La familia de Pascual Duarte

Resumen del libro: "La familia de Pascual Duarte" de

«La familia de Pascual Duarte», obra maestra de Camilo José Cela, emerge como una pieza fundamental en la literatura española, rivalizando incluso con el coloso literario que es el Quijote, al ostentar el título de la obra española más traducida a otros idiomas después de la obra de Cervantes. Publicada inauguralmente en 1942, la novela se erige como un testimonio impactante y visceral de la vida de Pascual Duarte, un campesino extremeño inmerso en una existencia marcada por la adversidad y la tragedia.

El relato es narrado en primera persona por Pascual, quien, aguardando su inminente ejecución en la celda de los condenados, desgrana su existencia. Hijo de un padre alcohólico, Pascual Duarte se presenta como un individuo cincelado por una inexorable fatalidad. Sus acciones, impregnadas de violencia, surgen como la única respuesta que conoce ante la traición y el engaño que perviven en su entorno. Sin embargo, tras esta ominosa fachada se esconde una impotencia desolada y una incapacidad para confrontar la maldad ajena, latiendo en lo más profundo de su ser.

Cela, con una prosa que corta como acero, esculpe un personaje trágico y complejo en Pascual Duarte. A través de su pluma, la narración se torna en una suerte de catarsis, donde el lector es testigo de la lucha desesperada de un hombre contra las circunstancias asfixiantes que lo rodean. La crudeza y autenticidad que emana de la obra impregnan cada página, haciendo que el lector se vea atrapado en el torbellino emocional y psicológico de su protagonista.

Con el paso de los años, «La familia de Pascual Duarte» ha ganado en fuerza y dramatismo, consolidando a su protagonista como un arquetipo de alcance universal. Pascual Duarte, con su crudeza y complejidad, se alza como un reflejo de la lucha humana en un mundo hostil y despiadado. La novela de Cela se revela así como un monumento literario, una obra que no solo trasciende fronteras lingüísticas, sino que también penetra en lo más hondo del alma humana, dejando una huella indeleble en quienes se aventuran en sus páginas.

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El manuscrito de Pascual Duarte

I

Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquellos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya.

Nací hace ya muchos años —lo menos cincuenta y cinco— en un pueblo perdido por la provincia de Badajoz; el pueblo estaba a unas dos leguas de Almendralejo, agachado sobre una carretera lisa y larga como un día sin pan, lisa y larga como los días —de una lisura y una largura como usted para su bien, no puede ni figurarse— de un condenado a muerte.

Era un pueblo caliente y soleado, bastante rico en olivos y guarros (con perdón), con las casas pintadas tan blancas, que aún me duele la vista al recordarlas, con una plaza toda de losas, con una hermosa fuente de tres caños en medio de la plaza. Hacía ya varios años, cuando del pueblo salí, que no manaba el agua de las bocas y sin embargo, ¡qué airosa!, ¡qué elegante!, nos parecía a todos la fuente con su remate figurado un niño desnudo, con su bañera toda rizada al borde como las conchas de los romeros. En la plaza estaba el ayuntamiento que era grande y cuadrado como un cajón de tabaco, con una torre en medio, y en la torre un reloj, blanco como una hostia, parado siempre en las nueve como si el pueblo no necesitase de su servicio, sino sólo de su adorno. En el pueblo, como es natural, había casas buenas y casas malas, que son, como pasa con todo, las que más abundan; había una de dos pisos, la de don Jesús, que daba gozo de verla con su recibidor todo lleno de azulejos y macetas. Don Jesús había sido siempre muy partidario de las plantas, y para mí que tenía ordenado al ama vigilase los geranios, y los heliotropos, y las palmas, y la yerbabuena, con el mismo cariño que si fuesen hijos, porque la vieja andaba siempre correteando con un cazo en la mano, regando los tiestos con un mimo que a no dudar agradecían los tallos, tales eran su lozanía y su verdor. La casa de don Jesús estaba también en la plaza y, cosa rara para el capital del dueño que no reparaba en gastar, se diferenciaba de las demás, además de en todo lo bueno que llevo dicho, en una cosa en la que todos le ganaban: en la fachada, que aparecía del color natural de la piedra, que tan ordinario hace, y no enjalbegada como hasta la del más pobre estaba; sus motivos tendría. Sobre el portal había unas piedras de escudo, de mucho valer, según dicen, terminadas en unas cabezas de guerreros de la antigüedad, con su cabezal y sus plumas, que miraban, una para el levante y otra para el poniente, como si quisieran representar que estaban vigilando lo que de un lado o de otro podríales venir. Detrás de la plaza, y por la parte de la casa de don Jesús, estaba la parroquial con su campanario de piedra y su esquilón que sonaba de una manera que no podría contar, pero que se me viene a la memoria como si estuviese sonando por estas esquinas. La torre del campanario era del mismo alto que la del reló y en verano, cuando venían las cigüeñas, ya sabían en qué torre habían estado el verano anterior; la cigüeña cojita, que aún aguantó dos inviernos, era del nido de la parroquial, de donde hubo de caerse, aún muy tierna, asustada por el gavilán.

Mi casa estaba fuera del pueblo, a unos doscientos pasos largos de las últimas de la piña. Era estrecha y de un solo piso, como correspondía a mi posición, pero como llegué a tomarle cariño, temporadas hubo en que hasta me sentía orgulloso de ella. En realidad lo único de la casa que se podía ver era la cocina, lo primero que se encontraba al entrar, siempre limpia y blanqueada con primor; cierto es que el suelo era de tierra, pero tan bien pisada la tenía, con sus guijarrillos haciendo dibujos, que en nada desmerecía de otras muchas en las que el dueño había echado porlan por sentirse más moderno. El hogar era amplio y despejado y alrededor de la campana teníamos un vasar con lozas de adorno, con jarras con recuerdos, pintados en azul, con platos con dibujos azules o naranja; algunos platos tenían una cara pintada, otros una flor, otros un nombre, otros un pescado. En las paredes teníamos varias cosas; un calendario muy bonito que representaba una joven abanicándose sobre una barca y debajo de la cual se leía en letras que parecían de polvillo de plata, «Modesto Rodríguez. Ultramarinos finos. Mérida (Badajoz)», un retrato del Espartero con el traje de luces dado de color y tres o cuatro fotografías —unas pequeñas y otras regular— de no sé quién, porque siempre las vi en el mismo sitio y no se me ocurrió nunca preguntar. Teníamos también un reló despertador colgado de la pared, que no es por nada, pero siempre funcionó como Dios manda, y un acerico de peluche colorado, del que estaban clavados unos bonitos alfileres con sus cabecitas de vidrio de color. El mobiliario de la cocina era tan escaso como sencillo: tres sillas —una de ellas muy fina, con su respaldo y sus patas de madera curvada, y su culera de rejilla —y una mesa de pino, con su cajón correspondiente, que resultaba algo baja para las sillas, pero hacía su avío. En la cocina se estaba bien: era cómoda y en el verano, como no la encendíamos, se estaba fresco sentado sobre la piedra del hogar cuando, a la caída de la tarde, abríamos las puertas de par en par; en el invierno se estaba caliente con las brasas que, a veces, cuidándolas un poco, guardaban el rescoldo toda la noche. ¡Era gracioso mirar las sombras de nosotros por la pared, cuando había unas llamitas! Iban y venían, unas veces lentamente, otras a saltitos como jugando. Me acuerdo que de pequeño, me daba miedo, y aún ahora, de mayor, me corre un estremecimiento cuando traigo memoria de aquellos miedos.

El resto de la casa no merece la pena ni describirlo, tal era su vulgaridad. Teníamos otras dos habitaciones, si habitaciones hemos de llamarlas por eso de que estaban habitadas, ya que no por otra cosa alguna, y la cuadra, que en muchas ocasiones pienso ahora que no sé por qué la llamábamos así, de vacía y desamparada como la teníamos. En una de las habitaciones dormíamos yo y mi mujer, y en la otra mis padres hasta que Dios, o quién sabe si el diablo, quiso llevárselos; después quedó vacía casi siempre, al principio porque no había quien la ocupase, y más tarde, cuando podía haber habido alguien; porque este alguien prefirió siempre la cocina, que además de ser más clara no tenía soplos. Mi hermana, cuando venía, dormía siempre en ella, y los chiquillos, cuando los tuve, también tiraban para allí en cuanto se despegaban de la madre. La verdad es que las habitaciones no estaban muy limpias ni muy construidas, pero en realidad tampoco había para quejarse; se podía vivir, que es lo principal, a resguardo de las nubes de la navidad, y a buen recaudo —para lo que uno se merecía— de las asfixias de la Virgen de agosto. La cuadra era lo peor; era lóbrega y oscura, y en sus paredes estaba empapado el mismo olor a bestia muerta que desprendía el despeñadero cuando allá por el mes de mayo comenzaban los animales a criar la carroña que los cuervos habíanse de comer.

Es extraño pero, de mozo, si me privaban de aquel olor me entraban unas angustias como de muerte; me acuerdo de aquel viaje que hice a la capital por mor de las quintas; anduve todo el día de Dios desazonado, venteando los aires como un perro de caza. Cuando me fui a acostar, en la posada, olí mi pantalón de pana. La sangre me calentaba todo el cuerpo. Quité a un lado la almohada y apoyé la cabeza para dormir sobre mi pantalón, doblado. Dormí como una piedra aquella noche.

En la cuadra teníamos un burrillo matalón y escurrido de carnes que nos ayudaba en la faena y, cuando las cosas venían bien dadas, que dicho sea pensando en la verdad no siempre ocurría, teníamos también un par de guarros (con perdón) o tres. En la parte de atrás de la casa teníamos un corral o saledizo, no muy grande, pero que nos hacía su servicio, y en él un pozo que andando el tiempo hube de cegar porque dejaba manar un agua muy enfermiza.

Por detrás del corral pasaba un regato, a veces medio seco y nunca demasiado lleno, cochino y maloliente como tropa de gitanos, y en el que podían cogerse unas anguilas hermosas, como yo algunas tardes y por matar el tiempo me entretenía en hacer. Mi mujer, que en medio de todo tenía gracia, decía que las anguilas estaban rollizas porque comían lo mismo que don Jesús, sólo que un día más tarde. Cuando me daba por pescar se me pasaban las horas tan sin sentirlas, que cuando tocaba a recoger los bártulos casi siempre era de noche; allá, a lo lejos, como una tortuga baja y gorda, como una culebra enroscada que temiese despegarse del suelo, Almendralejo comenzaba a encender sus luces eléctricas. Sus habitantes a buen seguro que ignoraban que yo había estado pescando, que estaba en aquel momento mismo mirando cómo se encendían las luces de sus casas, imaginando incluso cómo muchos de ellos decían cosas que a mí se me figuraban o hablaban de cosas que a mí me ocurrían. ¡Los habitantes de las ciudades viven vueltos de espaldas a la verdad y muchas veces ni se dan cuenta siquiera de que a dos leguas, en medio de la llanura, un hombre del campo se distrae pensando en ellos mientras dobla la caña de pescar, mientras recoge del suelo el cestillo de mimbre con seis o siete anguilas dentro!

La familia de Pascual Duarte: Camilo José Cela

Camilo José Cela. Reconocido como uno de los escritores españoles más importantes del S.XX, Camilo José Cela destacó además como una figura pública de gran calado y también en su labor académica en la RAE. Nacido en Iria Flavia, Galicia, en 1916, Cela comenzó estudios de Medicina que no llegaría a terminar. Dentro del ambiente universitario frecuentó las tertulias literarias y conoció a Alonso Zamora, Miguel Hernández, María Zambrano o a Max Aub, entre otros.

El estallido de la Guerra Civil marca su carrera literaria. De fuerte ideología derechista, Cela combate en el bando nacional hasta que es herido. Tras el conflicto comienza a trabajar como periodista al servicio del regimen franquista, tanto como confidente como censor. Esa colaboración con la dictadura se mantuvo siempre en un tira y afloja que Cela utilizó durante varios años.

De esa primera época es su primera novela La familia de Pascual Duarte (1942), posiblemente la que supuso un mayor impacto sobre la sociedad española y que sería llevada al cine años después.

En 1956 viaja a Mallorca donde junto a Caballero Bonald funda la revista Papeles de Son Armandan. También en este periodo crea la editorial Alfaguara donde publica sus textos. Algunas de sus obras, pese a la colaboración con la dictudura, son completamente censuradas y sus primeras ediciones, como La Colmena (1951), se realizan en Argentina.

Es elegido en 1957 para ocupar el sillón Q de la Real Academia de la Lengua, donde desarrolló una loable carrera como académico.

Entre los numerosos galardones que otorgados a Camilo José Cela, destaca, sin duda, el Premio Nobel de Literatura, que le fue concedido en 1989. Dentro del ámbito de las letras castellanas, consiguió los máximos honores con el Nacional de la Crítica (1956) el Nacional de Narrativa (1984), el Príncipe de Asturias en 1987 y el más importante del mundo hispano, el Premio Cervantes (1995)

Si bien mantuvo una actitud peculiar durante toda su carrera literaria, su obra no fue cuestionada hasta sus últimos años, cuando surgieron diversas polémicas sobre posibles plagios a autores desconocidos, siendo el más famoso el caso del Premio Planeta de 1994.

Camilo José Cela murió en Madrid en 17 de Enero de 2002 a los 85 años de edad.