La Historia Interminable

Resumen del libro: "La Historia Interminable" de

Michael Ende, un maestro de la fantasía y la imaginación, nos lleva en un viaje inolvidable a través de su obra maestra, «La Historia Interminable». Con una prosa encantadora y personajes inolvidables, Ende teje una historia que trasciende los límites de la realidad y nos sumerge en el mágico reino de la Fantasía.

En el corazón de la narrativa se encuentra Bastián Baltasar Bux, un niño tímido pero dotado de una imaginación desbordante. A través de la lectura de un misterioso libro, descubre que el reino de la Fantasía está en grave peligro. Intrigado y asombrado, Bastián se da cuenta de que él mismo es parte fundamental de esta épica aventura: debe unirse a Attreyu, un valiente guerrero, para salvar la Fantasía.

«La Historia Interminable» no es solo una novela; es un viaje emocionante que invita al lector a explorar los límites de su propia imaginación. Ende crea un universo rico y vibrante, poblado por criaturas mágicas, paisajes deslumbrantes y desafíos épicos. A través de sus palabras, nos sumergimos en un mundo donde los sueños y la realidad se entrelazan de manera fascinante.

La versión ilustrada por Roswitha Quadeflieg añade una capa adicional de belleza a esta obra atemporal. Sus ilustraciones cautivadoras capturan la esencia misma de la Fantasía, transportando al lector a lugares más allá de su imaginación. La maquetación a dos tintas y las diferentes tipografías utilizadas para distinguir las dos historias narradas añaden un toque visualmente estimulante a la experiencia de lectura.

En conclusión, «La Historia Interminable» es mucho más que una simple historia. Es un viaje inolvidable a través de la imaginación, un recordatorio de la importancia de creer en nuestros sueños y de la magia que habita en cada uno de nosotros. Con su brillante narrativa y su cautivadora ambientación, Michael Ende ha creado un clásico que perdurará en la memoria de los lectores para siempre.

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Prólogo

Esta era la inscripción que había en la puerta de cristal de una tiendecita, pero naturalmente sólo se veía así cuando se miraba a la calle, a través del cristal, desde el interior en penumbra.

Fuera hacía una mañana fría y gris de noviembre, y llovía a cántaros. Las gotas correteaban por el cristal y sobre las adornadas letras. Lo único que podía verse por la puerta era una pared manchada de lluvia, al otro lado de la calle. La puerta se abrió de pronto con tal violencia que un pequeño racimo de campanillas de latón que colgaba sobre ella, asustado, se puso a repiquetear, sin poder tranquilizarse en un buen rato.

El causante del alboroto era un muchacho pequeño y francamente gordo, de unos diez u once años. Su pelo, castaño oscuro, le caía chorreando sobre la cara, tenía el abrigo empapado de lluvia y, colgada de una correa, llevaba a la espalda una cartera de colegial. Estaba un poco pálido y sin aliento pero, en contraste con la prisa que acababa de darse, se quedó en la puerta abierta como clavado en el suelo.

Ante él tenía una habitación larga y estrecha, que se perdía al fondo en penumbra. En las paredes había estantes que llegaban hasta el techo, abarrotados de libros de todo tipo y tamaño. En el suelo se apilaban montones de mamotretos y en algunas mesitas había montañas de libros más pequeños, encuadernados en cuero, cuyos cantos brillaban como el oro. Detrás de una pared de libros tan alta como un hombre, que se alzaba al otro extremo de la habitación, se veía el resplandor de una lámpara. De esa zona iluminada se elevaba de vez en cuando un anillo de humo, que iba aumentando de tamaño y se desvanecía luego más arriba, en la oscuridad. Era como esas señales con que los indios se comunican noticias de colina en colina. Evidentemente, allí había alguien y, en efecto, el muchacho oyó una voz bastante brusca que, desde detrás de la pared de libros, decía:

—Quédese pasmado dentro o fuera, pero cierre la puerta. Hay corriente.

El muchacho obedeció, cerrando con suavidad la puerta. Luego se acercó a la pared de libros y miró con precaución al otro lado. Allí estaba sentado, en un sillón de orejas de cuero desgastado, un hombre grueso y rechoncho. Llevaba un traje negro arrugado, que parecía muy usado y como polvoriento. Un chaleco floreado le sujetaba el vientre. El hombre era calvo y sólo por encima de las orejas le brotaban mechones de pelos blancos. Tenía una cara roja que recordaba la de un buldog de esos que muerden. Sobre las narices, llenas de bultos, llevaba unas gafas pequeñas y doradas, y fumaba en una pipa curva, que le colgaba de la comisura de los labios torciéndole toda la boca. Sobre las rodillas tenía un libro en el que, evidentemente, había estado leyendo, porque al cerrarlo había dejado entre sus páginas el gordo dedo índice de la mano izquierda… como señal de lectura, por decirlo así.

El hombre se quitó las gafas con la mano derecha, contempló al muchacho pequeño y gordo que estaba ante él chorreando, frunciendo al hacerlo los ojos, lo que aumentó la impresión de que iba a morder, y se limitó a musitar: —¡Vaya por Dios! —Luego volvió a abrir su libro y siguió leyendo. El muchacho no sabía muy bien qué hacer, y por eso se quedó simplemente allí, mirando al hombre con los ojos muy abiertos. Finalmente, el hombre cerró el libro otra vez —dejando el dedo, como antes, entre sus páginas— y gruñó:

—Mira, chico, yo no puedo soportar a los niños. Ya sé que está de moda hacer muchos aspavientos cuando se trata de vosotros…, ¡pero eso no reza conmigo! No me gustan los niños en absoluto. Para mí no son más que unos estúpidos llorones y unos pesados que lo destrozan todo, manchan los libros de mermelada y les rasgan las páginas, y a los que les importa un pimiento que los mayores tengan también sus preocupaciones y sus problemas. Te lo digo sólo para que sepas a qué atenerte. Además, no tengo libros para niños y los otros no te los vendo. ¿Está claro?

«La Historia Interminable» de Michael Ende

Michael Ende. Fue uno de los escritores más importantes de literatura fatástica y de ficción infantil y juvenil del S.XX. Nació en Alemania en 1929, su padre, Edgar Ende, era un reconocido pintor surrealista prohibido por el partido Nazi. La obra de su padre, así como el barrio de Munich donde se crio, rodeado de pintores y otros artistas, determinó el rico estilo que más tarde desarrollaría.

Desertor del ejército nazi, luchó en un grupo antifascista durante la Segunda Guerra Mundial. Pese a querer ser dramaturgo, Ende acaba estudiando como actor mientras sigue desarrollando sus primeras obras, normalmente obras de carácter político.

El éxito le llega con Jim Botón y Lucas el maquinista (1962), una obra infantil de marcado corte fantástico que logra una gran repercusión y un rechazo frontal de la crítica literaria, anclada en la corriente realista que dominaba en Alemania desde la guerra.

Harto del ambiente generado a su alrededor, Ende se muda a las afuera de Roma, donde escribe obras como Momo (1973), ganadora del Premio de Literatura Juvenil en Alemania, y que suponen un espaldarazo para su carrera. En 1982 publica La historia interminable, una obra también juvenil que supera todas las expectativas editoriales y se traduce a más de cuarenta idiomas. Posteriormente se realizaría una adaptación del libro a la pantalla grande, pese a las protestas de Ende que intentó desvincularse por completo del proyecto.

Aunque es más conocido por sus libros de género juvenil, también publicó varios libros para adultos y numerosas obras de teatro, poesía o ensayos. Sus obras se caracterizan por la fantasía y el surrealismo, al igual que por los llamativos y extraños nombres que el autor les proporcionó.

Michael Ende murió en Stuttgart, Alemania, en 1995, debido a un cáncer de estómago diagnosticado tres años antes.

En 1998 se inauguró en Alemania el Michael Ende Museum, donde se pueden consultar sus obras en diferentes idiomas, escritos, parte de su biblioteca privada, entre otras pertenencias del escritor.

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