La doctrina del Sainte-Victoire

La doctrina del Sainte-Victoire

Resumen del libro: "La doctrina del Sainte-Victoire" de

Escrita a continuación de Lento regreso, novela con la cual sostiene un soterrado vínculo, La doctrina del Sainte-Victoire marca un punto de inflexión en la obra de Peter Handke, que adopta en ella el narrador en primera persona y encuentra una fecunda veta en la geografía y en el discurso digresivo. Dominada, como la Provenza, por la montaña Sainte-Victoire, objeto de numerosas representaciones por parte del pintor Paul Cézanne, así como por la relación que el narrador establece con ella, la obra tiene como ejes el paisaje, el tiempo, la representación artística y la reflexión acerca de la labor creadora y del desarrollo de la existencia.

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El gran arco

De vuelta a Europa necesitaba escribir todos los días y releía de un modo nuevo muchas cosas.

Los habitantes del pueblo apartado y solitario que sale en el Bergkristall de Stifter son muy laboriosos. Cuando una piedra se cae de un muro la vuelven a poner; las casas nuevas las construyen como las viejas; los tejados que tienen algún desperfecto los reparan con el mismo tipo de pieza de madera. Donde aparece de un modo claro y llamativo esta tenacidad es en el caso de los animales: el color se queda en la casa.

En cierta ocasión, en medio de los colores me sentí como en mi elemento. Los matorrales, los árboles, las nubes del cielo, incluso el asfalto de la calle tenían un brillo que no era ni de la luz de aquel día ni de la estación del año. El mundo de la Naturaleza y el de las obras del hombre, el uno a través del otro, me depararon un momento de beatitud que conozco por las imágenes de la duermevela (sin embargo, sin este elemento amenazador que anuncia lo extremo o lo último) y al que se le ha llamado el nunc stans: momento de eternidad. Los matorrales eran retama amarilla; los árboles eran pinos aislados de color marrón; las nubes, a través de la niebla que se había posado sobre la tierra, aparecían con un color azulado; el cielo (el mismo cielo que Stifter aún podía poner de un modo tan sosegado y tranquilo en sus narraciones) era azul. Me había parado en la cima de una colina de la Route Paul Cézanne, que, en dirección al este, va de Aix-en-Provence al pueblo de Le Tholonet.

Distinguir los colores y, todavía más, darles nombre es algo que desde siempre me ha resultado difícil. Goethe, en su Teoría de los colores, haciendo gala un poco de sus conocimientos, habla de dos sujetos en los cuales en parte me veo a mí mismo. Los dos, por ejemplo, confunden «del todo el rosa, el azul y el violeta»: solo con pequeñas matizaciones de mayor o menor claridad, mayor o menor viveza parece que estos colores cobran independencia y se distinguen unos de otros a sus ojos. Uno de ellos ve en el negro un cierto tono marrón y en el gris un cierto tono rojizo. En general, lo que los dos perciben con mayor finura es la gradación de claro y oscuro. Probablemente tienen un defecto de visión, pero Goethe los ve todavía como casos que están en el límite entre lo normal y lo patológico. No hay duda: dice que si hablando con ellos uno deja que la conversación siga derroteros azarosos y les pregunta sobre los objetos que tiene delante, termina en la mayor de las confusiones y acaba temiendo volverse loco.

Esta observación del científico, dejando aparte el hecho de que en ella me reconociera a mí mismo, me mostró lo que es la unidad entre mi más remoto pasado y el momento presente: en un momento dilatado de ese «ahora estático» estoy viendo cómo la gente de entonces —padres, hermanos e incluso abuelos—, unidos con la gente de ahora, se divierten oyéndome decir los colores de las cosas que me rodean. Parece literalmente como si el hacerme adivinar los colores fuera un juego de familia; un juego en el que en realidad los que están confundidos no son los otros sino yo.

Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con los dos sujetos de experimentación de Goethe, en mi caso, por lo visto, no se trata de una enfermedad hereditaria. Dentro de mi círculo yo soy un caso aislado. A pesar de esto, con el tiempo me he dado cuenta de que no soy lo que normalmente se llama un daltónico y que tampoco padezco ninguna modalidad especial de esta enfermedad. A veces veo mis colores y los veo tal como son.

Peter Handke. Escritor austriaco, Peter Handke fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en el año 2019.

Handke cursó estudios en un duro internado, cuya influencia se ha dejado notar en el resto de su obra. En 1961 inició la carrera de Derecho en la Universidad de Graz, pero abandonó poco tiempo después para abrazar su gran pasión: la literatura.

Sus primeras obras están relacionadas con el mundo del teatro, abrazando las vanguardias de principios de los años 60. Los títulos más conocidos de esta época son Gaspar, Insultos al público y El pupilo quiere ser tutor.

Se inició en la novela con Los avispones, instalándose en París a principios de 1970. El suicidio de su madre, pocos meses después, marcó un antes y un después en la obra del autor austriaco. A este periodo pertenecen obras como El peso del mundo e Historia de un lápiz.

Handke también ha sido un polémico ensayista, sobre todo alrededor de la Guerra de Yugoslavia, con títulos como Justicia para Serbia, La noche del Morava o Contra el sueño profundo. Es un especialista en la obra de Kafka y ha realizado importantes traducciones, que comprenden a autores como Adonis, Esquilo, Shakespeare, Genet o Modiano.

En el campo del cine, ha destacado por su colaboración con el director Wim Wenders en obras tan conocidas como El cielo sobre Berlín. En solitario, cabría destacar La mujer zurda o La ausencia.

A lo largo de su carrera, además del Nobel de Literatura, Handke ha recibido premios tan importantes como el Georg Büchner, el Franz Kafka o el Ibsen.