El libro negro

Resumen del libro: "El libro negro" de

El libro negro de Giovanni Papini es una obra que recoge una serie de relatos breves, escritos en forma de cartas, diarios o confesiones, que revelan los aspectos más oscuros y perturbadores de la condición humana. El autor, un escritor italiano que vivió entre 1881 y 1956, se inspiró en sus propias experiencias vitales, marcadas por el escepticismo, la angustia y la búsqueda de sentido.

El libro se divide en cuatro partes: La primera, titulada «Los hombres negros», contiene historias de personajes que sufren por su soledad, su locura, su perversión o su desesperación. La segunda, llamada «Los dioses negros», explora las diversas formas de religiosidad y superstición que pueden conducir al fanatismo, la hipocresía o la blasfemia. La tercera, denominada «Las cosas negras», se ocupa de los objetos y las situaciones que pueden generar terror, repulsión o fascinación. La cuarta y última, llamada «Yo mismo», es una autobiografía ficticia del autor, en la que expone sus ideas, sus dudas y sus contradicciones.

El libro negro es una obra que no deja indiferente a nadie. Su estilo es directo, provocador y a veces sarcástico. Su contenido es crudo, desgarrador y a veces grotesco. Su intención es mostrar la realidad sin adornos ni ilusiones, y cuestionar los valores y las creencias establecidas. Su lectura es un reto para el espíritu crítico y la sensibilidad del lector.

Libro Impreso

Conversación 1

VISITA A ERNEST O. LAWRENCE

(O ACERCA DE LA BOMBA ATÓMICA)

Los Angeles, 2 de diciembre.

Han pasado ya bastantes meses desde la explosión de la bomba atómica en Hiroshima, y acabo de conversar con el ilustre físico al que se debe principalmente esa terrorífica invención.

No es nada fácil acercarse al Profesor Ernest Lawrence, porque los sabios atómicos, como los más famosos gángsters, son celosamente custodiados. Pero tenía un grandísimo deseo de conversar con el inventor del ciclotrón, con el descubridor, junto con Oppenheimer, del nuevo método que logró la escisión de los átomos y que permitió la fabricación de la flamígera bomba.

Después de varios intentos fracasados logré conversar con Lawrence. Más que nada, anhelaba conocer o adivinar si se había planteado el problema de la responsabilidad moral que implica el espantoso invento en el que participó con otras pocas personas. No perdí mi tiempo pidiéndole dilucidaciones científicas que él se habría negado a hacer y que por mi parte no hubiera sido capaz de comprender. En cambio, y con franqueza brutal, le pregunté:

—¿Qué experimenta usted, mister Lawrence, ante el pensamiento de los estragos debidos a su descubrimiento, y de los otros, quizá más vastos, que sobrevendrán en el futuro?

El mortífero profesor no se alteró lo más mínimo, me respondió con una calma angelical:

—Quiero suponer, mister Gog, que usted sabe, por lo menos de un modo general, qué es la ciencia y cómo ha sido siempre, al menos desde Tales en adelante, la pasión de los sabios. Éstos no se preocupan en lo más mínimo de las posibles consecuencias prácticas, sean útiles o nocivas, de sus investigaciones y de sus teorías. Tan sólo se proponen elaborar hipótesis y módulos capaces de dar una representación aproximada y una interpretación plausible del universo y de sus leyes. Los fundadores de la nueva Física nuclear: Rutherford, Niels Bohr y demás, no pensaban ni preveían que sus descubrimientos darían a los hombres, más adelante, la capacidad de fabricar una bomba capaz de aniquilar en pocos segundos a millares y millares de vidas. Tan sólo querían penetrar los secretos del átomo, de esa última parte de la materia que por espacio de tantos siglos había parecido ser indivisible, mostrándose refractaria a cualquier análisis. Resumiendo: querían conocer y no destruir. Yo mismo, con el ciclotrón, me proponía simplemente acelerar los movimientos de esas partes electrificadas, y esto para una finalidad exclusivamente experimental. Luego vinieron los militares, los políticos, quienes quisieron servirse de nuestros descubrimientos para uno de los objetivos máximos de las competencias mundiales: la abolición rápida y en masa de las vidas humanas.

»Ésta es la eterna tragedia del hombre: no puede menos que indagar, explorar, conocer, y casi siempre sus descubrimientos hacen sobrevenir catástrofes y muerte. La física nuclear es el acto más trágico de esta tragedia: por haber querido revelar los secretos del átomo el hombre tiene ahora en sus manos el medio para destruirse a sí mismo, para destruir la vida en todas sus formas, quizá para destruir al mismo planeta.

—Comprendo perfectamente —le respondí— pero a pesar de todo ello, ¿no experimentan alguna vez el escalofrío del remordimiento? ¿No estaría mejor renunciar al deseo del conocimiento a fin de ahorrar las vidas de los seres humanos?

—Le haré observar —replicó el profesor Lawrence con su voz tranquila— que la hecatombe de vidas humanas no debida a las enfermedades y a la vejez, es mucho mayor, en años de paz, que la debida a la bomba atómica. Ésta se cobra muchas víctimas en un minuto, mientras que las otras causas hacen muchísimo más, pero diseminadas y esparcidas tanto en el espacio como en el tiempo. Hagamos algunos números. Sume a todos los que mueren asesinados por sus semejantes con armas o con venenos, a los que se matan con sus propias manos, a los que son deshechos por los automóviles, a las víctimas de choques y siniestros ferroviarios, a los que arden en los aeroplanos incendiados, a los que se ahogan en los ríos o en los naufragios marítimos, a los obreros que son triturados por las máquinas, a los mineros que se asfixian sepultados en las minas, a los que son ahorcados o fusilados por sus delitos, a los que son alcanzados por los tiros de la policía en los movimientos o motines y a los que son barridos por las ametralladoras, a los que mueren carbonizados en los incendios y explosiones, a los que fallecen de golpe en los certámenes de boxeo o en las carreras de automóviles, a los fulminados por la corriente eléctrica y a los alcanzados por los tóxicos en los experimentos científicos. Y tenga en cuenta que dejo a un lado a las víctimas de los terremotos, de las erupciones volcánicas, de los rayos, de los deslizamientos de tierra y de los aludes. Cuente tan sólo los seres humanos que mueren por causas estrictamente humanas, y verá que cada año y en todo el mundo alcanzan a varios millones, que son muchísimos más que los muertos por la condenada bomba atómica. Pero, como esos pobres cadáveres se hallan diseminados en todos los países, y son segados por muerte no natural y violenta en distintos días y meses, entonces, únicamente los estudiosos de la estadística llegan a tener conocimiento de los pavorosos totales; por eso es que el hombre común se conmueve y excita ante el episodio de Hiroshima, y no piensa en esas otras calamidades, mucho mayores, que acontecen todos los días y en toda la superficie de la tierra. La compasión no alcanza a ser homeopática, sino que es suscitada únicamente por el exterminio simultáneo y en masa.

»Y, sin embargo, también en las innumerables atroces muertes de cada día hay siempre responsables: fabricantes, técnicos, conductores, criminales, perezosos, descuidados, ignorantes, etc. Por lo tanto, ¿por qué únicamente yo habría de sentir remordimiento, yo que trabajé antes que nada para acrecentar los conocimientos del universo que posee el hombre, yo, que únicamente por obligaciones de ciudadano colaboré en la construcción de un arma que debía vindicar y proteger a mi patria?

La conversación ya había durado demasiado tiempo, y el profesor Lawrence me despidió con breves palabras.

El libro negro – Giovanni Papini

Giovanni Papini. Escritor italiano nació en Florencia en 1881 y falleció en 1956 en esa misma ciudad, a la edad de 75 años. Su obra más reconocida es la sátira Gog (1931), una novela acerca de un americano que hace fortuna recorriendo el mundo durante la Gran Guerra. Estudió para maestro, pero ejerció pocos años antes de ponerse a trabajar en una biblioteca, donde se rodeó de lo que más disfrutaba: los libros. Fue entonces cuando comenzó su trayectoria como escritor, y lo hizo con historias cortas como El crepúsculo de los filósofos (1906), en la que critica la filosofía de Kant, Hegel o Schopenhauer y proclama la muerte de los pensadores; El trágico cotidiano o El piloto ciego (1907), en las que deja entrever rasgos del futurismo y el modernismo.

También cultivó la poesía, a la que se dedicó sobre todo antes y durante la Gran Guerra con obras como Opera Prima (1917).

En la obra del autor italiano se aprecia su evolución personal de ateo a ferviente católico. Así, parte de su trayectoria final se dedica a la divinidad, empezando en 1921 con Historia de Cristo y continuando con otros textos como Los nietos de Dios, Cielo y tierra o El diablo. Su afinidad al fascismo le proporcionó en 1935 la cátedra de Literatura italiana en la Universidad de Bolonia, a pesar de estar cualificado académicamente para niveles mucho más bajos. En 1937 sería nombrado miembro de la Real Academia de Italia.

A lo largo de su vida fundó varias revistas literarias, como Il Leonardo o La Voce, y participó en un gran número de ellas.