Cuentos de hadas victorianos

Resumen del libro: "Cuentos de hadas victorianos" de

En este libro, joya exquisita de la literatura victoriana, encontrará el lector algunas de las más admirables historias que sobre hadas, duendes, gnomos y demás criaturas feéricas se han escrito. Son las hadas creaciones de la fantasía, pero también restos de las antiguas divinidades y, sobre todo, sustancias del alma venidas para dar nombre a las inquietudes de la infancia, esa edad misteriosa cuyos recuerdos agitan todavía el agua del espejo y mueven las cortinas del dormitorio. Se reúnen en esta antología obras de algunos de los más grandes autores de la era victoriana: John Ruskin, Lucy Lane Clifford, Mary de Morgan, Maggie Browne, Mark Lemon, George MacDonald y Christina Rossetti. Para ilustrar sus textos se han escogido imágenes de los mejores ilustradores de la época. En su introducción, Jonathan Cott estudia los cuentos desde una perspectiva histórica, explora sus dimensiones espirituales y psicológicas y afirma que fueron estos autores quienes lograron devolver a la literatura inglesa la sabiduría telúrica y animista que la tendencia dominante de la cultura victoriana se empeñaba en denostar.

Libro Impreso

1

La infancia es el pozo del ser… El pozo es un arquetipo, una de las más graves imágenes del alma humana. Esas aguas negras y profundas pueden determinar el carácter de una infancia. En su reflejo hay un rostro pasmado. Su espejo no es el de una fuente. Un Narciso no podría hallar placer en él. Ya en esta vivida, soterrada imagen de sí mismo, el niño es incapaz de reconocerse. El agua está cubierta por una neblina; las plantas que enmarcan el espejo son de un verde demasiado intenso. Un soplo de aliento helado se agita en las profundidades. La faz que emerge de esta noche telúrica pertenece a otro mundo. Y, ahora, si algún recuerdo guarda nuestra memoria de tales reflejos, ¿no es acaso el recuerdo de un mundo anterior?

Gaston Bachelard, La Poétique de la rêverie

Acierta distancia las cosas se nos antojan pequeñas, y a medida que nos alejamos parecen perderse y desaparecer. Tendemos a mirar con desprecio lo que es exiguo y pequeño, igual que los niños traviesos a las moscas, igual que los Brobdingnags a Gulliver. Pero, tal como Swift nos enseñó, ser un gigante o un enano es algo que depende puramente de nuestra percepción particular de las relaciones entre las cosas: los cambios espaciales y temporales crean nuevos contextos. En The Golden Age, Kenneth Grahame recrea la visión que tiene un niño de los «seres del Olimpo» que «hablan por encima de nuestras cabezas en la mesa del comedor»; pero también el autor, ya viejo, habrá pronto de desaparecer, igual que el niño lloroso y contrariado de su descripción: «En un minuto se disuelve en sus elementos originarios, en aire y en agua, en gritos y en lágrimas: tal es la exigencia de una naturaleza ultrajada».

En cambio, el sentido de historias como las de David y Goliat, Ulises y Polifemo, Pulgarcito, o «Jack y las habichuelas mágicas» está en el poder, o el maná, inherente en lo diminuto: lo pequeño llevando lo grande de la correa, tal como en una ocasión escribiera el pintor Jean Arp. (Es en las pequeñas y primeras horas de la mañana cuando tenemos los sueños más inmensos). Y la sensación de pérdida que experimentamos respecto a la propia y lejana infancia es paralela a nuestra ignorancia del hecho de que el arquetipo infantil —a menudo representado en un hermafrodita— es símbolo de la totalidad potencial que lleva implícita la reconciliación de lo pasado y lo futuro, lo masculino y lo femenino, la luz y la oscuridad (véase «Niño de Sol y niña de Luna»)… y también de lo pequeño y lo grande: «No tener su confín en lo más grande, sino estar contenido en lo más pequeño, eso es ser divino». Esta idea de la infancia recuerda la concepción de Dios que tenía Pascal —cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna—, así como la descripción del atman de los hindúes: «más pequeño que lo pequeño y más grande que lo grande… del tamaño de un pulgar… pero capaz de abarcar la tierra en todos sus confines… de gobernar por sí solo el espacio de los diez dedos».

Varios autores