Cuentos de humor y de horror

Resumen del libro: "Cuentos de humor y de horror" de

Hector Hugh Munro, bajo el seudónimo de Saki, se alza como uno de los más grandes humoristas de la lengua inglesa en el siglo XX, un autor cuya genialidad y astucia literaria quedaron plasmadas en su obra magistral, «Cuentos de Humor y de Horror». La vida de Munro estuvo marcada por su trágico final en la Primera Guerra Mundial, donde su última súplica, «Apagad ese maldito cigarrillo», encapsuló la inimitable economía de medios que caracteriza sus relatos.

Este volumen recoge una selección exquisita de narraciones cortas que exploran la comedia, la ironía y la sátira con un estilo único y cautivador. Los cuentos de Saki tejen una tela ingeniosa de humor oscuro y comentarios sociales mordaces, lo que lleva al lector a explorar las complejidades de la sociedad eduardiana con una sonrisa en los labios y, a veces, un escalofrío en la espalda.

La maestría de Saki reside en su capacidad para revelar lo absurdo de la vida cotidiana a través de personajes excéntricos y situaciones cómicamente retorcidas. Desde la hipocresía de la alta sociedad hasta los encuentros desafortunados con animales salvajes, cada relato es una muestra de su aguda observación y su don para destilar la esencia de la comedia y el horror en igual medida.

Los cuentos de Saki son irresistibles, una adicción literaria que atrapa al lector desde la primera línea. Sus historias no solo entretienen, sino que también provocan una reflexión sutil sobre la condición humana y las complejidades de la sociedad. En «Cuentos de Humor y de Horror», Saki nos invita a un banquete literario donde el ingenio y la sátira se sirven en platos exquisitos que nunca se olvidan.

Libro Impreso

LA RETICENCIA DE LADY ANNE

Egbertt entró en la amplia sala en penumbra con el aire de quien no sabe si lo aguarda un arrullo o una bomba, y se encuentra preparado para cualquiera de las dos eventualidades. La menuda disputa doméstica sostenida en la mesa no había tenido final definitivo, y la cuestión era hasta qué punto Lady Anne estaba de humor para renovar las hostilidades o renunciar a ellas. La postura que había asumido en el sillón junto a la mesa de té era más bien elaboradamente rígida; el pince-nez de Egbert no lo ayudaba materialmente a discernir la expresión de su rostro en la penumbra de aquella tarde de diciembre.

Para quebrar el hielo que pudiera estar cubriendo la superficie, hizo una observación acerca de la mística luz que bañaba aquellos instantes. Él o Lady Anne siempre hacían esa observación entre las 4.30 y las 6 en las tardes de invierno y de otoño avanzado; formaba parte de su vida matrimonial. Carecía de respuesta fija, y Lady Anne no dio ninguna.

Don Tarquinio estaba tendido sobre la alfombra persa, al calor del hogar, con soberbia indiferencia por el posible mal humor de Lady Anne. Su pedigree era tan inmaculadamente persa como el de la alfombra, y su pelaje alcanzaba ya la gloria de un segundo invierno. El criado, que tenía tendencias renacentistas, lo había bautizado con el nombre de Don Tarquinio. Librados a sí mismos, Egbert y Lady Atine lo hubieran llamado inevitablemente Pelusa, pero no eran obstinados.

Egbert se sirvió té. Como el silencio no daba señales de quebrarse por iniciativa de Lady Anne, se dispuso a realizar otro esfuerzo.

—Lo que dije durante el almuerzo tenía una aplicación puramente académica —anunció—; tú pareces darle un sentido personal innecesario.

Lady Anne mantuvo su defensiva barrera de silencio. El pinzón real llenó ociosamente el intervalo con una melodía de Iphigénie en Tauride. Egbert la reconoció inmediatamente porque era la única melodía que el pinzón real silbaba, y les había llegado con la ganada reputación de silbarla. Tanto Egbert como Lady Anne hubieran preferido algún motivo de The Yeoman of the Guará, la ópera favorita de ambos. Sobre cuestiones artísticas, sus gustos eran similares. Tendían al arte honesto y explícito, un cuadro, por ejemplo, que diera claras muestras de su motivo con generosa ayuda del título. Un caballo sin jinete con las guarniciones en obvio deterioro, que entraba en un patio colmado de pálidas mujeres desfallecientes y titulado «Malas nuevas», les sugería clara y netamente la idea de alguna catástrofe militar. Comprendían su mensaje y podían explicarlo a sus amigos de inteligencia menos lúcida.

El silencio continuaba. En general el disgusto de Lady Anne se volvía articulado y marcadamente voluble al cabo de cuatro minutos de mutismo introductorio. Egbert tomó la jarra de leche y volcó parte de su contenido en el platillo de Don Tarquinio; como el platillo estaba ya lleno hasta el borde, el ademán tuvo por resultado una desagradable inundación. Don Tarquinio la contempló con sorprendido interés, que se desvaneció en fingida inocencia cuando Egbert lo llamó para que bebiera la leche derramada. Don Tarquinio estaba preparado para desempeñar múltiples papeles en la vida, pero el de aspiradora no era uno de ellos.

—¿No te parece que nos estamos portando como unos tontos? —preguntó Egbert jovialmente.

Si Lady Anne lo creía así, no lo dijo.

—La culpa fue en parte mía —continuó Egbert con una deferencia que daba ya muestras de agotarse—. Después de todo soy un ser humano. Pareces olvidar que no soy más que un ser humano.

Insistió en ello como si se hubiera sugerido infundadamente que su constitución se acomodaba a la de un sátiro, con continuaciones cabrunas donde lo humano cesaba.

El pinzón real recomenzó la melodía de íphigénie en Tauride. Egbert empezó a sentirse deprimido. Lady Anne no estaba bebiendo su té. Quizá no se sintiera bien. Pero cuando Lady Anne no se sentía bien, no acostumbraba mostrarse reticente sobre el tema. Una de sus declaraciones favoritas era: «Nadie sabe lo que me hacen sufrir las indigestiones»; pero esa falta de conocimiento sólo podía deberse a una audición defectuosa por parte de su interlocutor; el monto de información que ella ofrecía sobre el tema bastaba para una monografía.

Evidentemente Lady Anne no se sentía mal.

Cuentos de humor y de horror: SAKI

Hector Hugh Munro. (1870-1916) nació en Birmania, hijo del Inspector General de la policía británica; su madre murió al poco de nacer él, por lo que fue expedido a Inglaterra al cuidado de dos viejas tías solteras, empeñadas en una infatigable guerra doméstica, que le amargaron la niñez. En esta infancia desdichada, apuntó Graham Greene, está la clave de la crueldad atildada que constituye la nervadura de casi todos sus cuentos: nadie como él maneja ese humor tétrico que otorga carta de trivialidad a lo horrible. Esperamos que con la lectura de esta primera entrega de cuentos se cumpla, en el lector, el pronóstico de Tom Sharpe, eminente sakiano: «Si empiezas un relato de Saki, lo terminarás. Cuando lo hayas terminado querrás empezar otro, y cuando los hayas leídos todos nunca los olvidarás. Se convertirán en una adicción porque son mucho más que divertidos».

Graham Greene, para quien Héctor Hugh Munro, alias Saki, es nada menos que el mayor humorista en lengua inglesa de este siglo, cuenta que en la madrugada del 13 de noviembre de 1916, en un cráter de obús cerca de Beaumont-Hamel, se oyó gritar al sargento Munro: «Apagad este maldito cigarrillo». Éstas fueron sus últimas palabras: inmediatamente después, una bala le atravesó el cráneo. No podría resumirse mejor la extraordinaria economía de medios que caracteriza los relatos de uno de los genios más ultrajantes de su tiempo.

Otro gran cuentista, Roald Dahl, ha escrito recientemente: «Sus mejores historias son siempre más bellas que cualquier obra maestra de cualquier otro escritor».