermere antes de Semana Santa, y los salones de Bentinck House se hallaban más concurridos que nunca. Acudieron seis ministros, tras hacer acto de presencia en el evento del presidente de la Cámara de los Comunes, ostentando sus cruces y sus bandas, y todas las mujeres bonitas lucían sus prendas más elegantes. Al final de la galería de retratos se encontraba la princesa Sophia de Carlsrühe, una gruesa dama de aspecto tártaro, con ojillos negros y unas esmeraldas maravillosas, chapurreando francés con voz muy aguda y riéndose sin mesura de todo cuanto se decía. Realmente se apreciaba allí una singular mezcolanza de personas. Espléndidas esposas de pares del reino charlaban cortésmente con virulentos radicales; predicadores populares se codeaban con inveterados escépticos; una banda de obispos seguía la pista, de salón en salón, a una corpulenta prima donna; en la escalera se agrupaban varios miembros de la Real Academia, disfrazados de artistas, y se decía que el comedor se vio por un momento abarrotado de genios. En pocas palabras: era una de las más deslumbrantes veladas de lady Windermere, y la princesa se quedó hasta cerca de las once y media.

Justo después de su marcha, lady Windermere volvió a la galería de retratos, en la que un famoso economista estaba explicando con aire solemne la teoría científica de la música a un virtuoso húngaro espumeante de indignación, y se puso a hablar con la duquesa de Paisley. Lady Windermere estaba maravillosamente bella con su esbelto cuello marfileño, sus grandes ojos azules color nomeolvides y sus espesos bucles dorados. Cabellos de or pur, no como esos de tono pajizo que usurpan hoy día su refinada denominación, sino cabellos de un oro como tejido con rayos de sol o bañados en un ámbar insólito; cabellos que encuadraban su rostro con un nimbo de santa y, al mismo tiempo, con la fascinación de una pecadora. Lo cierto es que lady Windermere constituía un curioso caso psicológico. Desde muy joven descubrió en la vida la importante verdad de que nada se parece tanto a la ingenuidad como el atrevimiento; y, por medio de una serie de aventuras despreocupadas, del todo inocentes en su mayoría, logró todos los privilegios de una personalidad. Había cambiado varias veces de marido. En el Debrett aparecía con tres matrimonios en su haber, pero nunca cambió de amante, así que el mundo había dejado de chismorrear a cuenta suya desde hacía tiempo. En la actualidad contaba cuarenta años, no tenía hijos y poseía esa pasión desordenada por el placer que constituye el secreto de la eterna juventud.

De repente, miró con ansiedad a su alrededor, y preguntó con su clara voz de contralto:

—¿Dónde está mi quiromante?

—¿Su qué…, Gladys? —exclamó la duquesa con un estremecimiento involuntario.

—Mi quiromante, duquesa. Me es imposible vivir ya sin él.

—¡Querida Gladys! Usted siempre tan original… —murmuró la duquesa, intentando recordar qué era exactamente un quiromante, y confiando en que no sería lo mismo que un manicuro.

—Viene a leer mi mano dos veces por semana —prosiguió lady Windermere—, y le interesa muchísimo.

«¡Dios mío! —pensó la duquesa—. Debe de ser una especie de manicuro. ¡Es atroz! Supongo que por lo menos será extranjero. Así no resultará tan desagradable».

—Tengo que presentárselo a usted —dijo lady Windermere.

—¡Presentármelo! —exclamó la duquesa—. ¿Quiere usted decir que está aquí?

Empezó a buscar a su alrededor tras su abanico de carey y su chal de encaje antiquísimo, como preparándose para huir a la primera alarma.

—Claro que está aquí; no se me ocurriría dar una reunión sin él. Dice que tengo una mano esencialmente psíquica, y que si mi dedo pulgar fuera un poquito más corto, sería yo una pesimista convencida y estaría recluida en un convento.

—¡Ah, sí! —profirió la duquesa, ya más tranquila—. Dice la buenaventura, ¿no es eso?

—Y la mala también —respondió lady Windermere—, y muchas cosas por el estilo. El año próximo, por ejemplo, correré un gran peligro, en tierra y por mar. Tendré pues que vivir en globo. Todo eso está escrito aquí, sobre mi dedo menique… O en la palma de mi mano, no recuerdo bien.

—Pero realmente eso es tentar a la providencia, Gladys.

—Mi querida duquesa: la providencia puede resistir, seguro, a la tentación en estos tiempos. Creo que todos deberían hacerse leer sus manos una vez al mes, con objeto de enterarse de lo que les está prohibido. Claro es que todos seguirían haciendo lo mismo, pero ¡resulta tan agradable saber lo que va a ocurrir! Si no tiene nadie la amabilidad de ir a buscar ahora al señor Podgers, iré yo misma.

—Permítame que me encargue de ello, lady Windermere —dijo un muchacho alto y distinguido que las acompañaba y seguía la conversación con sonrisa divertida.

—Muchas gracias, lord Arthur; pero temo que no le reconozca usted.

—Si es tan extraordinario como usted dice, lady Windermere, no podrá escapárseme. Dígame solo cómo es, y dentro de un momento se lo traeré.

—Bien, no tiene nada de quiromante; quiero decir que no tiene nada de misterioso, nada esotérico, ningún aspecto romántico. Es un hombrecillo grueso, con una cabeza cómicamente calva y grandes gafas de oro; un personaje entre médico y notario pueblerino. Siento que sea así, pero no tengo yo la culpa. ¡Es tan absurda la gente! Todos mis pianistas tienen aspecto de poetas, y todos mis poetas, aspecto de pianistas. Recuerdo ahora que la última temporada invité a comer a un tremendo conspirador, un hombre que había hecho volar con dinamita a infinidad de gente y que vestía siempre una cota de malla y un puñal escondido en la manga. Pues bien; sepan ustedes que, a pesar de todo, tenía el total aspecto de un sacerdote bondadoso y anciano, y durante toda la noche se mostró muy chistoso; lo cierto es que resultó muy divertido, encantador; pero yo me sentí cruelmente desilusionada, y cuando le pregunté por su cota de malla, se contentó con reírse y me dijo que era demasiado fría para usarla en Inglaterra. ¡Ah, ya está aquí el señor Podgers! Bueno; desearía, señor Podgers, que leyese usted la mano de la duquesa de Paisley. Duquesa, ¿quiere usted quitarse el guante? No, el de la izquierda, no; el de la derecha.

—Mi querida Gladys: no creo que esto sea del todo correcto —dijo la duquesa, desabrochando con desgana un guante de cabritilla bastante sucio.

—Lo que es interesante no es nunca correcto —dijo lady Windermere—: on a fait le monde ainsi. Pero tengo que presentarles: señor Podgers, mi quiromante favorito; la duquesa de Paisley. Como le diga a usted que tiene el «monte de la luna» más desarrollado que el mío, no volveré a creerle nunca.

—Estoy segura, Gladys, de que no habrá nada de eso en mi mano —dijo la duquesa en tono grave.

—Su Excelencia está en lo cierto —replicó el señor Podgers, echando un vistazo sobre la manita regordeta de dedos cortos—: el «monte de la luna» no está desarrollado. Sin embargo, la línea de la vida es excelente. Tenga la amabilidad de doblar la muñeca… Gracias. Tres rayas clarísimas en la rascette. Vivirá usted hasta una edad avanzada, duquesa, y será extraordinariamente feliz. Ambición moderada; línea de la inteligencia sin exageración, línea del corazón…

—Sea usted indiscreto sobre este punto, señor Podgers —interrumpió lady Windermere.

—Nada sería tan agradable para mí —replicó el señor Podgers, inclinándose— si la duquesa diese lugar a ello; pero lamento anunciar que veo una gran constancia en su afecto, combinada con un sentido muy arraigado del deber.

—Tenga usted la bondad de seguir, señor Podgers —dijo la duquesa con aire satisfecho.

—La economía no es la menor de las virtudes de Su Excelencia —prosiguió el señor Podgers. Lady Windermere soltó una carcajada.

—La economía es una cualidad superior —observó la duquesa con agrado—. Cuando me casé, Paisley poseía once castillos y ni una casa presentable donde pudiéramos vivir.

—Y ahora es dueño de doce casas y no tiene ni un castillo —exclamó lady Windermere.

—Sí, querida —dijo la duquesa—; a mí me gusta…

—La comodidad —terminó el señor Podgers—, y los adelantos modernos y el agua caliente en todas las habitaciones. Su Excelencia tiene perfecta razón. La comodidad es lo único bueno que ha producido nuestra civilización.

—Ha descrito usted de forma admirable el carácter de la duquesa, señor Podgers. Tenga usted la bondad de contarnos ahora sobre lady Flora.

Y, respondiendo a una señal de la sonriente anfitriona, una muchachita de cabellos rojos de escocesa y hombros aupados se levantó con torpeza del sofá y mostró una mano larga y huesuda, con dedos aplastados como espátulas.

—¡Ah, ya veo que es una pianista! —dijo el señor Podgers—. Una excelente pianista, aunque no sea quizá una música excepcional. Muy reservada, tímida y dotada de un exaltado amor a los animales.

—¡Completamente cierto! —exclamó la duquesa, volviéndose hacia lady Windermere—. Exacto del todo. Flora posee dos docenas de perros en Macloskie, y convertiría nuestra casa de Londres en una verdadera casa de fieras si su padre lo permitiese.

—Pues eso es justo lo que hago yo los jueves por la noche —replicó lady Windermere, echándose a reír—. Solo que yo prefiero los leones a los perros.

—Es su único error, lady Windermere —dijo el señor Podgers con una inclinación ceremoniosa.

—Si una mujer no puede hacer deliciosos sus errores, es una criatura infeliz —le respondió—. Pero es preciso que lea usted otras manos. Acérquese, sir Thomas, y enséñele la suya al señor Podgers.

Un señor viejo de figura distinguida, que vestía frac azul, se adelantó y ofreció al quiromante una mano ancha y ordinaria, con el dedo medio muy largo.

—Carácter aventurero; cuatro largos viajes en el pasado, y uno en el porvenir. Ha naufragado tres veces… No, solo dos; pero corre el peligro de naufragar durante el próximo viaje. Firme conservador, muy puntual; tiene la manía de coleccionar curiosidades. Una enfermedad grave entre los dieciséis y los dieciocho años. Heredó una gran fortuna a los treinta. Gran aversión por los gatos y los radicales.

—¡Extraordinario! —exclamó sir Thomas—. Tiene usted que leer también la mano de mi mujer.

—De su segunda mujer —dijo con gravedad el señor Podgers, que seguía reteniendo la mano de sir Thomas en la suya—. Lo haré gustoso.

Pero lady Marvel, una dama de aspecto melancólico, con pelo negro y pestañas de persona sentimental, se negó en rotundo a revelar su pasado o su porvenir. A pesar de todos sus esfuerzos, lady Windermere tampoco pudo conseguir que consintiera en quitarse los guantes monsieur de Koloff, el embajador de Rusia. En realidad, muchas personas temieron enfrentarse con aquel extraño hombrecillo de sonrisa estereotipada, con gafas de oro y ojos de un brillo de azabache. Y cuando reveló a la pobre lady Fermor en voz alta y delante de todos que le interesaba poquísimo la música, pero que le volvían loca los músicos, pensaron todos que la quiromancia era una ciencia peligrosa, que no se podía avivar más que en un tête-à-tête.

Sin embargo, lord Arthur Savile, que no sabía nada de la desdichada particularidad de lady Fermor, y que seguía con vivísimo interés las palabras del señor Podgers, sintió una gran curiosidad por que leyese su mano. Como tenía cierta timidez en proponerse, cruzó la habitación, acercándose al sitio donde estaba sentada lady Windermere, y con una encantadora turbación, le preguntó si creía que el señor Podgers accedería a ello.

—Claro que sí —dijo lady Windermere—; para eso está aquí. Todos mis leones, lord Arthur, están amaestrados y saltan por el aro cuando yo quiero. Pero debo advertirle que se lo contaré todo a Sybil. Vendrá mañana a comer conmigo para hablar de sombreros, y si el señor Podgers descubre que tiene usted mal carácter, propensión a la gota o una mujer en Bayswater[5], no dejaré de hacérselo saber.

Lord Arthur inclinó la cabeza, sonriendo.

—Eso no me asusta —contestó—. Sybil me conoce tan bien como yo a ella.

—¡Ah! De veras que lo lamento. La mejor base del matrimonio es la incomprensión mutua. Y no es que yo sea cínica, solo que tengo experiencia, lo cual es, con mucha frecuencia, lo mismo. Señor Podgers, lord Arthur Savile se muere de ganas de que lea usted su mano. No le diga que es el prometido de una de las muchachas más bonitas de Londres, porque hace ya un mes que el Morning Post publicó esa noticia.

—Mi querida lady Windermere —exclamó la marquesa de Jedburgh—, tenga la bondad de permitir al señor Podgers que se quede aquí un minuto más. Está diciéndome que acabaré en un escenario, y esto me interesa en sumo grado…

—Si le ha dicho a usted eso, lady Jedburgh, no vacilaré en llamarle. Venga de inmediato, señor Podgers, y lea la mano de lord Arthur.

—Bueno —dijo lady Jedburgh, haciendo una leve moue mientras se levantaba del sofá—; si no me está permitido salir a escena, supongo que me dejarán asistir al espectáculo.

—Por supuesto; vamos a asistir todos a la representación —replicó lady Windermere—. Señor Podgers, continúe usted y díganos algo bueno de lord Arthur, que es uno de mis más estimados favoritos.

Pero en cuanto el señor Podgers examinó la mano de lord Arthur, palideció de un modo extraño y no dijo nada. Pareció recorrerle un escalofrío; sus espesas cejas temblaron de forma convulsiva con aquella singular contracción tan irritante que le dominaba cuando estaba turbado. Gruesas gotas de sudor brotaron entonces de su frente amarillenta, como un rocío envenenado, y sus manos carnosas se pusieron frías y viscosas.

Lord Arthur no dejó de notar aquellos extraños signos de agitación, y por primera vez en su vida tuvo miedo. Su primer impulso fue escapar del salón, pero se contuvo. Mejor era conocer la verdad, por mala que fuese, que permanecer en aquella incertidumbre.

—Estoy esperando, señor Podgers —dijo.

—Esperamos todos —exclamó lady Windermere con su tono vivo, impaciente; pero el quiromante no contestó.

—Creo que lord Arthur va a terminar en un escenario —dijo lady Jedburgh—, y que, después de oír a lady Windermere, el señor Podgers no se atreve a decírselo.

De pronto, el señor Podgers dejó caer la mano derecha de lord Arthur y le asió la izquierda con fuerza, doblándose tanto para examinarla que la montura de oro de sus gafas pareció rozar la palma. Durante un momento su cara fue una máscara lívida de horror; pero recobró enseguida su sangre fría, y mirando a lady Windermere, le dijo con una sonrisa forzada:

—Es la mano de un muchacho encantador.

—En efecto —contestó lady Windermere—; pero ¿será un marido encantador? Eso es lo que necesito saber.

—Todos los muchachos encantadores lo son también como maridos —repuso el señor Podgers.

—No creo que un marido deba ser demasiado seductor —exclamó lady Windermere—. Pero lo que quiero son detalles; lo único interesante son los detalles. ¿Qué le sucederá a lord Arthur?

—Pues que dentro de unos meses ha de emprender un viaje…

—Claro: el de su luna de miel.

—Y que perderá un pariente.

—Confío en que no será su hermana —dijo lady Jedburgh con tono compasivo.

—Seguro que su hermana no —respondió el señor Podgers, tranquilizándola con un gesto—. Será solo un pariente lejano.

—Bueno, me siento cruelmente desilusionada —dijo lady Windermere—. No podré contarle nada a Sybil mañana. ¿Quién se preocupa hoy de los parientes lejanos? Hace ya muchos años que pasaron de moda. A pesar de lo cual, supongo que Sybil hará bien en comprarse un vestido de seda negro; siempre podrá servirle para ir a la iglesia. Y ahora vamos a cenar algo. Se lo habrán comido todo, pero aún encontraremos una taza de caldo caliente. François preparaba antes un caldo riquísimo, pero ahora le veo tan preocupado por la política que nunca estoy segura de nada con él. De verdad quisiera que el general Boulanger se quedara callado. Duquesa, tengo la seguridad de que está usted fatigada.

Cuentos completos – Oscar Wilde

Oscar Wilde. Fue un escritor, poeta y dramaturgo irlandés que vivió entre 1854 y 1900. Fue uno de los más destacados representantes del esteticismo y el decadentismo, movimientos que defendían el arte por el arte y la belleza como fin supremo. Wilde se hizo famoso por su ingenio, su elegancia y su escandalosa vida personal.

Wilde nació en Dublín, en una familia acomodada e intelectual. Su padre era un prestigioso médico y su madre una escritora y activista política. Wilde estudió en el Trinity College de Dublín y en el Magdalen College de Oxford, donde se distinguió por su talento literario y su excentricidad. En 1878 ganó el premio Newdigate de poesía por su obra Ravenna.

En 1881 publicó su primer libro de poemas, titulado simplemente Poemas, que tuvo una buena acogida. Al año siguiente viajó a Estados Unidos, donde dio una serie de conferencias sobre el renacimiento inglés y el arte moderno. A su regreso, se casó con Constance Lloyd, con quien tuvo dos hijos, Cyril y Vyvyan.

Wilde se dedicó al periodismo y a la edición de una revista femenina, Woman’s World, mientras escribía cuentos, ensayos y obras de teatro. En 1888 publicó El príncipe feliz y otros cuentos, una colección de relatos fantásticos y morales para niños y adultos. En 1890 apareció en una revista su única novela, El retrato de Dorian Gray, una historia sobre la corrupción del alma por la vanidad y el hedonismo. La novela causó gran controversia por sus alusiones al homosexualismo y al culto a la juventud.

Wilde alcanzó la cima de su éxito como dramaturgo en la década de 1890, con obras como Salomé (1891), escrita en francés y prohibida en Inglaterra por su temática bíblica; La importancia de llamarse Ernesto (1895), una comedia de enredos y equívocos sobre la identidad y las apariencias; o El abanico de Lady Windermere (1892), una sátira sobre la moralidad y el matrimonio en la sociedad victoriana.

Sin embargo, su carrera se vio truncada en 1895, cuando fue acusado de conducta indecente por el padre de su amante, lord Alfred Douglas. Wilde intentó defenderse con un proceso judicial contra el marqués de Queensberry, pero las pruebas presentadas por este demostraron su culpabilidad. Wilde fue condenado a dos años de prisión y trabajos forzados.

En la cárcel escribió De profundis (1897), una larga carta dirigida a Douglas en la que reflexionaba sobre su vida, su amor y su arte. También compuso la Balada de la cárcel de Reading (1898), un poema sobre la pena de muerte inspirado en un compañero de prisión.

Tras cumplir su condena, Wilde se exilió en Francia, donde vivió bajo el seudónimo de Sebastian Melmoth. Allí escribió algunas obras menores, como La casa de las granadas (1891), otro libro de cuentos; o La santa cortesana (1893), un drama inacabado. Wilde murió en París el 30 de noviembre de 1900, a los 46 años, víctima de una meningitis. Se convirtió al catolicismo en su lecho de muerte. Está enterrado en el cementerio del Père-Lachaise.

Oscar Wilde es considerado uno de los escritores más influyentes e innovadores del siglo XIX. Su obra combina el humor, la ironía, la crítica social y la sensibilidad estética con una profunda visión del ser humano y sus contradicciones. Wilde es recordado por sus epigramas, sus cuentos, sus obras de teatro, su novela y la tragedia