La máscara de Dimitrios

Resumen del libro: "La máscara de Dimitrios" de

La investigación de una vida de la que en apariencia todo se sabe, se convierte en una peripecia inquietante y terrible. Todo comienza cuando el cadáver de un hombre llamado Dimitrios aparece flotando en aguas del Bósforo. En un periplo que en algunos momentos establece puntos de contacto con el clásico cinematrográfico de Orson Wells «Ciudadano Kane», Ambler desarrolla un retrato de la turbia y corrupta Europa de entreguerras, en el que a cada paso surge una nueva sorpresa acerca de la personalidad de Dimitrios. La novela fue llevada a la gran pantalla por Jean Negulesco en 1944, en una versión protagonizada por Peter Latorre. Autores tan dispares y pretigiosos como Le Carré, Hitchcock, Greene o Cabrera han expresado a menudo su entusiasmo ante esta novela.

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1. Orígenes de una obsesión

Un francés llamado Chamfort dijo cierta vez, a sabiendas de que estaba equivocado, que la palabra azar era un atributo de la Providencia.

Se trata de uno de esos aforismos convenientes, que no son más que falacias, acuñados para desacreditar la desagradable pero verdadera idea de que el azar juega un papel de importancia —si no decisivo— en los asuntos humanos. Sin embargo, no se trata de una expresión del todo imperdonable. Porque es inevitable que, en ciertas ocasiones, el azar actúe con una suerte de desmañada coherencia, que bien puede confundirse con las acciones de una Providencia consciente de sí misma.

La historia de Dimitrios Makropoulos es un buen ejemplo de esto.

El solo hecho de que un hombre como Latimer llegara a tener alguna noticia, siquiera, de la existencia de un hombre como Dimitrios, es, en sí, grotesco. Y constituye un tipo de situación que le corta a uno el aliento el hecho de que, de verdad, llegara a ver el cadáver de Dimitrios, que durante semanas —careciendo como carecía del dinero necesario— viviera entregado a la tarea de hurgar en la oscura historia de aquel hombre y que, por último, se hallara él mismo en la posición de adeudarle su vida al estrambótico gusto, en materia de decoración de interiores, de un criminal.

No obstante, al considerar estos hechos en relación a los demás del caso, resulta difícil no dejarse dominar por su terror supersticioso. El carácter completamente absurdo de todo esto parece no aconsejar el uso de las palabras «azar» y «coincidencia».

En este caso, el escéptico tiene la posibilidad de un único consuelo: si existiera algo así como una ley sobrehumana, estaría administrada con una ineficacia infrahumana. La elección de Latimer como instrumento de esa Ley sólo pudo haber sido realizada por un idiota.

Durante los primeros quince años de su vida adulta, Charles Latimer se había convertido en profesor agregado de economía política en una universidad inglesa de segunda fila. Además, a la edad de treinta y cinco años, había escrito tres libros. El primero era un estudio sobre la influencia de Proudhon en el pensamiento político italiano del siglo XIX. El segundo se titulaba El Programa de Gotha de 1875. El tercero era una valoración de las proyecciones económicas de Der Mythus des zwanzigsten Jahrhunderts, de Rosenberg.

Tan pronto como hubo dado fin a la corrección de las pruebas de esta consistente obra, con la esperanza de ahuyentar el negro estado depresivo en que le había hundido ese período de contacto temporal con la filosofía del nacionalsocialismo y con su profeta, el doctor Rosenberg, Latimer escribió su primera novela policíaca.

Una pala sangrienta tuvo un éxito inmediato. A este título le siguió «Yo», dijo la mosca y, más tarde, Los brazos del asesino. Del muy nutrido ejército de profesores universitarios que escriben novelas policíacas en sus ratos de ocio, Latimer descolló muy pronto como uno de los pocos que, con gran rubor, hacían dinero gracias a ese pasatiempo. Tal vez resultara inevitable que; más tarde o más temprano, se convirtiera en un escritor profesional, tanto de nombre como de hecho. Tres circunstancias aceleraron el proceso de transición. La primera fue el desacuerdo con las autoridades universitarias acerca de lo que Latimer considerara como una cuestión de principios. La segunda fue una enfermedad. La tercera, el hecho de que fuese soltero.

No mucho tiempo después de la publicación de No cegar esta puerta, y tras su enfermedad, que desgastó muy seriamente sus reservas orgánicas, redactó una carta de renuncia a su cátedra, con apenas una ligera resistencia intima. Luego emprendió un viaje para ir a terminar su quinta novela policíaca bajo los rayos del sol.

Una semana después de haber dado con el título que debía seguir a aquel libro, Latimer partió hacia Turquía. Había vivido un año en Atenas y en sus alrededores y estaba ansioso por cambiar de escena. Su salud había mejorado considerablemente, pero la idea de afrontar un otoño inglés le resultaba poco atractiva. Hizo caso, pues, a la sugerencia de un amigo y cogió el vapor que cubría el trayecto entre el Pireo y Estambul.

Fue en Estambul y de boca del coronel Haki, donde Latimer oyó por primera vez el nombre de Dimitrios.

Una carta de presentación es un documento incómodo. En la mayoría de los casos, su portador sólo está relacionado de manera casual con quien se la ha proporcionado, y éste, a su vez, a menudo conoce bien poco al destinatario. Las posibilidades de que estas presentaciones logren un resultado satisfactorio para los tres son muy escasas.

Entre las cartas de presentación que Latimer llevaba consigo a Estambul, había una dirigida a madame Chávez quien, tal como le habían dicho, vivía en una villa a orillas del Bósforo. A los tres días de su llegada, Latimer le escribió y como respuesta, recibió una invitación para pasar cuatro días de reunión en la villa. Con un oscuro sentimiento de aprensión, Latimer aceptó.

Para madame Chávez tanto el camino de ida hacia Buenos Aires como el de regreso habían estado pavimentados de oro, con la mayor de las liberalidades. Turca de nacimiento, poseedora de una notable belleza, se había casado y divorciado con éxito de un rico argentino, negociante de carnes; con parte de las ganancias obtenidas en tales transacciones, madame Chávez había comprado un pequeño palacio que en otros tiempos había sido la residencia de una rama menor de la realeza turca. Remoto, aislado por un camino de acceso poco frecuentado y difícil, el palacete dominaba una bahía de fantástica hermosura, y fuera del hecho de que el abastecimiento de agua limpia resultaba insuficiente para servir incluso a uno solo de los nueve baños con que contaba, estaba exquisitamente equipado.

Tanto los demás huéspedes como su anfitriona turca tenían la desagradable costumbre de golpear con gran violencia en la cara a los criados, cada vez que alguno de éstos desagradaba a los señores —cosa que ocurría a menudo—, pero a no ser por la incomodidad que le provocaba tan insólita situación, Latimer habría disfrutado de su estadía en aquel lugar.

Los restantes invitados eran una pareja muy ruidosa de marselleses, tres italianos, dos jóvenes oficiales de la marina turca y sus ocasionales fiancées, más un grupo de hombres de negocios residentes en Estambul, acompañados por sus mujeres. Pasaban todos ellos la mayor parte de su tiempo bebiendo las, al parecer, inagotables existencias de ginebra holandesa que poseía madame Chávez y bailando con la música de fondo de un gramófono atendido por uno de los sirvientes, cuya tarea consistía en cambiar constantemente los discos, estuvieran bailando o no los invitados. Con la excusa de su precaria salud, Latimer se mantenía apartado de la bebida y del baile. En general todos le ignoraban.

La tarde de su último día de estancia en aquel lugar estaba ya avanzada; estaba sentado en un extremo de la terraza cubierta por emparrado frondoso, lejos del alcance del gramófono, cuando Latimer advirtió que, por el largo y polvoriento camino que llevaba hasta la villa, subía no sin cierta dificultad un grande y lujoso coche conducido por un chófer.

Cuando el coche dejó oír el ronquido de su motor en el patio de la casa, el ocupante del asiento trasero abrió la portezuela y saltó fuera antes de que el coche se hubiera parado.

Era un hombre alto, de mejillas finas y pómulos salientes, cuya piel de pálido color broncíneo contrastaba con una cabeza cubierta por cabellos grises cortados a la prusiana. Una frente huesuda y estrecha, una nariz que parecía el pico de un ave y unos labios muy delgados le daban un cierto aire depredador. No puede tener menos de cincuenta años, pensó Latimer mientras observaba su cintura, por debajo del uniforme de oficial, de impecable corte, con la esperanza de detectar la presencia de algún corsé.

Vio que el oficial se sacaba un pañuelo de seda de la manga, con el que limpió alguna invisible mota de polvo de sus inmaculadas botas de montar de charol, antes de encasquetarse, como al desgaire, la gorra, y le vio desaparecer del campo de su visión. En algún lugar, dentro de la villa, resonó la campanilla de la entrada.

El coronel Haki, éste era el nombre del oficial, fue inmediatamente muy bien acogido en la reunión. Al cabo de un cuarto de hora de la llegada de aquel hombre, madame Chávez, con un aire de timidez y confusión, intentaba mostrarles a las claras a sus huéspedes que se sentía comprometida irremediablemente por la inesperada aparición del coronel. Después de conducirle hasta la terraza, inició las presentaciones. Todo sonrisas y galanterías, el coronel hizo sonar sus tacones, besó manos, se inclinó en estudiadas reverencias, intercambió saludos militares con los oficiales de la marina y devoró con los ojos a las mujeres de los hombres de negocios.

Toda aquella actuación le fascinó tanto a Latimer que, cuando le tocó el turno de ser presentado, el simple hecho de oír su propio nombre le sobresaltó. El coronel le sacudió el brazo con un cálido gesto.

—Tengo mucho gusto en conocerle, mi buen amigo —dijo.

Monsieur le Colonel parle bien anglais —explicó madame Chávez.

Quelques mots —aseguró el coronel Haki.

Latimer dirigió una mirada amistosa a aquel par de ojos de un pálido color gris.

—¿Qué hay?

—Aquí todo estupendamente bien —replicó el coronel con grave cortesía, antes de continuar con su presentación y de besar la mano de una joven, sobre cuyo bañador deslizó una apreciativa mirada de avezado experto.

Muy avanzada la noche, Latimer volvió a hablar con el coronel. Haki había inyectado una buena dosis de bulliciosa animación a la reunión: chistes contados con gracia, carcajadas contagiosas, desvergonzados y humorísticos ataques a las mujeres casadas y otros, bastante más subrepticios, dirigidos contra las mujeres solteras.

De cuando en cuando la mirada del coronel Haki buscaba los ojos de Latimer y esbozaba una sonrisa de disculpa. «Debo representar el papel de tonto… eso es lo que esperan de mí», venía a decir aquella sonrisa. «Pero no piense que me hace ninguna gracia».

Más tarde, después de la cena, cuando los huéspedes comenzaban a mostrar menos interés en bailar que en entretenerse con la posibilidad de una partida combinada de póquer descubierto, el coronel cogió a Latimer del brazo y le condujo hacia la terraza.

—Debe perdonarme, mister Latimer —le dijo en francés—, pero tengo gran interés en hablar con usted. Estas mujeres… psé —Haki abrió una cigarrera casi debajo mismo de las narices de Latimer—: ¿Un cigarrillo?

—Gracias.

La máscara de Dimitrios – Eric Ambler

Eric Ambler. Fue un escritor británico de novela negra y de espionaje, considerado como uno de los pioneros del género por su realismo y su calidad literaria. También se dedicó al cine como guionista y productor, colaborando con directores como John Huston y Alfred Hitchcock.

Nació en Londres el 28 de junio de 1909, en el seno de una familia de artistas que se dedicaban al teatro de marionetas. Estudió ingeniería en la Universidad de Londres, pero pronto se interesó por la escritura y la publicidad. En 1936 publicó su primera novela, The Dark Frontier, que inauguró una serie de seis thrillers ambientados en la Europa convulsa de los años treinta, marcados por su visión antifascista y su crítica a las intrigas políticas. Entre ellos destaca La máscara de Dimitrios (1939), quizá su obra más famosa.

En 1940 se alistó en el ejército británico y participó en la Segunda Guerra Mundial como oficial de propaganda cinematográfica. Durante este periodo conoció a varios cineastas que le ofrecieron trabajar en Hollywood como guionista. Allí se trasladó en 1951, tras divorciarse de su primera esposa, Louise Crombie. En Estados Unidos escribió guiones para películas como El motín del Caine (1954) o El abismo negro (1979), y también para series de televisión como Checkmate (1960).

En 1958 se casó con Joan Harrison, una productora y guionista asociada a Hitchcock, con quien regresó a Europa. Ambler reanudó su carrera literaria con novelas como El caso Schirmer (1953), El asedio de la Villa Lipp (1977) o El intruso (1981), que reflejaban los cambios geopolíticos de la posguerra y la guerra fría. Sus personajes solían ser hombres corrientes envueltos en situaciones peligrosas, que debían enfrentarse a fuerzas superiores con ingenio y humor.

Ambler recibió varios premios por su obra, entre ellos el Gran Premio de la Literatura Policiaca de Francia, el Gold Dagger y el Cartier Diamond Dagger del Reino Unido, y el Premio Edgar de Estados Unidos. Fue nombrado Oficial de la Orden del Imperio Británico en 1981. Murió en Londres el 22 de octubre de 1998, dejando un legado de más de veinte novelas y una influencia notable en autores posteriores como John le Carré o Graham Greene.

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