El vampiro – La familia del Vurdalak

Resumen del libro: "El vampiro – La familia del Vurdalak" de

El vampiro. El autor escribió este relato corto durante su estancia en París. Es considerada como la primera historia moderna de vampiros en ruso. Se trata de una ambigua historia que narra las peripecias de Runevski el cual, influenciado por los inquietantes comentarios que un desconocido le hace durante un baile, llega a creer que la familia de la brigadiera Sugrobina, tía de Dasha, la joven de la que está enamorado, son todos upir (vampiros). La familia del Vurdalak (Fragmento inédito de las memorias de un desconocido). El marqués d´Urfé se dirige a un pequeño pueblo serbio. Una vez allí, acepta la invitación de Gorcha el cual le ofrece su casa como alojamiento. Gorcha decide salir esa misma noche para intentar eliminar al salteador turco Alibek por lo que le pedirá a sus hijos Gueorgui, Piotr y la bella Zdenka, que si no ha regresado en diez días le claven una estaca porque posiblemente habrá muerto y regresará transformado en un vurdalak. Así es como llaman en los pueblos serbios a los que regresan de la tumba para chupar la sangre preferentemente de sus familiares más próximos, los cuales al ser mordidos se transforman también en vampiros. Cuando Gorcha regresa a casa al décimo día, sus hijos no son capaces de cumplir la promesa.

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El vampiro

El baile estaba muy animado. Concluido el bullicioso vals, Ruñevsky llevó a su compañera hasta su asiento y se puso a vagar por las salas y recorrer con la mirada los distintos grupos de invitados. Atrajo su atención un hombre joven todavía, pero cuyo semblante estaba muy pálido y cuyo cabello era completamente cano. Estaba de pie, apoyado en la chimenea, y miraba hacia un rincón de la sala con una fijeza tal que ni siquiera reparó en que uno de los faldones de su frac, demasiado cerca del fuego, comenzaba a arder lentamente. Ruñevsky, intrigado por el singular aspecto del desconocido, aprovechó la oportunidad para entablar conversación con él.

—Probablemente estará usted buscando a alguien —le dijo— y, mientras tanto, se le está quemando la ropa.

El desconocido se volvió, apartándose de la chimenea y, mirando a Ruñevsky con fijeza, contestó:

—¡No, no estoy buscando a nadie; sólo me asombra el hecho de que en este baile haya visto a un upiri!

—¿Un upiri? —repitió Ruñevsky—. ¿Qué es eso, vampiros?

—Upiri, sí —repuso el desconocido con la mayor sangre fría—. Todos ustedes, Dios sabe por qué, les llaman vampiros, pero le puedo asegurar que su verdadera denominación rusa es upiri y como son de procedencia puramente eslava, aunque se encuentran también en los demás países europeos, y hasta en algunos asiáticos, no hay motivo alguno para adoptar el nombre desfigurado por los monjes húngaros, que de pronto tuvieron la fantasía de trasponerlo todo a la manera latina, y de upiri hicieron vampiro. ¡Vampiro, vampiro! —repitió con desdén—. ¡Es como si nosotros, los rusos, nos pusiéramos a decir, en vez de fantasma, fantôme o révenant!

—Sin embargo —preguntó Ruñevsky—, ¿cómo han llegado aquí esos vampiros o upiri?

Por toda respuesta, el desconocido alargó el brazo y señaló a una señora anciana que estaba conversando con otra dama, y que de vez en cuando lanzaba una afectuosa mirada a una jovencita sentada a su lado. La conversación, al parecer, tenía relación con la muchacha, porque ésta sonreía a menudo y se ruborizaba ligeramente.

—¿Conoce usted a aquella vieja? —preguntó el pálido joven a Ruñevsky.

—Es la viuda del brigadier Sugrobin —contestó Ruñevsky—; no la conozco personalmente, pero oí decir que es muy rica y que tiene en los alrededores de Moscú una hermosa casa de campo, de un gusto nada vulgar.

—Sí, fue realmente Sugróbina hace cosa de unos años, pero ahora no es sino un repugnante vampiro que sólo está en acecho de la primera oportunidad para hartarse de sangre humana. Observe cómo está mirando a aquella pobre muchacha: es su propia nieta. Escuche de qué le está hablando la vieja: la está adulando, y la convence que vaya a pasar unas semanas a su casa de campo, a aquella misma casa de campo a que usted se ha referido, pero le puedo asegurar que no pasarán siquiera tres días, sin que la muchacha muera. Los médicos dirán que fue una fiebre, o una pulmonía aguda, pero no les tenga usted fe a los doctores.

Ruñevsky escuchaba, sin creer lo que estaba oyendo.

—¿Duda usted? —prosiguió su interlocutor—. Sin embargo, nadie mejor que yo puede demostrar que Sugróbina es una vampira, puesto que he presenciado sus funerales. Si me hubiesen hecho caso en aquel entonces, le hubieran clavado una estaca en el corazón, como medida de prevención; pero ¿qué quiere usted? Los herederos estaban ausentes, y a la gente extraña le tenía sin cuidado.

En ese momento se acercó a la vieja un hombre de aspecto original. Vestía frac pardo, llevaba peluca, y lucía al cuello la gran orden de Vladimiro el Santo, y una medalla que acreditaba que había prestado durante cuarenta y cinco años servicios irreprochables. Con ambas manos, sostenía una cajita de rapé, de oro, y ya desde lejos se la ofrecía a la viuda del brigadier.

—¿Ése también es un vampiro? —preguntó Ruñevsky.

—No le quepa la menor duda —contestó el desconocido—. Es un alto funcionario del Estado. Telaief; fue un gran amigo de Sugróbina, y murió dos semanas antes que ella.

Acercándose a la viuda del brigadier, Telaief sonriendo hizo una reverencia. La vieja le contestó con una sonrisa, y metió los dedos en la cajita de rapé del funcionario.

—¿Con hierba aromática, señora? —contestó Telaief con voz llena de dulzura.

—¿Oye? —dijo el desconocido a Ruñevsky—. Ésa era, palabra por palabra, la conversación cotidiana de ambos cuando aún estaban en vida; Telaief, siempre que se encontraba con Sugróbina, le ofrecía el rapé, y ella le tomaba una pizca, preguntándole primero si el tabaco estaba mezclado con hierbas aromáticas. Entonces, Telaief le contestaba que sí, que estaba mezclado, y se sentaba a su lado.

—Dígame —preguntó Ruñevsky—, ¿en qué puede usted reconocer a un vampiro?

—No es nada difícil. En cuanto a estos dos, no puedo equivocarme, porque les conocía aun antes de que muriesen, y (sea dicho entre paréntesis), me sentí no poco extrañado al encontrarlos entre personas que los conocen bastante bien. Hay que confesar que se necesita, para esto, un atrevimiento asombroso. Pero usted me pregunta cómo se puede reconocer a un vampiro. Fíjese un poco, cómo, al encontrarse, chasquean la lengua. En realidad, no es un chasquido, sino un sonido análogo al que se produce con los labios cuando se chupa una naranja. Es la señal convenida entre ellos, y así se distinguen y se saludan.

El vampiro. La familia del Vurdalak – A. K. Tolstói

Alekséi Konstantínovich Tolstói. Fue un poeta novelista y dramaturgo ruso nacido en San Petersburgo en 1817 emparentado con la famosa familia de Tolstoi (primo lejano de Leon Tolstoi). Se graduó de la Universidad de Moscú en 1836, aunque pasaría la mayor parte de su vida en la corte, sirviendo primero como el maestro de ceremonias, más tarde, como Gran Maestre de la Casa Real. Se retiró del servicio en 1861 para dedicar más tiempo a escribir poesía y baladas.

Abordó la novela histórica tomando como modelo el Boris Gudonov de Alexander Pushkin, escribiendo la trilogía: «La muerte de Iván el Terrible» (1864), «El Zar Fiodor Ioannovich» (1868) y «El Zar Boris» (1870). Entre sus novelas sobresalen «La familia del Vurdalak» (1839), «El vampiro» (1841) y «El príncipe Serebrenni» (1874).

Además publicó en la revista literaria «Sovremennik» (El contemporáneo) versos, fábulas y aforismos licenciosos y satíricos entre los años 1850 y 1860 bajo el seudónimo de Kozma Prutkov. En realidad este presunto escritor satírico fue inventado por Tolstoi en complicidad con sus tres primos Alexander, Alexei y Vladimir Zhemchuzhnikov. Los cuatros fueron los padres putativos de Prutkov y quienes escribían al alimón y ocultos bajo este seudónimo sus textos burlescos. El presunto autor aparentaba ser un funcionario público del gobierno zarista nacido el 11 de abril de 1801 y muerto el 13 de enero de 1863 y llegó a hacerse tan famoso que muchos llegaron a creer en su existencia real.