El arpa y la sombra

El arpa y la sombra, una novela de Alejo Carpentier

Resumen del libro: "El arpa y la sombra" de

En 1937, al realizar una adaptación radiofónica de El libro de Cristóbal Colón de Claudel para la emisora Radio Luxemburgo, me sentí irritado por el empeño hagiográfico de un texto que atribuía sobrehumanas virtudes al Descubridor de América. Más tarde me topé con un increíble libro de León Bloy, donde el gran escritor católico solicitaba nada menos que la canonización de quien comparaba, llameante, con Moisés y San Pedro. Lo cierto es que dos pontífices del siglo pasado, Pío Nono y León XIII, respaldados por 850 obispos, propusieron por tres veces la beatificación de Cristóbal Colón a la Sacra Congragación de Ritos; pero ésta, después de un detenido examen del caso, rechazó rotundamente la postulación. Este pequeño libro sólo debe verse como una variación (en el sentido musical del término) sobre un gran tema que sigue siendo, por lo demás, misteriosísimo tema… Y diga el autor, escudándose con Aristóteles, que no es oficio del poeta (o digamos: del novelista) “el contar las cosas como sucedieron, sino como debieron o pudieron haber sucedido”.

Libro Impreso

1 – EL ARPA

Atrás quedaron las ochenta y siete lámparas del Altar de la Confesión, cuyas llamas se habían estremecido más de una vez, aquella mañana, entre sus cristalerías puestas a vibrar de concierto con los triunfales acentos del Tedeum cantado por las fornidas voces de la cantoría pontifical; levemente fueron cerradas las monumentales puertas y, en la capilla del Santo Sacramento, que parecía sumida en penumbras crepusculares para quienes salían de las esplendorosas luces de la basílica, la silla gestatoria, pasada de hombros a manos, quedó a tres palmos del suelo. Los flabelli plantaron las astas de sus altos abanicos de plumas en el astillero, y empezó el lento viaje de Su Santidad a través de las innumerables estancias que aún la separaban de sus apartamentos privados, al paso de los porteadores, vestidos de encarnado, que flexionaban las rodillas cuando hubiese de pasarse bajo una puerta de bajo dintel. A ambos lados del largo, larguísimo camino, seguido entre paredes de salas y galerías, pasaban óleos oscuros, retablos ensombrecidos por el tiempo, tapicerías apagadas en sus tintes, que mostraban acaso, para quien los mirara con curiosidad de forasteros visitantes, alegorías mitológicas, sonadas victorias de la fe, orantes rostros de bienaventurados o episodios de ejemplares hagiografías. Algo fatigado, el Sumo Pontífice se adormeció levemente, en tanto que se desprendían, por rango y categorías, los dignatarios del séquito, invitados a no seguir adelante, más allá de este u otro umbral, en observancia del estricto protocolo de las ceremonias. Primero, de dos en dos, fueron desapareciendo los cardenales, de cappa magna, con sus solícitos caudatarios; luego, los obispes, aliviados de sus mitras resplandecientes; después, los canónigos, los capellanes, los protonotarios apostólicos, los jefes de congregaciones, los prelados de la recámara secreta, los oficiales de la casa militar, el Monseñor mayordomo y el Monseñor camarlengo, hasta que, faltando poco ya para llegar a las habitaciones cuyas ventanas daban al patio de San Dámaso, las pompas del oro, el violado y el granate, el moaré, la seda y el encaje, fueron sustituidos por los atuendos, menos vistosos, de domésticos, ujieres y bussolanti. Al fin, la silla descansó en el piso, junto a la modesta mesa de trabajo de Su Santidad y los porteadores la levantaron de nuevo, aligerada de su augusta carga, retirándose con recurrentes reverencias. Sentado ahora en una butaca que le daba una sosegada sensación de estabilidad, el Papa pidió un refresco de horchata a Sor Crescencia, encargada de sus colaciones y, luego de despedirla con un gesto que también se dirigía a sus camareros, oyó cómo se cerraba la puerta —la última puerta— que lo separaba del rutilante y pululante mundo de los Príncipes de la Iglesia, Prelados palatinos, dignidades y patriarcas, cuyos báculos y capas pluviales se confundían, en humos de incienso y diligencia de turiferarios, con los uniformes de los Camaristas de capa y espada, Guardias nobles y Guardias suizos, magníficos, estos últimos, con sus corazas de plata, partesanas antiguas, morriones a lo condottiero, y trajes listados en anaranjado y azul —colores a ellos asignados, de una vez y para siempre, por el pincel de Miguel Ángel, tan ligado en obras y recuerdo a la suntuosa existencia de la basílica.

Hacía calor. Como las ventanas del patio de San Dámaso estaban tapiadas —menos las suyas, desde luego— para evitar que miradas indiscretas fisgonearan en las íntimas estancias pontificales, reinaba un silencio tan ignorante de todo tráfago urbano, paso de carruajes o ruidos de artesanía que, cuando aquí llegaba el eco de alguna campana lejana, sonaba como música evocadora de una Roma tan distante que parecía cosa de otro mundo. El Vicario del Señor solía identificar algunos bronces por los timbres que le traía la brisa. Éste, leve, de repique apretado, era de la barroca iglesia de Gesú; aquél, majestuoso y pausado, más cercano, de Santa Maria Maggiore; aquel otro, cálido y grave, de Santa Maria sopra Minerva, en cuya selva interior de mármoles encarnados se inscribía el humano rastro de Catalina de Siena, la ardiente y enérgica dominica, apasionada defensora de su antecesor Urbano VI, el irascible protagonista del Cisma de Occidente, a quien veneraba, por combativo, él, que, cinco años antes, hubiese publicado aquel Syllabus —sin que en él figurara su firma, aunque todo el mundo supiese que el texto se alimentaba de sus alocuciones, homilías, encíclicas y cartas pastorales— donde se condenaba las pestes que eran, modernamente, el socialismo y el comunismo, tan ásperamente combatidas por su rigurosa y clara prosa latina, como las sociedades clandestinas (era decir: todos los francmasones), las “sociedades bíblicas” (aviso a los Estados Unidos de América), y, en general, los muchos núcleos clérico-liberales que harto asomaban la oreja en aquellos días. El escándalo promovido por el Syllabus había sido de tal magnitud que el mismo Napoleón III, poco sospechoso de liberalismo, había hecho lo imposible por impedir su difusión en Francia, donde medio clero, asombrado de tanta intransigencia, condenaba la encíclica preparatoria, Quanta Cura, por excesivamente intolerante y radical ¡Oh, bien pálida en su condena de todo liberalismo religioso, si se la comparaba con los casi bíblicos improperios del Papa Urbano, tan fieramente apoyados por la dominica de Siena, cuya figura le evocaba hoy, por segunda vez, el bordón de Santa Maria sopra Minerva! El Syllabus había madurado lentamente en su espíritu desde que, en sus andanzas por tierras americanas, hubiese podido comprobar el poder proliferante de ciertas ideas filosóficas y políticas para las cuales no existían fronteras de mar ni de montañas. Lo había visto en Buenos Aires, y lo había visto, tras de la cordillera andina, durante aquel viaje, ya lejano, tan rico en provechosas enseñanzas, que con suave y dolorida tenacidad le hubiese desaconsejado, sin embargo, su santa madre, la condesa Antonia Cattarina Solazzi, esposa ejemplar de aquel padre altivo, recto y austero, conde Girolamo Mastaï-Ferretti, a quien el niño debilucho y endeble que él hubiese sido veía aún, imponente y severo, luciendo sus envidiadas galas de gonfalonero de Senigallia… En la paz recobrada de aquel día iniciado en pompas y esplendor de ceremonias, el cristalino nombre de Senigallia venía a armonizarse con el muy lejano coro de los esquilones romanos, trayéndole recuerdos de las ruedas entre toques de campanas que, asidas de la mano, bailaban en el traspatio de la vasta casa solariega sus hermanas mayores, de tan lindos nombres: Maria Virginia, Maria Isabella, Maria Tecla, Maria Olimpia, Cattarina Juditta, todas con voces frescas y alborotosas cuyo timbre, guardado en la memoria del oído, le hicieron presentes, de pronto, aquellas otras voces, también voces niñas, unidas en el villancico ingenuo, escuchado al inicio de unas borrascosas navidades, en la tan distante, tan distante y sin embargo tan recordada ciudad de Santiago de Chile:

Alejo Carpentier. Fue un escritor cubano y francés que se destacó por su obra literaria de corte barroco y realista mágico. Nació en Lausana, Suiza, el 26 de diciembre de 1904, hijo de un arquitecto francés y una pianista rusa. Su familia se trasladó a Cuba cuando él era muy pequeño y allí creció en contacto con la cultura y la música del país.

Desde joven se interesó por la literatura y la musicología, y colaboró en varias revistas culturales. En 1928 fue encarcelado por sus actividades políticas contra la dictadura de Gerardo Machado y al salir se exilió en París, donde entró en contacto con el movimiento surrealista. Allí escribió su primera novela, Ecué-Yamba-O, publicada en 1933.

En 1939 regresó a Cuba y trabajó como periodista y profesor. En 1944 se mudó a Venezuela, donde vivió hasta 1959. Durante este período escribió algunas de sus obras más importantes, como El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953) y El siglo de las luces (1962). Estas novelas reflejan su visión de la historia y la cultura latinoamericanas, así como su uso de lo que él llamó "lo real maravilloso", una forma de integrar lo fantástico y lo mítico con lo real.

En 1959 regresó a Cuba tras el triunfo de la Revolución y ocupó varios cargos diplomáticos y culturales. En 1966 fue nombrado embajador en Francia, donde residió hasta su muerte el 24 de abril de 1980. Entre sus últimas obras se encuentran El recurso del método (1974), Concierto barroco (1974) y El arpa y la sombra (1979). Recibió numerosos premios y reconocimientos, entre ellos el Premio Cervantes en 1977.

Alejo Carpentier fue un autor innovador y original, que supo fusionar su erudición con su imaginación para crear una obra rica y diversa, que influyó en muchos escritores posteriores. Su legado es parte fundamental de la literatura hispanoamericana del siglo XX.