Cuentos de los Cruzados

El talismán

El talismán, una novela de Walter Scott

Resumen del libro: "El talismán" de

El talismán es una novela del escritor escocés Walter Scott. Apareció en 1825 como la segunda historia de sus Cuentos de los Cruzados. El talismán nos ubica dentro de la Tercera Cruzada, a veces conocida como Cruzada del Rey (King’s Crusade, ya que en ella participó nada menos que la estirpe de los Plantagenet, representada en la piel deRicardo II de Inglaterra), y que tuvo lugar entre 1189 y 1192.Casi toda la trama de la novela se desarrolla dentro del campamento de los cruzados en Palestina; donde el rey Ricardo Corazón de León yace herido. Toda la campaña corre peligro debido al padecimiento de su líder. Entonces surge la figura de un joven noble de Escocia: el caballero Kenneth; quien logra desbaratar algunas intrigas entre los propios cruzados y llevar algo de esperanza en el éxito de la empresa.

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CAPÍTULO I

El ardiente sol de Siria no había alcanzado aún su punto de mayor elevación en el horizonte, cuando un caballero cruzado que había abandonado su lejano hogar, en el Norte, para unirse a la hueste de los Cruzados en Palestina, atravesaba lentamente los arenosos desiertos que rodean al Mar Muerto, llamado también lago Asfaltites, donde las aguas del Jordán se reúnen en un mar interior, que no envía a otro alguno el tributo de sus olas.

El peregrino guerrero había caminado entre rocas y precipicios durante la primera parte de la mañana. Más tarde, saliendo de aquellos roqueños y peligrosos desfiladeros, había salido a la gran llanura en que las ciudades malditas provocaron, en tiempos lejanos, la directa y terrible venganza del Omnipotente.

El viajero olvidó las fatigas, la sed y los peligros de la jornada, al recordar la espantosa catástrofe que había convertido en árido y triste desierto el encantador y fértil valle de Siddim, antes regado y bello como el Paraíso, y reducido hoy a una soledad requemada por los rayos del sol y condenada a eterna esterilidad.

El viajero se persignó al ver la negra superficie de aquellas aguas, que tanto por el color como por la calidad se diferencian de las de todos los demás lagos, y no pudo evitar un estremecimiento al pensar que debajo de aquella superficie espesa yacían las antes soberbias ciudades de la llanura, cuya tumba abrió el rayo del cielo o la erupción de los fuegos subterráneos, y cuyos restos están cubiertos por un mar que no contiene peces vivos en su fondo ni sostiene embarcación alguna en su superficie, y que, como si su lecho maldito fuese el único receptáculo digno de sus fangosas aguas, no envía, como los demás lagos, tributo alguno al Océano. Como en los tiempos de Moisés, toda la tierra de los alrededores era «sal y azufre; ni se siembra ni se labra, ni crece hierba alguna en su superficie». Aquella tierra, como el lago, también podía llamarse muerta, porque no produce nada que se parezca a vegetación, y ni siquiera pueblan el aire sus habituales habitantes alados. Las aves huyen del olor del azufre y del betún, que, bajo un sol abrasador, exhalan las aguas del lago en espesas nubes, que frecuentemente adquieren la torma de trombas de agua. Grandes cantidades de la substancia fangosa y sulfurosa llamada nafta, que flotan fácilmente sobre las turbias aguas encharcadas, añaden nuevos vapores a esos nubarrones que pasan, y que constituyen un terrible testimonio de la verdad de la historia mosaica.

Sobre este escenario de desolación brillaba el sol con insoportable ardor, y parecía que todos los seres vivientes se escondían de sus rayos, excepto la figura solitaria que avanzaba lentamente por la arena, y que era, en apariencia, el único ser dotado de vida en toda la gran extensión de la llanura. El vestido del jinete y las guarniciones del caballo no eran, ciertamente, las más adecuadas para viajar por semejante país. Además de la cota de malla, con guanteletes y peto de acero, que formaban ya de por sí una armadura de peso considerable, llevaba pendiente del cuello el escudo triangular, y en la cabeza el férreo yelmo de visera, del que colgaba una babera de malla que le cubría el cuello y los hombros, tapando el espacio que dejaban descubierto el peto y el espaldar. Sus extremidades inferiores estaban protegidas, como su cuerpo, por la flexible cota de malla. Calzaba borceguíes de acero, como los guanteletes. De su costado izquierdo pendía una ancha y aguda espada de dos filos, con la empuñadura en forma de cruz; al costado derecho llevaba un puñal sostenido en el cinturón. Asegurada en la silla y apoyada en el estribo, sostenía la larga lanza de acerada punta, que era su arma de combate ordinaria, ostentando su banderola, inmóvil si el aire permanecía en calma, ondeante cuando la agitaba el viento. A este pesado atavío, añádase una sobreveste de paño bordado, muy deslucida y raída, pero que preservaba la armadura de la acción del sol, que sin esta precaución no habría sido posible soportar. En varios puntos de la sobreveste, llevaba el caballero su escudo nobiliario, muy deslucido por el tiempo. Este escudo representaba un leopardo yacente, con la divisa: «Duermo; no me despiertes». La misma divisa mostraba el escudo triangular; pero los golpes de las armas enemigas la habían borrado en gran parte. La cimera del yelmo no llevaba airón. Los Cruzados del Norte, al conservar su pesada armadura defensiva parecían desafiar con ella el clima y la naturaleza de la tierra adonde habían ido a luchar.

El equipo del caballo era casi tan macizo y pesado como el del jinete. El animal llevaba una pesada sijla recubierta de acero, sostenía por delante un ancho pretal, y por detrás dos piezas de defensa para los costados y el cuarto trasero. A la silla iba atada la maza de armas o martillo de hierro; las riendas eran cadenas del mismo metal; la frontera se componía de una cubierta de acero, con aberturas para los ojos y la nariz, y de su parte central emergía una larga punta dispuesta a guisa del asta del fabuloso unicornio.

La costumbre había convertido en la cosa más natural esta verdadera panoplia, tanto para el jinete como para su valiente corcel de batalla. Desde luego, muchos guerreros de Occidente que habían acudido a Palestina sucumbieron al ardiente clima, pero otros lograron acostumbrarse a él, y llegó a ser inofensivo y hasta propicio para ellos. Entre estos afortunados figuraba el solitario caballero que a la sazón seguía la costa del Mar Muerto.

La Naturaleza, que había modelado sus miembros con una fuerza nada común y le había hecho capaz de soportar la cota de malla con más facilidad que si hubiese sido tejida con telarañas, le dotó de una salud tan sólida como sus miembros, lo cual le permitía resistir tanto los cambios de clima como las fatigas y privaciones de todas clases. Su estado de espíritu parecía, en cierta manera, participar de las cualidades de su cuerpo; y si éste tenía gran fuerza y resistencia, unidas a la capacidad de una violenta acción, aquél, bajo la apariencia de un sereno e imperturbable semblante, poseía el orgulloso y entusiasta amor a la gloria, que constituía el principal atributo de la célebre raza normanda y que les había convertido en dominadores de todos los rincones de Europa donde habían llevado sus aventureras espadas.

El talismán – Walter Scott

Walter Scott. Escritor, poeta y editor escocés, fue una de las principales figuras del movimiento romántico en Gran Bretaña, cuyas novelas históricas, en las que se le considera un verdadero pionero del género, se hicieron famosas en toda Europa. Tras estudiar derecho en Edimburgo, Scott comenzó a escribir recopilando leyendas y cuentos escoceses, germen del componente nacionalista que luego imprimiría a sus obras históricas, de corte romántico.

Scott compaginó la escritura con su trabajo de abogado y hasta montó una pequeña editorial en la que publicó sus poemarios, versos que le dieron sus primeros momentos de fama, aunque la crítica restó importancia a estos trabajos en comparación con su narrativa posterior.

Las obras históricas de Scott se iniciaron con la publicación de Waverley (1814) y Rob Roy, pero fue con una de sus obras más conocidas, Ivanhoe (1819) con la que alcanzó un mayor éxito que le llevó a escribir no sólo sobre Escocia o Inglaterra sino sobre otros países como la Francia de los Luises. Sin embargo, Scott mantuvo su identidad como novelista en secreto para que no interfiriera en su carrera como poeta, algo que no pudo hacer a partir de 1825, momento en el que su popularidad comenzó a decaer.

La obra de Scott está considerada como una de las más influyentes en el continente europeo y su componente romántico se aprecia en multitud de obras posteriores en distintos países. Sus novelas han sido llevadas al teatro al cine y la televisión en multitud de ocasiones y su figura se alinea con la de los grandes autores de la literatura universal.

Sir Walter Scott murió en Abbotsford el 21 de septiembre de 1832.

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