Cuentos de perros

Cuentos de perros - Rudyard Kipling

Resumen del libro: "Cuentos de perros" de

En 1934, dos años antes de su muerte, Rudyard Kipling reunió en un volumen nueve cuentos y cinco poemas dedicados a los perros, esos animales adaptados a la humanidad que a veces saben «más que un hombre». Picarescos o heroicos, domésticos o casi fantásticos, de India a Inglaterra pasando por los parajes helados del Ártico, estos Cuentos de perros tratan por supuesto de la lealtad, pero sobre todo de cómo el ser humano proyecta en los animales adiestrados para la compañía o el trabajo su propia personalidad y sus propios deseos, y de cómo alcanza a definirse a través de ellos. Por su parte, un perro puede tirar de un trineo o cazar zorros, puede ser una mercancía valiosa o una inesperada ayuda terapéutica, pero también tiene una vida propia: puede amar a quien no corresponde, enloquecer, deprimirse, o simplemente no entender. A veces son los propios perros quienes toman la palabra y cuentan en su propio idioma su experiencia con los humanos y otros animales, o piden no ser abandonados, o requieren cuidados especiales cuando son ancianos. Y alguno hay que sube al Cielo y tendrá que esperar la llegada de su amo junto a la silla de san Pedro…

Libro Impreso EPUB

La historia del soldado raso Learoyd

Y contó un cuento.
Crónicas de Gautama Buda

Lejos de las guaridas de los oficiales subalternos que insisten en inspeccionar el equipo, lejos de los sargentos de olfato fino que huelen la pipa metida en la ropa de cama enrollada, a tres kilómetros del alboroto de los barracones, se halla la Trampa. Es un viejo pozo reseco a la sombra de un pipal retorcido y cercado por hierbas altas. Aquí, a lo largo de los años, el soldado raso Ortheris montó su depósito y su casa de fieras para todas aquellas posesiones, muertas o vivas, que no cabía introducir sin peligro en el dormitorio de la tropa. Aquí se congregaban gallinas de la raza Houdin y fox terriers de indudable pedigrí pero más que dudosa propiedad, pues Ortheris era un furtivo empedernido y ocupaba un lugar preeminente dentro de un regimiento de expertos ladrones de perros.

Ya no volverán aquellos largos y perezosos atardeceres en los que Ortheris, silbando suavemente, se movía con precisión de cirujano entre los cautivos de su arca en el fondo del pozo; cuando Learoyd se sentaba en el nicho impartiendo sabios consejos sobre cómo criar perros y Mulvaney, desde un recoveco del frondoso y saliente pipal, ondeaba sus enormes botas en señal de bendición por encima de nosotros, deleitándonos con historias de amor y de guerra y extraños sucesos de ciudades y hombres.

Ortheris, metido por fin en la «pequeña tienda de pájaros disecados» por la que su alma suspiraba; Learoyd, instalado de nuevo en el costillar de piedra del norte, envuelto por el humo y el martilleo de los telares de Bradford; y Mulvaney, nuestro tierno, canoso y muy sabio Ulises, sumido en el bochorno de los trabajos de construcción de una línea férrea en la India central… ¡juzgad si he olvidado los viejos tiempos de la Trampa!

Ortheris, como se cree más listo que nadie, dijo que no era una dama de verdad, sino una eurásica. No le llevé la contraria porque tenía la piel algo oscura. Pero era una dama, vaya que sí. Si hasta tenía un carruaje, y buenos caballos, y el pelo tan aceitado que te podías ver en él, y llevaba anillos de diamantes y una cadena de oro, y vestidos de seda y de satén que deben costar una fortuna, porque una figura como la suya no se viste en una tienda cualquiera. Su nombre era señora DeSussa, y si llegué a conocerla y a tener tratos con ella fue gracias al perro de la señora de nuestro coronel, Rip.

He visto muchos perros en mi vida, pero Rip era el fox terrier más lindo y más listo que he conocido jamás. Podía hacer de todo menos hablar y la señora del coronel lo quería como si estuviera bautizado. Tenía sus propios hijos, pero estaban en Inglaterra, y Rip recibía todos los mimos y caricias que correspondían por derecho a un hijo.

Pero a Rip le gustaba vagabundear y tenía la costumbre de escapar de los barracones y andar trotando por todas partes como si fuera el juez del acantonamiento en ronda de inspección. El coronel lo azotó un par de veces, pero a Rip le dio igual y siguió haciendo sus rondas, meneando la cola como si hiciera señales con banderas y diciéndole a todo el mundo que todo iba estupendamente, muchas gracias, y ¿a usted cómo le va? Y entonces el coronel, como no tenía mucha mano con los perros, va y lo encierra. Un perro superior, Rip, y no es de extrañar que la dama, la señora DeSussa, le cogiera cariño. Recuerdo uno de los Diez Mandamientos que dice que no codiciarás el buey de tu prójimo ni su asno, pero no dice nada de su terrier, y me parece que por eso la señora DeSussa codiciaba a Rip, aunque iba a la iglesia habitualmente con su marido, que era tan oscuro que parecía negro; de hecho, de espaldas solo se le distinguía porque llevaba un abrigo de caballero. Decían que estaba metido en el negocio del yute y que se había forrado.

Bueno, como decía, cuando encerraron al pobre Rip empezó a tener problemas de salud. Así que la señora del coronel me envía a echarle un vistazo porque tengo fama de entender de perros y quiere saber qué le pasa.

—Bueno, señora —le dije—, pasa que está deprimido, porque lo que quiere es andar en libertad y estar con sus compañeros como todos nosotros; quizá una rata o dos le animarían y le ayudarían a pasar los días. Es todo un poco rastrero —le dije—, pero así son los perros, está en su naturaleza; es lo que les gusta, salir por ahí y encontrarse con otros perros y pasar el día, y pelearse de vez en cuando como buenos cristianos.

Así que va ella y dice que su perro no está para meterse en peleas y que ningún cristiano debe pelearse.

—Y entonces ¿para qué están los soldados? —le dije; y le expliqué las cualidades contradictorias de un perro que, si te paras a pensarlo, es una cosa muy curiosa. Pues aprenden a comportarse como caballeros de nacimiento y a estar en las mejores compañías… Me dicen que hasta Vicky aprecia un buen perro y distingue uno bueno cuando lo ve como cualquiera[1]; pero luego se dedican a perseguir gatos y meterse en toda clase de trifulcas en callejones, y a matar ratas y pelear como bellacos.

La señora del coronel me dice entonces:

—Bueno, Learoyd, no estoy de acuerdo contigo, pero tienes razón en una cosa, así que voy a pedirte que saques a pasear a Rip de vez en cuando; pero no debes permitir que se pelee, ni que persiga gatos, ni que haga ninguna de esas cosas horribles.

Y esas fueron sus palabras exactas.

Cuentos de perros – Rudyard Kipling

Rudyard Kipling. Nació en Bombay en 1865, y allí pasó una primera infancia feliz. Sin embargo con seis años, fue enviado a Southsea (Inglaterra) donde permaneció interno durante cinco años en una residencia para hijos de funcionarios de las colonias. Su sufrimiento de aquella época sería recogido posteriormente en un relato. De regreso a la India en 1882 comenzó a trabajar como periodista en la Civil and Military Gazette de Lahore. La publicación de su primera colección de relatos, Cuentos de las colinas (1887), y otros en los dos años posteriores le darían fama de inmediato. Viajó por Asia y Estados Unidos, donde contrajo matrimonio con Caroline Balestier, estableciéndose en Vermont hasta 1903, año en que se mudó a Inglaterra. En 1907, con cuarenta y dos años, le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura. Sus obras más importantes son El libro de las tierras vírgenes (1894), Capitanes intrépidos (1897), Stalky & Co. (1899) y, sobre todo, Kim (1901), reconocida mundialmente como una obra maestra. Kipling falleció en Londres el 18 de enero de 1936.