Diálogos I

Diálogos I - Platón - Filosofía

Resumen del libro: "Diálogos I" de

Este primer volumen dedicado a Platón (427-347 a. C.) incluye, junto con el segundo, los diálogos iniciales, los llamados de juventud o «socráticos», en los que la hondísima impresión que le produjo Sócrates (al que conoció teniendo dieciocho años, momento en que vivió su «conversión» a la filosofía) se manifiesta en una constante presencia del maestro, tratado con una admiración indisimulada y con afán vindicador tanto de su persona como de sus ideas y principios. En estos primeros diálogos ya quedan fijados los rasgos estructurales que definirán las obras platónicas posteriores: suceden siempre en Atenas o en sus alrededores; no se refieren a sucesos contemporáneos, sino que la acción se desarrolla en el siglo V, durante la vida de Sócrates; las conversaciones nunca se extienden más allá de un día, como en la tragedia. Lo específico de estos diálogos iniciales es el carácter breve, la estructura dramática sencilla, el carácter aporético (no conclusivo) y el contenido exclusivamente ético, al margen de la metafísica y de la teoría de las Ideas o Formas que surgirán en la obra de madurez.

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I. El comienzo de la escritura filosofica

La obra de Platón ocupa en La historia de las ideas un lugar privilegiado y único. Las páginas que siguen intentan señalar las características de ese privilegio y el sentido de esa singularidad. El privilegio consiste, fundamentalmente, en el hecho de que es él quien habrá de marcar una buena parte de los derroteros por los que tendrá que desplazarse, después, la filosofía. La singularidad se debe a que, antes de Platón, no poseemos ninguna obra filosófica importante. Platón es, pues, nuestro Adán filosófico o, al menos, ha tenido que asumir este papel. Lo cual no quiere decir que Platón sea, en sentido estricto, el primer filósofo. Sabemos que antes de él hubo una importante tradición que, de una manera global e inexacta, se ha dado en llamar «presocráticos». Tales, Anaximandro, Heráclito, Anaxágoras, Jenófanes, Parménides, etc., son personajes de esa tradición. Pero por una serie de circunstancias la obra escrita, si es que puede hablarse así, de estos pioneros ha llegado a nosotros de manera incompleta y fragmentaria. Es cierto que esos fragmentos recogidos y editados por un genial investigador, han tenido fuerza no sólo para entrelazarse vivamente en el tejido platónico, sino para estimular sin descanso a la filosofía posterior. Pero también es cierto que si, en los volúmenes de Diels, prescindimos del aparato crítico, la traducción y las referencias indirectas, apenas si llegaría a un centenar de páginas el legado de dos largos siglos de cultura filosófica.

A este hecho casual, a este gran naufragio cultural, se debe el que la primera voz importante, por su volumen, en la historia del pensamiento sea la de Platón. Más de veinte diálogos auténticos y unas cuantas cartas, constituyen el legado del intelectual ateniense. Esa voz —su obra— ha resonado incesantemente a lo largo de lo que suele llamarse cultura europea. Ha atravesado el tiempo, y en él ha experimentado modulaciones diversas, confusas, o nítidas; atentas a sus más mínimas inflexiones, o perdidas en los cuatro o cinco tonos mayores de esa voz. El desvelo provocado por la obra platónica ha dado origen a una abundante bibliografía que, sobre todo, en nuestro siglo, ha contribuido a enriquecer las perspectivas desde las que aproximarnos al filósofo griego y poder afinar nuestra sensibilidad para escuchar mejor su voz y el posible mensaje que, a través de ella, pudiera comunicársenos.

El problema, sin embargo, consiste en saber si es posible esa aproximación a través del ingente material de interpretaciones que, dificultándonos la lectura, nos proyectan desde los tópicos en que, repetidamente, se encuadra el platonismo. Pero, al mismo tiempo, la vuelta a un pasado teórico, apoyado en el lenguaje, único y exclusivo medio en el que llevar a cabo esa aproximación, condiciona también nuestra representación de ese pasado y plantea continuamente el alcance de su sentido.

Un cierto primitivismo hermenéutico ha sido, pues, la causa de que gran parte de las investigaciones sobre la filosofía griega y, podría decirse, sobre la filosofía en general reflejen esa monotonía de respuestas que nos ha dado la historia de la filosofía. Porque muchas de estas respuestas no han sido provocadas por preguntas originales, sino que surgían como simples descripciones, como recuento de filosofemas, de estereotipos teóricos, en los que se narraba lo que suele trivializarse como exposición del «pensamiento» de un filósofo.

Pero si tiene sentido la lectura del pasado y, en él, de las ideas que, como resultado de la experiencia con el mundo y los hombres, alcanzaron a expresarse en el lenguaje, esta lectura ha de realizarse en una atmósfera peculiar. No puede tener lugar en el espacio trivializado de una tradición cuajada, en parte, sobre cauces que hoy son insuficientes para dar cabida a un pensamiento y a unas experiencias que han desbordado siempre sus márgenes. Precisamente, el interés por encontrar respuestas nuevas en la tradición filosófica o literaria, sólo puede alimentarse con la diversidad de las preguntas que podamos hacerle. Investigar, entender, consiste, sobre todo, en preguntar. La lectura de un texto que llega hasta nuestro presente desde un tiempo perdido, no puede únicamente alcanzar la plenitud de su significado en función de los problemas que, a primera vista, nos plantee, sino de todos los planos que seamos capaces de descubrir con nuestras preguntas. Hacer historia es saber preguntar al pasado. Y saber preguntar consiste en formular continuamente aquellas encuestas que necesita la soledad del presente, para encontrar compañía y solidaridad en todo lo que le antecedió. Hacer historia es reivindicar la continuidad, humanizar el tiempo, al aceptar las modulaciones que en la monotonía cronológica ha marcado la voluntad humana. Por eso, hacer historia es, además, proyectar el futuro, orientarle en la clarividente recuperación de lo que otros hombres hicieron para traemos el presente desde el que historiamos.

Por supuesto que no se trata aquí de plantear cuestiones metodológicas o hermenéuticas de difícil encaje, sino de intentar descubrir alguna perspectiva que permita escuchar, con relativa claridad, la voz del filósofo ateniense. Convertir, pues, la lengua en habla; actualizar, en lo posible, el lenguaje platónico para, en esa actualización, recuperar los estímulos a los que esa voz responde, los contenidos que trasmite y los personajes a los que se dirige.

Diálogos I – Platón – Filosofía

Platón. Pensador griego, cuyo nombre real era Aristocles Podros (“Platón” era un apodo que significaba “el de la espalda ancha”), fue un filósofo que nació entre el 427 y el 428 a.C en Atenas y que falleció en la misma ciudad en el 347 a.C. Hijo de familia noble, fue educado para la política, pero al conocer a Sócrates abandonó dicha vocación para dedicarse plenamente a la filosofía, si bien siempre tuvo en cuenta la política como parte integrante de su corpus, llegando a establecer guías para la creación de una república (en el sentido de “res publica”) ideal.

A diferencia de su maestro, Platón sí dejó obras escritas que, si bien parecen basarse en el pensamiento socrático, suponen una sistematización impresionante de conocimiento que se enfrenta a la tradición presocrática y sofista y que significará la base del pensamiento occidental. Después de uno de sus numerosos viajes (viajes que le sirvieron para conocer las ideas de los pitagóricos, de Parménides y de Anaxágoras, entre otros), fue apresado y vendido como esclavo en Egina, afortunadamente un conciudadano ateniense lo reconoció y pudo procurar su liberación.

De regreso a Grecia, Platón fundó una escuela de filosofía en Atenas que se convertiría en una Academia precursora de las actuales universidades, y donde se educaron pensadores tan prominentes como Aristóteles, hasta su cierre por decreto del emperador Justiniano en el 529 d. C.

De entre su obra habría que destacar textos como Fedón, El banquete o La república.