Viajes Extraordinarios

El rayo verde

Resumen del libro: "El rayo verde" de

Se relata la difícil busca de un fenómeno óptico, el rayo verde, que puede verse en ciertas condiciones en el momento en que el sol desaparece en el horizonte del mar, por parte de Sam y Sib Melvill, para tratar de casar a su sobrina Elena Campbell con Aristobulus Ursiclos, ya que dice la leyenda que dos personas que lo vean a la vez quedarán automáticamente enamoradas la una de la otra. Es un momento mágico en que dos personas descubren el amor a la vez. A la busca se une el pintor Olivier Sinclair.

Además de servir como guía turística de las islas escocesas, la novela delinea también el antagonismo entre la ciencia encarnada por el sabelotodo Aristobulus Ursiclos (cuyo nombre aparenta un anagrama), y el humanismo representado en el poeta Olivier Sinclair, por el que Julio Verne fija su preferencia; posición explicable dada la personalidad del sabio, que es un sujeto extraño, antipático por su sequedad de corazón y su inteligencia puramente mecánica, valores totalmente alejados de las bondades filosóficas de los científicos de su primera etapa literaria.

El rayo verde no se incluye en el grupo clásico de las «novelas visionarias» que se le atribuyen a Verne; es considerada sólo como una novela de viajes y aventuras sostenida en una antigua leyenda romántica, además de contener indudables toques de humor.

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I

El hermano Sam y el hermano Sib

—¡Bet!

—¡¡Beth!

—¡Bess!

—¡Betsey!

—¡Betty!

Estos cinco nombres resonaron sucesivamente en la magnífica galería de Helensburg, con arreglo a la costumbre del hermano Sam y del hermano Sib para llamar al ama de gobierno de la casa.

Pero los diminutivos familiares de Elisabeth no tuvieron en aquel momento más virtud para hacer que se presentase la excelente señora que si sus amos la hubiesen llamado por su nombre entero.

Pero quien apareció en la puerta de la galería fue el mayordomo Partridge, con su gorra en la mano.

Partridge se dirigió a dos personajes de alegre semblante sentados en el alféizar de una ventana que hacía tribuna en la fachada del edificio, y les dijo:

—Los señores han llamado a la señora Bess; pero la señora Bess no está en la casa.

—¿Pues dónde está, Partridge?

—Acompañando a miss Campbell, que se pasea por el jardín.

Y Partridge se retiró ceremoniosamente a una seña que le hicieron los dos hermanos.

Éstos eran los hermanos Sam y Sib —abreviaturas de sus verdaderos nombres: Samuel y Sebastian—, tíos de miss Campbell, escoceses de pura cepa, oriundos de un antiguo clan de las Tierras Altas, contaban entre ambos ciento doce años de edad, con quince meses de diferencia únicamente entre el mayor, Sam, y el menor, Sib.

Para bosquejar en pocos trazos aquellos prototipos del honor, de la bondad, de la abnegación, es suficiente decir que toda su existencia se había consagrado a su sobrina. Eran hermanos de su madre, la cual enviudó al año de haber contraído matrimonio, muriendo algunos meses más tarde a consecuencia de una rápida y terrible enfermedad. Sam y Sib Melvill se quedaron solos en el mundo para cuidar de la huerfanita. Unidos por estrechos lazos de ternura, no vivieron, no pensaron y no soñaron más que para ella.

Por ella se habían quedado solteros, sin que tal estado les causara sentimiento, pues eran de esos seres bondadosos a quienes está perpetuamente reservado en este mundo el papel del tutor. Hicieron más: el mayor se convirtió en padre y el menor en madre de la niña. Por eso algunas veces sucedía que miss Campbell les saludaba diciendo con la mayor naturalidad:

—¡Buenos días, papá Sam! ¿Cómo estás, mamá Sib?

A nadie mejor podrían ser comparados los dos tíos, excepto en la aptitud para los negocios, que a aquellos caritativos comerciantes, los hermanos Cheeryble, de la City de Londres; las criaturas más perfectas que han brotado de la imaginación de Dickens. Sería imposible encontrar mayor semejanza, y aunque se censure al autor por haber tomado su tipo de la obra maestra, Nicolás Nickleby, nadie podrá lamentar el empréstito.

Sam y Sib Melvill, ligados por el matrimonio de su hermana a una rama colateral de la familia de los Campbell, no se habían separado nunca. La misma educación los hizo moralmente parecidos. Igual enseñanza recibieron en el mismo colegio y en las mismas aulas, y como casi siempre emitían las mismas ideas acerca de todo y en términos idénticos, uno de ellos podía acabar la frase del otro con las mismas expresiones acompañadas con los mismos gestos. En resumen, aquellos dos hermanos eran como una sola persona, aún cuando hubiera alguna diferencia en su constitución física. Sam era un poco más alto que Sib, y Sib un poco más grueso que Sam; pero habrían podido cambiar sus cabellos grises sin producirse alteración en su respetable aspecto, que reflejaba toda la nobleza de los descendientes del clan de Melvill.

Es preciso añadir que, en el corte de sus trajes, sencillos y anticuados, en la elección de las telas de sus trajes, siempre de buen paño inglés, manifestaban un gusto semejante, a no ser —¿quién podría explicar esta ligera discrepancia?— porque Sam prefería el azul marino y Sib el castaño oscuro.

Nadie hubiera rechazado la idea de vivir con aquellos dignos caballeros. Acostumbrados a caminar al mismo paso por el sendero de la vida, se pararían, sin duda, a poca distancia uno de otro cuando llegase el momento de hacer el alto definitivo. Sin embargo, las dos columnas de la casa de Melvill eran muy sólidas y aún debían sostener por largo tiempo el añoso edificio de su raza, que databa del siglo XIV, centuria épica de los Robert Bruce y los Wallace, período heroico durante el cual disputó Escocia a los ingleses sus derechos y su independencia.

Mas a pesar de que Sam y Sib Melvill no habían tenido ocasión de combatir en defensa de su país, a pesar de que sus vidas, menos agitadas, habían transcurrido en la tranquila comodidad que determina la fortuna, no eran acreedores a ningún género de censura ni a sospechar que hubiesen degenerado. Practicando el bien, mantenían las generosas tradiciones de sus abuelos.

De esta suerte, conduciéndose con singular honradez, sin tener que acusarse de una sola irregularidad en su existencia, hallábanse destinados a envejecer sin hacerse nunca viejos ni de cuerpo ni de alma.

Acaso tenían un defecto —¿quién puede envanecerse de ser perfecto?— y era el de ilustrar sus conversaciones con imágenes y citas tomadas del célebre castellano de Abbotsford y, sobre todo, de los poemas épicos de Osián, hacia los cuales experimentaban una afición irresistible. Pero ¿quién podría censurarles por esto en el país de Fingal y de Walter Scott?

Para terminar la pintura, daremos el último toque haciendo observar que tomaban rapé con inaudita frecuencia. Bien sabido es que la enseña de los negociantes de tabaco del Reino Unido representa generalmente un escocés con la caja de rapé en una mano y pavoneándose vestido con su traje tradicional. Pues bien, los hermanos Melvill hubieran podido figurar de ventajosa manera en una de esas muestras de zinc pintarrajeadas que rechinan a la puerta de las tabaquerías. Tomaban tanto rapé como el que más tomaba en ambas orillas del Tweed. Sin embargo, hay que notar un detalle característico. No tenían más que una caja; pero, eso sí, era enorme. Aquel objeto pasaba alternativamente del bolsillo del uno al bolsillo del otro, sirviendo como un lazo más entre sus dueños. Es inútil decir que en el mismo instante, y lo menos diez veces por hora, experimentaban la necesidad de sorber por las narices el excelente polvo nicotínico, que hacían comprar en Francia. Cuando uno sacaba la caja de las profundidades de su bolsillo, era porque los dos deseaban regalarse con una buena toma de rapé, y si estornudaban, querían decirse recíprocamente: «¡Dios nos bendiga!».

En resumen, los hermanos Sam y Sib eran unos verdaderos niños en todo lo concerniente a las realidades de la vida; no conocían las prácticas de la sociedad; en negocios industriales, comerciales o financieros eran completamente nulos, y a decir verdad, no pretendían ser hábiles en ellos; desde el punto de vista político eran quizás algo jacobinos en el fondo y conservaban muchas preocupaciones contra la dinastía reinante de Hannover, soñaba con el último de los Estuardos, como un francés podría soñar con el último Valois; en cuestiones de sentimientos eran menos conocedores todavía.

No obstante, los hermanos Melvill tenían una idea fija: ver claro en el corazón de miss Campbell, adivinar sus pensamientos más recónditos, dirigirlos si necesario fuese, desarrollarlos, y por último, casarla con un joven honrado de su elección, que indudablemente la haría feliz.

Dando crédito a sus palabras, o, mejor dicho, oyéndoles hablar, parecía que ya habían encontrado al futuro marido al cual estaba destinada la dulce misión de realizar aquel proyecto.

—¿Es decir que Helen ha salido, hermano Sib?

—Sí, hermano Sam; pero ya son las cinco y no debe tardar en volver a casa…

—Y en cuanto entre…

—Creo que será conveniente tener con ella una conversación seria.

—Dentro de pocas semanas, hermano Sib, habrá alcanzado nuestra hija la edad de dieciocho años.

—La edad de Diana Vernon, hermano Sam. ¿No es cierto que es tan encantadora como la hermosa heroína de Rob-Royl?

—Sí, hermano Sam, y por sus graciosos modales…

—La agudeza de su ingenio…

—La originalidad de sus ideas…

—¡Recuerda más a Diana Vernon que a Flora Mac Ivor, la imponente e impresionante figura de Waverley\…!

Los hermanos Melvill, orgullosos de su escritor nacional, citaron todavía algunos nombres de las heroínas de El Anticuario, de Guy Mannering, de El Abate, de El Monasterio, de La hermosa muchacha de Perth, de El Castillo de Kenilworth, etc.; pero, en su opinión, todas debían inclinarse ante Helen Campbell.

—Es un tierno rosal que ha crecido con demasiada rapidez, hermano Sib, y al que es preciso…

—Vigilar, hermano Sam. Pero yo he oído decir que la mayor vigilancia…

—Evidentemente es un marido, hermano Sib, porque se arraiga a la vez en la misma tierra…

—¡Y crece, hermano Sam, con el tierno rosal a quien protege!

Los hermanos Melvill habían aplicado a un mismo tiempo esta metáfora, tomada del libro El perfecto jardinero. Indudablemente estaban muy satisfechos de ella, pues en sus rostros se dibujó una sonrisa que demostraba su contento. La caja común fue abierta por el hermano Sib, que introdujo delicadamente en su interior el pulgar y el índice de la mano derecha; luego se la pasó al hermano Sam, el cual, después de tomar una buena porción de rapé, la sumergió en su insondable bolsillo.

El rayo verde – Julio Verne

Julio Verne. Escritor francés, fue uno de los grandes autores de las novelas de aventuras y ciencia ficción del siglo XIX. Destaca por su capacidad de anticipación tecnológica y social, que le ha llevado a ser considerado como uno de los padres del género de la literatura de ciencia ficción y la "moderna" novela de aventuras de su época, prediciendo muchos de los inventos tecnológicos del siglo XX en sus obras.

Nacido en una familia adinerada y siendo el mayor de cinco hermanos, Verne disfrutó de una buena educación y ya de joven comenzó escribir narraciones y relatos, sobre todo de viajes y aventuras. Tuvo una relación conflictiva con su padre debido a su gran autoridad, llegando a no volver a visitar su hogar al alcanzar independencia económica. Debido a su prematuro enamoramiento no correspondido por su prima a los once años, desarrolló una gran aversión hacia las mujeres. No fue hasta 1857 que se casó con una viuda rica, madre de dos hijas, y cuatro años después tuvieron su único hijo juntos, Michael Verne.

Antes de ingresar a la universidad, estudió Filosofía y Retórica en el Liceo de Nantes. Posteriormente, viajó a París y se licenció en Derecho. En 1848 escribió sonetos y algunos libretos de teatro y conoció a la familia Dumas, la cual influenció mucho en sus futuras obras y le ayudó a difundirlas. En 1849 aprobó la tesis doctoral de Derecho pero se decidió por la escritura consiguiendo la decepción y aversión de su padre que quería que ejerciera como abogado.

Verne se dedicó a la literatura pese a no contar con apoyo económico alguno, lo que minó su salud gravemente. Sus primeras obras no tuvieron mucho éxito, por lo que tuvo que compaginar su pasión por la escritura con la docencia para sobrevivir. Emprendió varios oficios como secretario o agente de bolsa antes de poder vivir de sus escritos.

A partir de 1850 comenzó a publicar y trabajar en el teatro gracias a la ayuda de Alejandro Dumas. Sin embargo, es con su viaje de 1859 a Escocia que Verne inicia un nuevo camino gracias a su serie de los Viajes extraordinarios, de los que destaca Cinco semanas en globo o La vuelta al mundo en 80 días. El éxito de las novelas de Verne fue en aumento y con el apoyo de su amigo y editor Hetzel tuvo grandes ventas. Verne era un auténtico adicto al trabajo, pasaba días y días escribiendo y revisando textos.

En 1886 Verne fue atacado por su sobrino, con el cual tenía una relación cordial, sin motivo alguno. Este ataque le causó graves heridas, provocándole una cojera de la que no se recuperaría. Después de esto, y de la muerte de su madre y de su amigo y editor, Verne publicó sus últimas obras con un toque más sombrío que la alegre aventura de sus inicios. En 1888 fue elegido concejal del Ayuntamiento de la ciudad de Amiens, ejerciendo el cargo por 15 años.

Julio Verne murió en Amiens el 24 de marzo de 1905 con 77 años. Tras su muerte, su hijo Michael Verne siguió publicando algunas obras bajo el nombre de su padre, lo que ha creado cierta confusión en la autoría de algunos libros.

Sus novelas han sido y siguen siendo publicadas y traducidas en todo el mundo, siendo uno de los autores más traducidos de la historia. Títulos tan famosos como De la Tierra a la Luna, Viaje al Centro de la Tierra, 20.000 leguas de viaje submarino, Miguel Strogoff, Escuela de Robinsones... hacen de Verne un clásico atemporal de la novela de aventuras y ciencia ficción, con muchas de sus obras adaptadas al cine y la televisión.