El hombre que sabía demasiado

Resumen del libro: "El hombre que sabía demasiado" de

«El hombre que sabía demasiado» es una compilación de relatos escritos por el renombrado autor G. K. Chesterton, que ha dejado una marca indeleble en la literatura, especialmente para Jorge Luis Borges, quien lo admiraba profundamente. Borges considera a Chesterton como un consumado maestro en la creación de cuentos fantásticos, destacando su capacidad única para tejer narrativas que fusionan imaginación visual y una cualidad divinamente pueril. A lo largo de las páginas de esta obra, Chesterton presenta al lector a Horne Fisher, un personaje excepcional que ejerce como funcionario del Imperio.

Horne Fisher, el protagonista, se encuentra inmerso en una serie de misteriosos asesinatos a lo largo de su vida profesional. Sin embargo, lo que hace que esta colección sea especialmente cautivadora no es solo el misterio en sí, sino la profunda exploración que realiza Chesterton sobre la naturaleza de la verdad y la realidad que subyace bajo las apariencias. Cada uno de los relatos revela capas de paradojas y revelaciones, donde la solución de los crímenes se revela como una búsqueda más allá de lo superficial y donde la moralidad y las complejidades de la sociedad juegan un papel crucial.

En estos relatos, Chesterton no solo se limita a crear tramas intrigantes, sino que también infunde en cada historia una crítica social y filosófica, utilizando el misterio como una herramienta para explorar las profundidades de la naturaleza humana y las contradicciones en la sociedad. Cada relato encierra una ingeniosa paradoja que desafía al lector a cuestionar sus propias percepciones y comprensión de la realidad.

Jorge Luis Borges, el gran escritor argentino, elogió enérgicamente a Chesterton por su destreza retórica y su habilidad para comunicar tanto la felicidad infantil como una especie de toque divino en su prosa. Borges elogia la originalidad y la elección consciente de Chesterton de mantener su propia voz distintiva en lugar de imitar a otros escritores famosos como Edgar Allan Poe o Franz Kafka. Borges reconoce que Chesterton podría haber seguido otros caminos literarios, pero en cambio, optó por ser simplemente él mismo: Chesterton.

En resumen, «El hombre que sabía demasiado» es una obra que combina la maestría en la narración de Chesterton con su aguda observación de la sociedad y la naturaleza humana. A través de la lente de Horne Fisher y sus encuentros con crímenes enigmáticos, Chesterton nos invita a explorar las capas ocultas de la realidad, cuestionando nuestras percepciones y reflexionando sobre las paradojas de la vida y la moralidad.

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El rostro en la diana

HAROLD March, el nuevo y renombrado periodista político, paseaba con aire decidido por una meseta en la que, desde hacía tiempo, se iban sucediendo por igual páramos y planicies, y cuyo horizonte se hallaba orlado por los lejanos bosques de la conocida propiedad de Torwood Park. Era un joven bien parecido, de pelo rubio y rizado y ojos claros, vestido con un traje de tweed. Inmerso en su feliz deambular a lo largo y ancho de aquel embriagador paisaje de libertad, Harold March era aún lo bastante joven como para tener bien presentes sus convicciones políticas y no simplemente para intentar olvidarlas a la menor ocasión. No en vano, su presencia en Torwood Park tenía precisamente un motivo político. Era el lugar de encuentro propuesto nada menos que por el Ministro de Hacienda, Sir Howard Horne, quien por entonces intentaba dar a conocer su denominado Presupuesto Socialista, el cual tenía la intención de exponer a cronista tan prometedor durante el transcurso de cierta entrevista que ambos tenían concertada. Harold March, por su parte, pertenecía a esa clase de hombres que saben todo lo que hay que saber sobre política pero nada acerca de los políticos, además de ser poseedor de unos notables conocimientos sobre arte, letras, filosofía y cultura general (acerca, en fin, de casi todo excepto del mundo en el que vivía).

Bruscamente, en medio de toda aquella soleada y ventosa llanura, se topó con una especie de grieta o hendidura en el terreno que apenas resultaba lo bastante estrecha como para recibir tal nombre. Tenía el tamaño justo para albergar el cauce de un pequeño arroyuelo que desaparecía a intervalos por entre verdes túneles de maleza que simulaban un bosque en miniatura. No en vano, aquella visión le hizo sentirse extraño, como si fuese un gigante que otease el valle de unos pigmeos. Sin embargo, cuando descendió a la cavidad, dicha impresión desapareció. Las rocosas márgenes, si bien apenas tan altas como una casa, pendían por encima de su cabeza formando un perfil parecido al de un precipicio. Cuando comenzó a caminar arroyo abajo, animado por una despreocupada pero romántica curiosidad, y vio el agua brillar en pequeños jirones por entre aquellos grandes cantos rodados grises y aquellos arbustos de aspecto tan suave que parecían grandes matas de musgo verde, se sintió transportado por su imaginación. Era como si la tierra se hubiese abierto y lo hubiese engullido hasta conducirlo a algún submundo de sueños. Y por fin, cuando advirtió la presencia de una figura humana, oscura contra la luz plateada del arroyo y sentada sobre un gran pedrusco como si de un enorme pájaro se tratara, le embargó el presentimiento de que estaba a punto de encontrarse con la amistad más extraña de toda su vida.

Aparentemente, el hombre se hallaba pescando o, al menos, absorto en la actitud de un pescador más inmóvil de lo habitual. March pudo examinarlo casi como si se tratase de una estatua que estuviera a punto de cobrar vida. Era alto, rubio, de aspecto algo lánguido y cadavérico, y en su rostro destacaban sus párpados pesados y su nariz prominente. Cuando la sombra de su blanco sombrero de ala ancha le cubría la cabeza, su fino bigote y su esbelta figura le conferían una apariencia juvenil, pero en aquel momento el panamá yacía a su lado, sobre el musgo, lo que le permitía apreciar al espectador una frente prematuramente calva. Esto, sumado a una apreciable flaccidez en la piel que le rodeaba los ojos, le daba cierto aire pensativo e incluso preocupado. No obstante, lo más curioso de todo en él, según podía descubrirse tras un somero examen, era que, aunque parecía un pescador, en realidad no estaba pescando.

En lugar de una caña de pescar llevaba consigo algo que muy bien podría haber sido un salabardo, como los que utilizan algunos pescadores, pero que se asemejaba más a una de esas redes comunes y corrientes con las que juegan los niños para capturar camarones o mariposas. Una y otra vez, el hombre sumergía la red, observaba con gran seriedad la porción de lodo y malas hierbas recogida con ella, y vaciaba su instrumento unos instantes más tarde.

—No, no he capturado nada —señaló tranquilamente, respondiendo a una pregunta que nunca le fue dirigida—. Siempre que lo hago, tengo que devolverlo al agua, especialmente si se trata de un pez gordo. Pero en cambio algunos de los animalillos más pequeños sí que me interesan cuando los cojo.

—Un interés científico, supongo —dijo March.

—De un tipo más bien de andar por casa, me temo —contestó el extraño pescador—. Uno de mis pasatiempos es lo que se ha dado en llamar el fenómeno de la fosforescencia. De otra manera, resultaría bastante embarazoso ir paseando por ahí cargado con un pescado hediondo, ¿no cree?

—Supongo que sí —dijo March con una sonrisa.

—Qué grotesco resultaría entrar en un lujoso salón cargado con un gran bacalao luminoso —continuó el extraño haciendo gala de una apática manera de expresarse—. Qué pintoresco sería que uno pudiese llevarlo por ahí como si se tratase de una linterna, o utilizar pequeños arenques como si fuesen velas. Algunas criaturas del mar resultarían verdaderamente bonitas si se emplearan como farolillos. El caracol marino de color azul, por ejemplo, que reluce como las estrellas. O incluso algunas estrellas de mar, que brillan como auténticas estrellas rojas. Claro que, naturalmente, no es eso lo que estoy buscando aquí.

March pensó en preguntarle qué era lo que estaba buscando, pero sintiéndose sin fuerzas para entablar una discusión de carácter técnico cuya profundidad resultaría, cuando menos, similar a la que alcanzan muchos seres marinos, decidió recurrir a temas más corrientes.

—Delicioso escondite éste —dijo—. Un pequeño valle con su río y todo. Es como uno de esos lugares de los que habla Stevenson en sus novelas, en los que siempre debería pasar algo.

—Lo sé —respondió el otro—. Creo que es porque el propio lugar, por así decirlo, parece ocurrir y no simplemente existir. Quizá sea eso lo que el bueno de Picasso y parte de los cubistas están siempre intentando expresar por medio de ángulos y líneas quebradas. Mire, por ejemplo, esa pared de ahí como si fuera un acantilado de escasa altura que sobresaliese hacia adelante en ángulo recto y que de repente descendiese bruscamente hacia esa ladera cubierta de césped. Es como una colisión silenciosa que representase la rompiente de una enorme ola seguida de la estela que va dejando tras de sí a su paso.

March miró el pequeño despeñadero que sobresalía de la verde pendiente y asintió con la cabeza. En su interior, pudo sentir cómo crecía su interés por aquel hombre que derivaba con tanta facilidad de los tecnicismos de la ciencia a los del arte, razón por la cual, sin tan siquiera pensarlo, le preguntó si admiraba a los nuevos artistas angulares.

—Según yo lo veo, los cubistas no son lo suficientemente cubistas —respondió el extraño—. Quiero decir que no son lo suficientemente profundos. Al convertir las cosas en algo matemático las hacen transparentes, triviales. Extraiga usted mismo las líneas vitales del paisaje, simplifíquelas hasta un mero ángulo recto y lo que conseguirá será reducirlas a un simple diagrama sobre el papel. Los diagramas poseen su propia belleza, aunque ésta sea de otra clase. Representan las cosas inalterables, ese tipo de verdades serenas, eternas, matemáticas…; lo que alguien, en fin, ha llamado el resplandor blanco de…

Calló de golpe porque, antes de que pudiera llegar a decir la siguiente palabra, ocurrió algo con demasiada rapidez como para que pudiera ser comprendido. Desde detrás de las rocas que sobresalían sobre sus cabezas llegó un estrépito similar al de un ferrocarril. Un instante más tarde, apareció un enorme automóvil. Negro contra el sol del fondo, rebasó la cresta del acantilado como un carro de batalla que se precipita a su destrucción en una última y desesperada hazaña. De manera automática, March extendió la mano en un ademán inútil, como si pretendiese coger al vuelo una taza que se hubiese caído en mitad del salón.

Durante un instante el vehículo simuló despegarse de la repisa de roca como si fuese una avioneta y, después de que el cielo pareciese girar sobre sí mismo como una rueda sobre su eje, acabó tumbado, hecho una ruina, en medio de la crecida vegetación situada al fondo, mientras una línea de humo gris comenzaba a ascender lentamente en el aire silencioso. Algo más abajo la figura de un hombre de cabello gris yacía al pie de la escarpada y verde pendiente con los miembros extendidos de cualquier manera y el rostro vuelto hacia un lado.

Dejando a un lado su red, el excéntrico pescador se encaminó apresuradamente hacia aquel lugar, seguido de cerca por su nuevo conocido. Mientras se acercaban, no pudieron evitar pensar que parecía haber algún tipo de monstruosa ironía en el hecho de que la máquina siniestrada se hallase todavía vibrando y atronando tan empecinadamente como una fábrica mientras el hombre permanecía completamente inmóvil.

Este último se hallaba incuestionablemente muerto. La sangre fluía por entre la hierba desde una herida mortal en la parte trasera del cráneo. Sin embargo, el rostro, que se hallaba vuelto hacia el sol y estaba intacto, resultaba extrañamente fascinante. Era éste uno de esos casos en los que una cara extraña se muestra inequívocamente familiar, uno de esos casos en los que tenemos la sensación de que deberíamos reconocerla aunque en realidad no sea así. Aquel rostro, en concreto, era ancho y cuadrado, dotado de una gran mandíbula que se diría más bien propia de un primate de intelecto muy desarrollado. La boca era ancha y estaba cerrada con tanta fuerza que se veía reducida a una simple línea. La nariz era corta, y las fosas nasales de esa clase que parecen estar siempre bostezando, como hambrientas de aire. No obstante, lo más extraño de todo era que una de las cejas se torcía hacia arriba formando un ángulo mucho más pronunciado que la otra. March pensó que, paradójicamente, nunca había visto un rostro tan pleno de vida como aquél, sensación ésta que se veía extrañamente reforzada a causa de la mata de pelo canoso que lo coronaba. Unas cuantas hojas de papel asomaban, semicaídas, por el bolsillo, y de entre ellas March extrajo una cajita con tarjetas. Leyó en voz alta el nombre que figuraba en una de ellas.

—«Sir Humphrey Turnbull». ¡Vaya!, estoy seguro de haber escuchado este nombre en alguna parte.

Su compañero dejó escapar un leve suspiro y permaneció en silencio por un momento, como rumiando algo en su interior. Luego dijo sin más:

—El pobre hombre está completamente muerto —y añadió algunos términos científicos con los que su compañero se encontró perdido una vez más.

—Tal y como están las cosas —continuó diciendo su notablemente instruido interlocutor—, será mejor para nosotros, al menos desde el punto de vista legal, dejar el cuerpo como está hasta que acuda la policía. De hecho, creo que lo más adecuado sería que nadie excepto la propia policía fuese informado de lo sucedido. Así que no se sorprenda si le da la impresión de que intento mantenerlo oculto a los vecinos de las inmediaciones.

Luego, como si se sintiese obligado a aclarar su más que brusca reserva, dijo:

—He venido a Torwood para ver a mi primo. Mi nombre es Horne Fisher, lo cual podría muy bien ser un juego de palabras en relación con lo que estaba haciendo aquí, ¿verdad?

—¿Sir Howard Horne es su primo? —preguntó March—. Precisamente voy a Torwood Park para verlo. Por supuesto, es sólo en relación con su labor pública y con la magnífica posición que está manteniendo acerca de sus principios. Creo que ese Presupuesto es lo más grande que se ha visto en la historia de Inglaterra. Claro que, si falla, será también el fracaso más heroico de la historia de Inglaterra. ¿Es usted admirador de su notable pariente, Mr. Fisher?

—¡Ya lo creo! —dijo Mr. Fisher—. Es el mejor tirador que conozco.

Luego, como sinceramente arrepentido de la indiferencia que acababa de demostrar, añadió con aire rayano en el entusiasmo:

—Si le digo la verdad, no. Pero, sin duda alguna, es un tirador extraordinario.

Como enardecido por sus propias palabras, dio un brinco hacia la repisa rocosa que se elevaba por encima de él y la escaló con una repentina agilidad que contrastaba sorprendentemente con su general lasitud. Permaneció algunos segundos sobre el promontorio, su perfil aguileño recortado contra el cielo, bajo el panamá, mientras oteaba la campiña, antes de que su compañero hiciese acopio de las fuerzas suficientes para poder trepar tras él.

El nivel superior era una extensión de césped en la que las huellas del automóvil siniestrado parecían haber sido literalmente aradas, pero cuyo borde se hallaba como cortado por unos dientes de piedra. Cantos rodados de las más variadas formas y tamaños yacían junto al borde. Resultaba prácticamente increíble que alguien pudiera haberse dirigido de manera deliberada hacia aquella trampa mortal, especialmente a plena luz del día.

—No logro entenderlo —dijo March—. ¿Estaba ciego? ¿O quizás borracho?

—Por su apariencia, ninguna de las dos cosas —respondió el otro.

—En ese caso se trata de un suicidio.

—No parece una manera cómoda de llevarlo a cabo —subrayó el hombre llamado Fisher—. Además, soy incapaz de imaginarme al pobre y viejo Puggy suicidándose.

—¿El pobre y viejo quién? —inquirió el periodista, maravillado—. ¿Conocía a ese pobre desventurado?

—A decir verdad, nadie lo conocía —respondió vagamente Fisher—. Pero era conocido, sin duda. En su tiempo fue el azote del Parlamento, en especial cuando estalló aquel escándalo de los extranjeros que fueron deportados por indeseables, para uno de los cuales él reclamaba la horca acusándolo de asesinato. Acabó tan harto de todo aquello que finalmente abandonó su cargo. Desde entonces se dedicaba básicamente a viajar por ahí en su automóvil, y hoy venía también a Torwood para pasar el fin de semana. Aun así, no acierto a ver la causa de que decidiera romperse la crisma deliberadamente casi a las puertas del pueblo. Creo que Hoggs (quiero decir, mi primo Howard) venía hoy expresamente para reunirse con él.

—¿Pero es que Torwood Park pertenece a su primo? —inquirió March.

—No. Era de los Winthrop, ya sabe —contestó el otro—, aunque actualmente es propiedad de otra persona, un tipo de Montreal llamado Jenkins. Hoggs viene solamente por la caza. Ya le dije antes que era un magnífico tirador.

La reiteración del elogio sobre la persona del gran estadista se le antojó a Harold March ciertamente chocante, como si alguien hubiese definido a Napoleón como un distinguido jugador de naipes. Pero otra impresión, aún a medio definir, luchaba en aquel torrente de elementos desconocidos. March la hizo subir a la superficie antes de que pudiera desaparecer.

—Jenkins —repitió—. ¿No se referirá usted a Jefferson Jenkins, el reformista social? Quiero decir, ¿el hombre que está luchando por el nuevo proyecto de propiedad rural? Resultaría tan interesante conocerlo como a cualquier Ministro de Gobierno del mundo, si me permite usted decirlo.

El hombre que sabía demasiado: G. K. Chesterton

G. K. Chesterton. (Campden Hill, 1874 - Londres, 1936) Crítico, novelista y poeta inglés, cuya obra de ficción lo califica entre los narradores más brillantes e ingeniosos de la literatura de su lengua. El padre de Chesterton era un agente inmobiliario que envió a su hijo a la prestigiosa St. Paul School y luego a la Slade School of Art; poco después de graduarse se dedicó por completo al periodismo y llegó incluso a editar su propio semanario, G.Ks Weekly.

Desde joven se sintió atraído por el catolicismo, como su amigo el poeta Hilaire Belloc, y en 1922 abandonó el protestantismo en una ceremonia oficiada por su amigo el padre O´Connor, modelo de su detective Brown, un cura católico inventado años antes.

Además de poesía (El caballero salvaje, 1900) y excelentes y agudos estudios literarios (Robert Browning, Dickens o Bernard Shaw, entre 1903 y 1909), este conservador estetizante, similar al mismo Belloc o al gran novelista F. M. Ford, se dedicó a la narrativa detectivesca, con El hombre que fue Jueves, una de sus obras maestras, aparecida en 1908.

A partir de 1911 empezaron las series del padre Brown, inauguradas por El candor del padre Brown, novelas protagonizadas por ese brillante sacerdote-detective que, muy tempranamente traducidas al castellano por A. Reyes, consolidaron su fama. De hecho, Chesterton inventó, como lo haría un poco más tarde T. S. Eliot o E. Waugh, una suerte de nostalgia católica anglosajona que celebraba la jocundia medieval y la vida feudal, por ejemplo, en Chaucer (a quien dedicó un ensayo), mientras que abominaba de la Reforma protestante y, sobre todo, del puritanismo.

Maestro de la ironía y del juego de la paradoja lógica como motor de la narración, polígrafo, excéntrico, orfebre de sentencias de deslumbrante precisión, en su abundantísima obra (más de cien volúmenes) aparecen todos los géneros de la prosa, incluido el tratado de teología divulgativo y de gran poder de persuasión.

Los ya citados relatos del padre Brown siguen la línea de Arthur Conan Doyle, mientras que los dedicados a un investigador sedente, el gordo y plácido Mr. Pond (literalmente "estanque"), inauguraron la tradición de detectives que especulan sobre la conducta humana a través de fuentes indirectas, desde Nero Wolf hasta Bustos Domecq, el policía encarcelado que forjaron Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges, dos de los lectores más devotos que Chesterton ha tenido en el siglo XX.