El jardín de los cerezos

El jardín de los cerezos, una obra de teatro de Antón Chéjov

Resumen del libro: "El jardín de los cerezos" de

El jardín de los cerezos es la última de las piezas principales de Chéjov. Se trata de una comedia escrita en cuatro actos, ambientada en el declive económico de la aristocracia rusa a finales del siglo XIX. Durante este periodo, los hijos de los que habían sido sus esclavos se enriquecían y tenía lugar una inversión de papeles que ponía en entredicho el modus vivendi de las clases adineradas tradicionales.

Libro Impreso EPUB

Primera parte

Casa-habitación en la finca de Lubova Andreievna. Aposento llamado «de los niños», porque allí durmieron siempre los niños de la familia. Una puerta comunica con el cuarto de Ania. Muebles sólidos, de caoba barnizada, estilo 1830. Macizo velador. Amplio canapé. Viejo armario. En las paredes, litografías iluminadas. Despunta el alba de un día del mes de mayo. Luz matinal, tenue, propia de los crepúsculos del norte. Por la ancha ventana, el jardín de los cerezos muestra a todos sus árboles en flor. La blancura tenue de las flores armonízase con la suave claridad del horizonte, que se ilumina poco a poco. El jardín de los cerezos es la belleza, el tesoro de la finca; es el orgullo de los propietarios. Aquí están Duniascha, en pie, con una vela en la mano; Lopakhin, sentado, con un libro abierto delante de sus ojos.

LOPAKHIN.—(Aplicando el oído.) Paréceme que el tren ha llegado por fin. ¡Gracias a Dios! ¿Puedes decirme qué hora es?

DUNIASCHA.—Son las dos. (Apaga la bujía.) Ya lo ve usted, amanece.

LOPAKHIN.—El tren lleva dos horas de retraso, por lo menos. Pero ¿quién se admira ya de los retrasos de los trenes? Después de todo, soy un imbécil. Sí, soy un imbécil. Vine justamente para ir al encuentro del tren. Procediendo con toda la calma imaginable, hubiera llegado a tiempo, puesto que el tren anda retrasado dos horas, como de costumbre. Tomé un libro para mantenerme despierto, y me dormí apenas hube leído las primeras líneas. ¿Por qué no me despertasteis, Duniascha?

DUNIASCHA.—Muy sencillo. Porque supuse que se habría despertado sin necesidad de mí. (Escuchando rumores que vienen de fuera.) Ya llegaron… ¡Escuche!…

LOPAKHIN.—(Escuchando a su vez.) No. ¡Esto no puede ser! Teníamos que haber recogido el equipaje, hacerlo cargar, acomodarlo en los coches, y eso, y lo otro, y lo de más allá… ¿Cómo es posible que ya estén ahí?… Lubova Andreievna ha residido en el extranjero por espacio de cinco años. Mucho debe de haber cambiado. En el extranjero se contraen nuevos hábitos, se cambian las ideas, se modifica el carácter. Como quiera que sea, Lubova Andreievna es una excelente mujer, llana, tratable, de buen corazón. Me acuerdo de que, siendo yo un muchachuelo de ocho años, mi padre, mercader de un pueblo inmediato, me pegó en la cara, no sé por qué, y me brotó sangre de la nariz. Lubova Andreievna, entonces tan jovencita, tan delgada, tan cándida, me tomó de la mano, me condujo al lavabo, que precisamente se hallaba en esta habitación, y me dijo: «No llores, aldeanito, no llores; esto no será nada. De aquí a tu boda, todo habrá pasado…». ¡Ah, sí; aldeanito! En efecto: mi padre era un labriego, nada más que un insignificante labriego; pero yo, ahora, uso chaleco blanco y calzo botas amarillas… No cabe duda, soy rico; tengo muchísimo dinero; aunque reflexionándolo bien, mirando las cosas como son, yo, a mi vez, no soy sino un labriego… Quise leer este libro, hice lo posible por leerlo, traté de comprender, y nada comprendí. Las letras impresas me trajeron el sueño, y me dormí profundamente.

DUNIASCHA.—Los perros, sin embargo, no se duermen jamás cuando esperan a sus amos.

LOPAKHIN.—¿Qué te ocurre, Duniascha? Tu actitud me causa extrañeza.

DUNIASCHA.—Mis manos tiemblan. Mis piernas flaquean. Tengo miedo de caer.

LOPAKHIN.—Ello viene de que tú eres muy impresionable, de que te enterneces demasiado. Hay algo a en ti que no me agrada del todo; tú vistes como una señorita. No es posible continuar así. Debes acordarte de ti misma y hacerte cargo de cuál es tu verdadera condición.

EPIFOTOF.—(Entra con un gran ramo de flores y con el traje de los domingos. Tropieza, y el ramo cae al suelo.) El jardinero me encomendó este ramo, diciéndome que había que colocarlo en un jarrón, sobre la mesa. (Epifotof entrega las flores a Duniascha, y ella cumple el encargo.)

El jardín de los cerezos – Antón Chéjov

Antón Pávlovich Chéjov. (1860-1904), un ícono literario ruso, fue mucho más que un maestro del relato corto y un dramaturgo innovador; su influencia trascendió fronteras y generaciones. Nacido en Taganrog, Rusia, Chéjov provenía de una familia humilde. Su abuelo, Yegor Mijáilovich Chéjov, logró comprar la libertad de su familia en 1841, un hecho que marcó las raíces de Chéjov en la realidad rusa.

Graduado en medicina en 1884, Chéjov ejerció como médico, pero su verdadera pasión radicaba en la escritura. Su carrera literaria comenzó con relatos humorísticos y caricaturas que abordaban la vida rusa bajo el seudónimo "Antosha Chejonté". Sus primeros éxitos literarios llegaron con la publicación de cuentos y la obra de teatro "Ivánov" en 1887.

Chéjov, a pesar de sus estrecheces económicas iniciales, pronto se convirtió en una figura respetada. Su técnica narrativa revolucionaria se destacó en la colección de relatos "Al anochecer" (1887) y la cruda visión de la vida rural rusa en "Los campesinos" (1897). Su viaje a la isla de Sajalín en 1890 marcó un hito en su conciencia social, dejándolo con una profunda aversión hacia la cárcel como consecuencia del despotismo.

La incursión de Chéjov en el teatro, con obras como "La gaviota," "Tío Vania," y "El jardín de los cerezos," lo consolidó como un dramaturgo influyente. Su técnica de "acción indirecta," centrada en los detalles de los personajes, cambió la percepción teatral convencional.

A lo largo de su vida, Chéjov enfrentó críticas por su aparente frialdad y objetividad hacia sus personajes. Sin embargo, él se consideraba un "testigo imparcial," reflejando la realidad humana sin juzgar. Su impacto en la literatura universal se consolidó tras la Primera Guerra Mundial, cuando las traducciones de Constance Garnett popularizaron su obra internacionalmente.

Falleció en Badenweiler en 1904 debido a la tuberculosis, una enfermedad que lo había afectado a lo largo de su vida. Su legado perdura, influyendo en autores como Tennessee Williams y Arthur Miller, y su habilidad para "decir todo escribiendo como diciendo nada," según las palabras de Eduardo Galeano, lo mantiene como una voz esencial en la literatura mundial.