El Chancellor

Resumen del libro: "El Chancellor" de

Cuando los pasajeros del Chancellor descubren que su barco está ardiendo, aún no son capaces de imaginar los horrores que les aguardan.

Verne, gran admirador de Poe, quiso escribir un relato de tal crueldad, que recordara La narración de A. G. Pym. «Le llevaré un volumen de un realismo espantoso —escribió a su editor—. Creo que la balsa de La Medusa no ha producido nada tan terrible».

Con el estilo cortado propio de un diario, uno de los náufragos cuenta las torturas que padecen en una balsa perdida en el océano. Pero, como es habitual en Verne, siempre hay personajes cuya inocencia y heroísmo alcanzan límites increíbles.

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Diario del pasajero J. R. Kazallon

I

CHARLESTON, 27 de septiembre de 1869: Zarpamos del muelle de la Batería a las tres de la tarde, con la marea alta. El reflujo nos lleva rápidamente hacia mar abierta. El capitán Huntly manda izar las velas altas y bajas, y la brisa del norte empuja al Chancellor a través de la bahía. Pronto rebasamos el fuerte Sumter, y las baterías rasantes de la costa quedan a nuestra izquierda. A las cuatro el canal, por donde sale la rápida corriente del reflujo, abre paso al navío. Pero la alta mar se encuentra todavía lejos, y para alcanzarla es necesario atravesar los estrechos pasos que las mareas han abierto entre los bancos de arena. El capitán Huntly se introduce, por tanto, en el canal del suroeste y arrumba el faro de la punta por el ángulo izquierdo del fuerte Sumter. Las velas del Chancellor están viradas para ceñir, y a las siete de la tarde la última punta arenosa de la costa es perlongada por nuestro navío, el cual, viento en popa, se lanza hacia el Atlántico.

El Chancellor, hermoso tres palos de vela cangreja y novecientas toneladas, pertenece a la acaudalada firma de los hermanos Leard, de Liverpool. Es un navío de dos años, forrado y remachado con cobre, entablado con madera de teca, y cuyos mástiles bajos, salvo el palo de mesana, son de hierro, al igual que el aparejo. Este sólido y fino navío, catalogado de primera clase por la Veritas, realiza en este momento su tercer viaje entre Charleston3 y Liverpool. Al dejar a popa los pasos de Charleston se arría el pabellón británico, pero, al ver aquel navío, ningún marino podría equivocarse sobre su origen: es realmente lo que aparenta ser, es decir, inglés desde la línea de flotación hasta la punta de los mástiles.

He aquí por qué he tomado pasaje a bordo del Chancellor, que regresa a Inglaterra.

No existe ningún servicio directo de navíos de vapor entre Carolina del Sur y el Reino Unido. Para embarcarse en una línea transoceánica es necesario o bien subir hasta el norte de los Estados Unidos, a Nueva York, o bien descender hacia el sur, a Nueva Orleáns. Entre Nueva York y el Viejo Continente funcionan diversas líneas, inglesa, francesa, hamburguesa, y un Scotia, un Pereire, un Holsatia me habrían conducido rápidamente a mi destino. Entre Nueva Orleáns y Europa, los barcos de la National Steam navigation Co., que se incorporan a la línea trasatlántica francesa de Colón y Aspinwall, realizan travesías muy rápidas. Pero, al recorrer los muelles de Charleston, vi el Chancellor. El Chancellor me gustó, y no sé qué instinto me empujó a bordo de este navío, cuyas instalaciones son confortables. Por otra parte, la navegación a vela, cuando se ve favorecida por el viento y la mar —casi tan rápida como la navegación a vapor— es preferible por todos los conceptos. A principios de otoño, y en aquellas latitudes ya bajas, el tiempo todavía era bueno. Me decidí, por tanto, a tomar pasaje en el Chancellor.

¿He hecho bien o mal? ¿Tendré que arrepentirme de mi determinación? El futuro me lo dirá. Yo redacto estas notas día a día, y en el momento en que las escribo sé tanto como los que leen este diario, si es que este diario llega a tener lectores algún día.

II

18 de septiembre: He dicho que el capitán del Chancellor se apellida Huntly (su nombre es John-Silas). Es un escocés de Dundee, de cincuenta años de edad, que tiene la reputación de ser un hombre con gran experiencia del Atlántico. Su talla es mediana, sus hombros estrechos, su cabeza es pequeña y, por costumbre, la tiene algo inclinada hacia la izquierda. Sin ser un fisonomista de primer orden, me parece que ya puedo juzgar al capitán Huntly, pese a que no le conozco más que desde hace unas cuantas horas.

Que Silas Huntly tenga la reputación de ser un buen marino, que conozca perfectamente su profesión, no lo pongo en duda; pero que este hombre posea un carácter fuerte, una energía física y moral a toda prueba, ¡no!, eso no es admisible.

En efecto, la actitud del capitán Huntly es torpe, y su cuerpo presenta cierto decaimiento. Es indolente, y se nota en la indecisión de su mirada, en el movimiento pasivo de sus manos, en la oscilación que lo lleva lentamente de una pierna a la otra. No es, no puede ser un hombre enérgico, ni siquiera un hombre terco, puesto que sus ojos no se contraen, su mandíbula es fláccida, sus puños no tienden habitualmente a cerrarse. Además, noto que tiene un aspecto muy especial, sobre el que no sabría manifestarme todavía, pero que observaré con la atención que se merece el comandante de un navío, ¡aquel que se llama «el amo después de Dios»!

Pero, si no me equivoco, entre Dios y Silas Huntly hay a bordo otro hombre que me parece destinado, si llegase el caso, a desempeñar un papel muy importante. Se trata del segundo del Chancellor, al que todavía no he estudiado con detenimiento, por lo que me reservo para más adelante hablar de él.

La tripulación del Chancellor se compone del capitán Huntly, del segundo, Robert Kurtis, del teniente Walter, de un bosseman, y de catorce marineros, ingleses o escoceses; es decir, de dieciocho marinos, lo que es más que suficiente para la maniobra de un tres palos de novecientas toneladas. Estos hombres tienen aspecto de conocer perfectamente su oficio. Y todo lo que puedo afirmar hasta este momento es que, a las órdenes del segundo, han maniobrado hábilmente a través de los pasos de Charleston.

Completo la enumeración de las personas embarcadas a bordo del Chancellor citando al maestresala, Hobbart, al cocinero negro, Jynxtrop, y facilitando la lista de los pasajeros.

Los pasajeros son en total ocho, contándome a mí mismo. Apenas los conozco, pero la monotonía de una travesía, los incidentes de cada día, el codeo cotidiano de las personas encerradas en un espacio reducido, esa necesidad tan natural de intercambiar ideas, la curiosidad innata del corazón humano, todo ello nos habrá acercado muy pronto. Hasta ahora, el jaleo del embarque, la instalación en los camarotes, las medidas que necesita un viaje cuya duración puede oscilar entre los veinte y los veinticinco días, así como otras varias ocupaciones, nos han mantenido alejados a los unos de los otros. Ayer y hoy ni siquiera se han presentado todos los comensales a la mesa de la camareta, y tal vez algunos de ellos se hayan sentido un poco mareados. Así pues, no los he visto a todos, pero sé que entre los pasajeros hay dos damas que ocupan los camarotes de popa, cuyas ventanas se abren en el espejo de popa del navío.

Además, he aquí la lista de los pasajeros, tal y como la he recogido en el registro del navío:

El señor y la señora Kear, americanos, de Buffalo.
La señorita Herbey, inglesa, señorita de compañía de la señora Kear.
El señor Letourneur y su hijo, André Letourneur, franceses, de El Havre.
William Falsten, un ingeniero de Manchester, y John Ruby, un hombre de negocios de Cardiff, ambos ingleses.
J. R. Kazallon, de Londres, el autor de estas notas.

El Chancellor – Julio Verne

Julio Verne. Escritor francés, fue uno de los grandes autores de las novelas de aventuras y ciencia ficción del siglo XIX. Destaca por su capacidad de anticipación tecnológica y social, que le ha llevado a ser considerado como uno de los padres del género de la literatura de ciencia ficción y la "moderna" novela de aventuras de su época, prediciendo muchos de los inventos tecnológicos del siglo XX en sus obras.

Nacido en una familia adinerada y siendo el mayor de cinco hermanos, Verne disfrutó de una buena educación y ya de joven comenzó escribir narraciones y relatos, sobre todo de viajes y aventuras. Tuvo una relación conflictiva con su padre debido a su gran autoridad, llegando a no volver a visitar su hogar al alcanzar independencia económica. Debido a su prematuro enamoramiento no correspondido por su prima a los once años, desarrolló una gran aversión hacia las mujeres. No fue hasta 1857 que se casó con una viuda rica, madre de dos hijas, y cuatro años después tuvieron su único hijo juntos, Michael Verne.

Antes de ingresar a la universidad, estudió Filosofía y Retórica en el Liceo de Nantes. Posteriormente, viajó a París y se licenció en Derecho. En 1848 escribió sonetos y algunos libretos de teatro y conoció a la familia Dumas, la cual influenció mucho en sus futuras obras y le ayudó a difundirlas. En 1849 aprobó la tesis doctoral de Derecho pero se decidió por la escritura consiguiendo la decepción y aversión de su padre que quería que ejerciera como abogado.

Verne se dedicó a la literatura pese a no contar con apoyo económico alguno, lo que minó su salud gravemente. Sus primeras obras no tuvieron mucho éxito, por lo que tuvo que compaginar su pasión por la escritura con la docencia para sobrevivir. Emprendió varios oficios como secretario o agente de bolsa antes de poder vivir de sus escritos.

A partir de 1850 comenzó a publicar y trabajar en el teatro gracias a la ayuda de Alejandro Dumas. Sin embargo, es con su viaje de 1859 a Escocia que Verne inicia un nuevo camino gracias a su serie de los Viajes extraordinarios, de los que destaca Cinco semanas en globo o La vuelta al mundo en 80 días. El éxito de las novelas de Verne fue en aumento y con el apoyo de su amigo y editor Hetzel tuvo grandes ventas. Verne era un auténtico adicto al trabajo, pasaba días y días escribiendo y revisando textos.

En 1886 Verne fue atacado por su sobrino, con el cual tenía una relación cordial, sin motivo alguno. Este ataque le causó graves heridas, provocándole una cojera de la que no se recuperaría. Después de esto, y de la muerte de su madre y de su amigo y editor, Verne publicó sus últimas obras con un toque más sombrío que la alegre aventura de sus inicios. En 1888 fue elegido concejal del Ayuntamiento de la ciudad de Amiens, ejerciendo el cargo por 15 años.

Julio Verne murió en Amiens el 24 de marzo de 1905 con 77 años. Tras su muerte, su hijo Michael Verne siguió publicando algunas obras bajo el nombre de su padre, lo que ha creado cierta confusión en la autoría de algunos libros.

Sus novelas han sido y siguen siendo publicadas y traducidas en todo el mundo, siendo uno de los autores más traducidos de la historia. Títulos tan famosos como De la Tierra a la Luna, Viaje al Centro de la Tierra, 20.000 leguas de viaje submarino, Miguel Strogoff, Escuela de Robinsones... hacen de Verne un clásico atemporal de la novela de aventuras y ciencia ficción, con muchas de sus obras adaptadas al cine y la televisión.