El hombre eterno

Resumen del libro: "El hombre eterno" de

El hombre eterno es un libro de G. K. Chesterton que explora la historia de la humanidad desde una perspectiva cristiana. El autor divide el libro en dos partes: la primera se llama «En el principio» y trata sobre las civilizaciones antiguas y el origen del hombre; la segunda se llama «El hombre llamado Cristo» y trata sobre la vida y el significado de Jesús de Nazaret.

Chesterton defiende que el hombre es una criatura única y especial, que no se puede reducir a un mero producto de la evolución o de la cultura. El hombre tiene una naturaleza dual, compuesta de cuerpo y alma, que le permite trascender el mundo material y aspirar a lo divino. El hombre también tiene una vocación universal, que es la de buscar la verdad y el bien.

El autor sostiene que el cristianismo es la religión que mejor expresa y satisface la naturaleza y la vocación del hombre. El cristianismo no es una invención humana, sino una revelación divina, que se basa en los hechos históricos de la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo. El cristianismo no es una doctrina abstracta, sino una persona viva, que es Cristo mismo.

Chesterton critica las ideologías modernas que pretenden negar o reemplazar al cristianismo, como el paganismo, el budismo, el islamismo, el racionalismo, el materialismo o el relativismo. Estas ideologías son incompletas o falsas, porque ignoran o contradicen algún aspecto esencial de la realidad humana o divina. El cristianismo, en cambio, es completo y verdadero, porque abarca y armoniza todos los aspectos de la realidad.

El libro de Chesterton es una obra maestra de la apologética cristiana, que combina erudición, ingenio y belleza literaria. El autor demuestra su profundo conocimiento de la historia, la filosofía y la teología, así como su capacidad para exponer sus ideas con claridad, humor y elegancia. El libro es un desafío intelectual y espiritual para el lector moderno, que lo invita a reconsiderar su visión del mundo y su relación con Dios.

Libro Impreso

I

El hombre de las cavernas

Allá lejos, en alguna extraña constelación celeste infinitamente remota, existe una diminuta estrella que los astrónomos quizá lleguen un día a descubrir. Hasta ahora, al menos, no me ha parecido observar en el rostro o en la actitud de la mayoría de los astrónomos ningún signo manifiesto de haberla descubierto, aunque de hecho estuvieran caminando sobre ella todo el tiempo. Se trata de una estrella capaz de engendrar por sí misma plantas y animales de muy diversos géneros, entre los cuales el más curioso es el de los hombres de ciencia. Así es como empezaría yo una historia del mundo si hubiera de seguir la costumbre científica de comenzar con un relato del universo. Trataría de ver la tierra desde fuera, no desde la reiterada perspectiva de su posición relativa con respecto al sol, sino imaginando cómo vería las cosas un espectador que no habitara en nuestro mundo. Pero, por otra parte, no creo que salirse del ámbito de lo humano sea el mejor procedimiento para estudiar la humanidad. No soy partidario de insistir en distancias que se supone empequeñecen el mundo, de la misma manera que creo que hay algo de vulgar en burlarse de una persona por su tamaño. Y puesto que no es factible esa primera idea que pretende hacer de la tierra un planeta extraño para darle importancia, no buscaré hacerla pequeña para convertirla en algo insignificante. Me gustaría insistir más bien en que ni siquiera sabemos si se trata de un planeta, en el mismo sentido en que sí sabemos que se trata de un lugar, y un lugar verdaderamente extraordinario. Éste es el enfoque que pretendo aplicar desde el principio: un planteamiento no tanto astronómico como de carácter familiar.

Una de mis primeras aventuras o desventuras periodísticas giró en torno a un comentario sobre Grant Allen, autor de un libro sobre la evolución de la idea de Dios. Se me ocurrió señalar que sería mucho más interesante si Dios escribiera un libro acerca de la evolución de la idea de Grant Allen, a lo que el editor replicó que mi observación era blasfema, lo que naturalmente me resultó muy divertido. La gracia del asunto estaba en que nunca se había parado a pensar que el título de aquel libro sí que era realmente blasfemo, pues traducido al inglés venía a significar algo así como: «Les mostraré cómo la absurda concepción de la existencia de Dios se extendió entre los hombres». Mi observación era absolutamente piadosa, reconociendo el designio divino aun en sus manifestaciones aparentemente más oscuras o insignificantes. En aquella ocasión aprendí, entre otras muchas cosas, que la fonética tiene mucho que ver con esa especie de agnosticismo reverencial. El editor no había apreciado ese punto porque en el título del libro la palabra larga venía al principio y la breve al final, mientras que en mi observación la palabra corta iba al principio y eso le produjo una especie de conmoción. Con frecuencia he observado cómo, al poner en una misma frase la palabra «Dios» junto a la palabra «perro», la gente reacciona como si recibiera un balazo. Pero decir que Dios creó al perro o que el perro creó a Dios parece no tener importancia. De hecho, es una de las estériles discusiones de los teólogos más sutiles. Pero mientras empieces por una palabra larga como evolución, el resto pasará inadvertidamente de largo. Muy probablemente, el editor no había leído el resto del título, tratándose de un título tan largo y siendo él un hombre muy ocupado.

La anécdota, por otra parte, ha permanecido siempre en mi memoria como una especie de parábola. La mayoría de las historias acerca de la humanidad comienzan con la palabra evolución y con una exposición bastante prolija de la misma, en gran parte por la misma razón que se daba en la anécdota.

Hay un algo de lentitud, de moderación y de gradual en la palabra y aun en la misma idea. De hecho, aplicada a los hechos primitivos, no resulta una palabra muy práctica o una idea muy provechosa. Nadie es capaz de imaginar cómo de la nada pudo surgir algo. Nadie se encontrará un solo centímetro más cerca de imaginarlo por el hecho de explicar cómo algo puede convertirse en otra cosa. Realmente, es mucho más lógico empezar diciendo: «En el principio, un poder inimaginable dio lugar a un proceso inimaginable». Pues Dios es, por su misma naturaleza, un nombre que encierra misterio, y a nadie se le ocurrió imaginar cómo pudo ser creado el mundo, cómo no se le pasó por la cabeza la posibilidad de que él mismo pudiera crearlo. Pero el término evolución no es realmente acertado para dar una explicación. Tiene la desgraciada cualidad de dejar en muchas inteligencias la impresión de que entienden lodo, por lo mismo que muchos de ellos viven en un mundo ilusorio tras haber leído el Origen de las Especies.

La idea de ese acontecer moderado y lento, como la ascensión de una ladera, constituye gran parte de la ilusión. Es algo ilógico, al mismo tiempo que una ilusión, pues la lentitud nada tiene que ver con el asunto. Un suceso no es más o menos comprensible en función del tiempo que tarde en producirse. Para un hombre que no cree en los milagros, un milagro lento será tan increíble como uno repentino. Con un simple toque de varita, Circe la hechicera podría haber convertido en cerdos a los marineros, pero no resultaría menos impactante que un marino amigo nuestro fuera convirtiéndose paulatinamente en un cerdo con sus pezuñas y su rabo rizado. Este hecho podría considerarse incluso más estremecedor y misterioso. De igual forma, podría entenderse que un mago medieval echara a volar desde lo alto de una torre, pero si viéramos a un anciano campando a sus anchas por el aire con a ademán despreocupado, no dudaríamos en exigir una cierta explicación del hecho. A pesar de lodo, es fácil encontrar en el análisis racionalista de la historia esta curiosa y confusa idea de que las dificultades se evitan o los misterios se resuelven atribuyéndolos a un lento transcurrir del tiempo o a la presencia de algún elemento dilatorio. Tendremos oportunidad de ver algunos ejemplos más adelante. Lo que nos interesa ahora es esa falsa atmósfera de facilidad y comodidad creada por la mera aceptación de la idea de lentitud; la misma sensación de tranquilidad que se podría ofrecer a una nerviosa anciana que viajara por primera vez en un coche.

H. G. Wells se reconoció a sí mismo profeta y se puede decir que por lo que se refiere a esta cuestión, lo ha conseguido realmente a su propia costa. Es curioso que su primer libro de cuentos fuera una respuesta perfecta a su último libro de historia. La Máquina del Tiempo destruyó de forma anticipada todas las cómodas conclusiones fundadas en la mera relatividad del tiempo. En esta sublime fantasía, el protagonista ve crecer los árboles como verdes cohetes y extenderse la vegetación, visiblemente, como un verde incendio. O ve cruzar el sol de este a oeste sobre el cielo con la rapidez de un meteoro. Desde su punto de vista, las cosas eran lauto más naturales cuanto más acelerado era su desarrollo, mientras que a nuestros ojos las cosas resultan tanto más increíbles cuanto más lento es su proceso. Pero lo que importa, en último término, es conocer la causa de su movimiento. Por eso, todo el que realmente entienda este asunto, se dará cuenta de que detrás de ello ha habido y habrá siempre una cuestión religiosa o, al menos, filosófica o metafísica. Y, para resolverlo, no le servirá de respuesta que un cambio gradual se transforma en un cambio repentino, como quien pretendiera resolver el intrincado argumento de una película pasando las escenas a gran velocidad.

Ahora bien, para abordar estos problemas sobre la existencia del hombre primitivo, es necesario partir de su mismo espíritu. Al recrear la visión de las cosas primitivas, le pediría al lector que hiciera conmigo una especie de experimento de simplicidad. No me refiero a la simplicidad del ingenuo, sino a esa especie de claridad que percibe cosas que existen, como la vicia, más que palabras, como la evolución. Haremos girar, pues, la manivela de la máquina del tiempo un poco más rápido para contemplar el crecer de la hierba y el despuntar de los árboles hacia el cielo. De esta forma centraremos nuestra atención y se podrá hacer patente el resultado de todo el asunto. Todo lo que sabemos, puesto que no sabemos nada más, es que la hierba y los árboles crecen, y que suceden otras muchas cosas extraordinarias: existen unas criaturas extrañas que se mantienen en el aire por el batir de unas alas de formas fantásticas y variadas o que evolucionan con soltura bajo el peso de las poderosas aguas. Otras extrañas criaturas caminan a cuatro patas o, en el caso de la más extraña de todas ellas, sobre dos, Todo esto son realidades, no teorías, y comparado con ellas, la evolución, el átomo o incluso el sistema solar son puras teorías. Teniendo en cuenta que el tema abordado aquí es de historia y no de filosofía, únicamente es necesario señalar, en este sentido, que ningún filósofo niega que exista un misterio ligado a las dos grandes transiciones que se dan en la historia de la humanidad: el origen del universo y el origen de la vida. La mayoría de los filósofos posee la suficiente clarividencia para añadir a éstos un tercer misterio, ligado al mismo origen del hombre. En otras palabras, se construyó un tercer puente sobre un tercer abismo insondable en el momento en que aparecieron en el mundo lo que llamamos entendimiento y lo que llamamos voluntad. El hombre no es mero producto de una evolución sino más bien una revolución. Es un hecho innegable que tiene espinazo y otras partes de estructura semejante a los pájaros o a los peces, independientemente de lo que este hecho signifique. Pero si nos paramos a considerarlo como lo que era, un cuadrúpedo erguido sobre sus patas traseras, encontraremos lo que sigue mucho más fantástico y revolucionario que si se mantuviera erguido sobre la cabeza.

Escogeré un ejemplo que sirva de introducción a la historia del hombre. Servirá para ilustrar lo que quiero decir al afirmar que es necesaria una cierta simplicidad infantil para poder percibir la verdad que se encierra en los primeros barruntos de la humanidad. Servirá igualmente para reflejar lo que quiero decir cuando afirmo que una mezcla de ciencia divulgativa y jerga periodística han creado confusión acerca de los hechos primitivos, hasta el punto de no dejar ver cuál de ellos sucede en primer lugar. Y servirá también, aunque sólo sea de un modo ajustado a nuestro interés, para mostrar lo que quiero decir al hablar de la necesidad de distinguir las marcadas diferencias que dan forma a la historia, en vez de sumergirnos en todas esas generalizaciones acerca de la lentitud y la identidad. Es realmente necesario, como señala H. G. Wells, un «esbozo de la historia». Pero podemos arriesgarnos a decir, parafraseando unas palabras de Mantalini, que esta historia evolucionista o no tiene esbozo o se trata de un esbozo imaginario. Nuestro ejemplo servirá en último caso para ilustrar la afirmación de que cuanto más miremos al hombre como animal, menos parecido le encontraremos.

Hoy en día no es difícil encontrar, en cualquier novela o en cualquier periódico, innumerables alusiones a un popular personaje conocido como el hombre de las cavernas. Su figura nos resulta bastante familiar, tanto en el aspecto público como en el privado. Su psicología constituye un serio objeto de estudio tanto para la novela psicológica como para los tratados médicos sobre la materia. Por lo que alcanzo a entender, su principal ocupación en la vida consistía en golpear a su esposa o en tratar a las mujeres en general con cierta violencia. Nunca me he topado con ninguna evidencia que corrobore esta idea y no sé en qué periódicos primitivos o en qué procesos prehistóricos de separación pueden estar fundados. Ni tampoco me explico, como ya indiqué en otro lugar, por qué habría de ser así, ni siquiera considerado como un a priori. Continuamente se arguye, sin ningún tipo de explicación o autoridad, que el hombre primitivo agarraba un palo y golpeaba a la mujer antes de llevarla consigo. Pero que aquellas mujeres insistieran en la necesidad de ser golpeadas antes de consentir que las llevasen consigo sugiere una enfermiza actitud de abandono y modestia por parte de la mujer. Y vuelvo a repetir que no acabo de entender por qué, siendo el hombre tan rudo, la mujer habría de ser tan retinada. El hombre de las cavernas puede haber sido bruto, pero no hay razón por la que hubiera de ser más brutal que los animales. Y no parece que el idilio amoroso de las jirafas o los hipopótamos del río se llevara a cabo con alguna de estas trifulcas o peleas preliminares. Puede que el hombre de las cavernas no fuera mejor que el oso de las cavernas, pero la cría del oso, aun manifestando grandes dotes para el canto, no parece mostrar ninguna tendencia a la soltería. Resumiendo, estos detalles de la vida doméstica de las cavernas me dejan perplejo ante el dilema de una hipótesis revolucionaria o estática. Y me gustaría contar con alguna prueba de aquello, pero desgraciadamente no he podido encontrarla. Lo más curioso es esto: que mientras diez mil lenguas chismosas de carácter más o menos científico o literario parecen hablar al mismo tiempo de este desafortunado individuo a quien se ha dado en llamar hombre de las cavernas, el único elemento razonable y relevante que nos permite hablar de él como hombre de las cavernas, curiosamente, ha sido olvidado. La gente ha abusado de la holgura de este término, utilizándolo de veinte formas diferentes, todas ellas igualmente imprecisas, sin que ninguno se haya detenido una sola vez a considerar el término por lo que realmente se podría extraer de su significado.

De hecho, se han interesado por todo lo que se refiere al hombre de las cavernas, menos por lo que hizo en la cueva, existen pruebas reales de lo que allí realizó. Son bastante escasas, como ocurre con todas las huellas de la prehistoria, pero guardan una relación directa con el auténtico hombre de las cavernas y su garrote. Y el simple hecho de considerar dicha evidencia, sin necesidad de ir más allá, constituirá un valioso material en nuestra percepción de la realidad. Lo que se encontró en la cueva no fue el garrote, el horrible palo ensangrentado, cubierto de tantas muescas como mujeres fueron objeto de algún impacto, La cueva no era la cámara de ningún sanguinario pirata, llena de esqueletos de esposas asesinadas, o abarrotada de cráneos femeninos, alineados y resquebrajados como si fueran huevos. Era algo que tenía poco que ver, de una forma u otra, con las frases modernas y las implicaciones filosóficas y literarias que lo complican todo para que no podamos entender. Si deseamos contemplar el verdadero escenario del amanecer del mundo tal como en realidad es, lo mejor será imaginarnos la historia de su descubrimiento como una leyenda de la tierra de la mañana. Exponer aquel descubrimiento con la misma sencillez con la que se cuenta cómo los héroes encontraron el Vellocino de Oro o el Jardín de las Hespéridos. Quizás así podríamos escapar de esa nebulosa de teorías polémicas que se cierne sobre los colores claros y los perfiles limpios de dicho amanecer. Los viejos poetas épicos sabían contar historias que podrían resultar increíbles pero que nunca se enmarañaban o deformaban, para tratar de ajustarlas a teorías o filosofías inventadas siglos después. Convendría que los investigadores modernos relataran sus descubrimientos con el estilo narrativo sencillo de los primeros viajeros, evitando toda esa reata de largas palabras, llenas de connotaciones y sugerencias irrelevantes. Entonces sí que podríamos hacernos una idea cabal de lo que sabemos acerca del hombre de las cavernas o, en todo caso, de la cueva.

Hace algún tiempo, un sacerdote y un muchacho se introdujeron por el hueco de una montaña. Encontrándose con una especie de túnel continuaron hasta llegar a un auténtico laberinto, formado por recónditos pasillos que, con frecuencia, se hallaban sellados por la roca. Se deslizaron por grietas casi infranqueables. Se arrastraron por cavidades más propias de topos que de otra cosa. Se precipitaron por simas, con tan poca esperanza de salvación que podrían considerarse enterrados en vida, planteando serias dudas sobre la promesa de alcanzar la resurrección. Así, podríamos describir una aventura típica emprendida con ánimo de exploración. Pero lo que se necesita aquí es que alguien exponga estas historias a la luz de su verdad primigenia, lejos de los tópicos habituales. Hay un hecho curiosamente simbólico, por ejemplo, en la circunstancia de que los primeros en introducirse en ese mundo subterráneo fueran un sacerdote y un muchacho, los arquetipos de la antigüedad y de la juventud del mundo. Y llegados a este punto, me interesa aún más el simbolismo del muchacho que el del sacerdote. A cualquiera que recuerde su infancia no le será difícil sumergirse como Peter Pan bajo las raíces de los árboles y hundirse más y más, hasta alcanzar lo que William Morris denominaba las mismas raíces de las montañas. Imaginemos a alguien, con ese sencillo e intachable realismo que forma parte de la inocencia, llevando a cabo ese viaje hasta el final, no para ver lo que sería capaz de deducir o demostrar en alguna turbia controversia de semanal divulgativo, sino simplemente para ver lo que aquello podría ofrecerle a la vista. Aquella cueva parecería tan alejada de la luz como la legendaria cueva de Domdaniel, que se encontraba bajo la superficie del mar. La secreta concavidad de la roca, al ser iluminada tras una larga noche de incontables siglos, revela en sus paredes unos perfiles grandes y extensos de colores terrosos muy diversos. Y, al seguir las líneas de aquellos contornos, reconoce, a través de aquel vasto y vacío transcurrir de los tiempos, el movimiento y el gesto de la mano de un hombre. Son dibujos o pinturas de animales; realizados no sólo por la mano de un hombre sino por la de un artista. Dentro de las limitaciones de lo arcaico, aquellos dibujos muestran la tendencia de una línea alargada, amplia y vacilante que todo hombre que haya dibujado o intentado dibujar reconocerá siempre; y que cualquier artista defenderá siempre ante la crítica del científico. Allí se muestra patente el espíritu experimental y aventurero del artista; el mismo espíritu que no se arredra ante las dificultades sino que las afronta. Como esa escena del ciervo volviendo la cabeza, en un gesto familiar en el caballo. ¡Cuántos pintores modernos tendrían dificultades para representar esta escena! Muchos otros detalles parecidos denotan el interés y el placer con que el artista debió de haber observado a los animales. En este sentido podríamos decir que se trataba no sólo de un artista sino de un naturalista; el tipo de naturalista que busca reflejar fielmente lo natural.

No es necesario señalar más que de pasada, que nada hay en el ambiente de esa cueva que induzca a pensar en la triste y pesimista atmósfera de la periodística cueva de los vientos, que sopla y ruge sobre nosotros con incontables ecos relativos al hombre de las cavernas. En cuanto que tales indicios del pasado nos inducen a pensar en un individuo humano, el personaje que se presenta a nuestros ojos es un personaje muy humano e incluso humanizado. No se trata ciertamente de un personaje inhumano, como la idea que defiende la ciencia popular. Cuando novelistas, educadores y psicólogos de toda clase hablan del hombre de las cavernas, nunca lo hacen basándose en ningún elemento que se encuentre realmente en la cueva. Cuando el novelista escribe: «El cerebro de Dagmar ardía en chispas y sentía el espíritu del hombre de las cavernas alzarse en su interior», los lectores se sentirían muy decepcionados si la reacción de Dagmar fuera sencillamente la de levantarse y ponerse a dibujar grandes figuras de vacas en la pared de su habitación. Cuando el psicoanalista describe a un paciente: «Los instintos ocultos del hombre de las cavernas le están incitando, sin duda alguna, a satisfacer un impulso violento», no se refiere al impulso de pintar con acuarela o de hacer estudios concienzudos de cómo el ganado mueve la cabeza cuando pasta. Sin embargo, sabemos por un hecho real que el hombre de la cueva hizo estas cosas humildes e inocentes y no tenemos la menor prueba de que se dedicara a hacer acciones violentas y feroces. En otras palabras, el hombre de las cavernas, tal y como se lo presenta habitualmente, es simplemente un mito o más bien un engaño, pues el mito cuenta al menos con un perfil imaginario de verdad. Todos los modos de hablar actuales están impregnados de confusión y de equívoco, sin fundamento en ningún tipo de evidencia científica y con el único valor de servir como excusa para un humor muy moderno de anarquía. Si alguna persona deseara golpear a una mujer, se la podría tildar de sinvergüenza sin necesidad de buscar una analogía con el hombre de las cavernas, sobre quien no sabemos más que lo que podemos deducir de unas agradables e inofensivas pinturas en una pared.

El hombre eterno: G. K. Chesterton

G. K. Chesterton. (Campden Hill, 1874 - Londres, 1936) Crítico, novelista y poeta inglés, cuya obra de ficción lo califica entre los narradores más brillantes e ingeniosos de la literatura de su lengua. El padre de Chesterton era un agente inmobiliario que envió a su hijo a la prestigiosa St. Paul School y luego a la Slade School of Art; poco después de graduarse se dedicó por completo al periodismo y llegó incluso a editar su propio semanario, G.Ks Weekly.

Desde joven se sintió atraído por el catolicismo, como su amigo el poeta Hilaire Belloc, y en 1922 abandonó el protestantismo en una ceremonia oficiada por su amigo el padre O´Connor, modelo de su detective Brown, un cura católico inventado años antes.

Además de poesía (El caballero salvaje, 1900) y excelentes y agudos estudios literarios (Robert Browning, Dickens o Bernard Shaw, entre 1903 y 1909), este conservador estetizante, similar al mismo Belloc o al gran novelista F. M. Ford, se dedicó a la narrativa detectivesca, con El hombre que fue Jueves, una de sus obras maestras, aparecida en 1908.

A partir de 1911 empezaron las series del padre Brown, inauguradas por El candor del padre Brown, novelas protagonizadas por ese brillante sacerdote-detective que, muy tempranamente traducidas al castellano por A. Reyes, consolidaron su fama. De hecho, Chesterton inventó, como lo haría un poco más tarde T. S. Eliot o E. Waugh, una suerte de nostalgia católica anglosajona que celebraba la jocundia medieval y la vida feudal, por ejemplo, en Chaucer (a quien dedicó un ensayo), mientras que abominaba de la Reforma protestante y, sobre todo, del puritanismo.

Maestro de la ironía y del juego de la paradoja lógica como motor de la narración, polígrafo, excéntrico, orfebre de sentencias de deslumbrante precisión, en su abundantísima obra (más de cien volúmenes) aparecen todos los géneros de la prosa, incluido el tratado de teología divulgativo y de gran poder de persuasión.

Los ya citados relatos del padre Brown siguen la línea de Arthur Conan Doyle, mientras que los dedicados a un investigador sedente, el gordo y plácido Mr. Pond (literalmente "estanque"), inauguraron la tradición de detectives que especulan sobre la conducta humana a través de fuentes indirectas, desde Nero Wolf hasta Bustos Domecq, el policía encarcelado que forjaron Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, dos de los lectores más devotos que Chesterton ha tenido en el siglo XX.