La quimera del oro

Resumen del libro: "La quimera del oro" de

Los cuentos que recoge este volumen tienen casi todos como factor común la fiebre de los buscadores de oro en Alaska durante la segunda mitad del siglo XIX. El oro enriqueció a algunos y destruyó a muchos, convirtiéndose así en una auténtica «quimera». Historias duras, trágicas o solidarias, todas tienen como escenario estas heladas tierras. Porque la verdadera protagonista es la inmisericorde naturaleza helada, ese impresionante silencio blanco, preludio de la muerte. Frente al implacable frío polar, la lucha del hombre por la supervivencia en un medio hostil; protagonizada por seres generosos («El silencio blanco», «La ley de la vida»), estafadores («Demasiado oro»), inútiles y degradados («En un país lejano»), avariciosos («El hombre de la cicatriz»), o por la astucia («El burlado») o la obstinación angustiosa y rabiosa de sus protagonistas («Las mil docenas», «El amor a la vida», «La hoguera», «El diablo»).

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VIDA, PASIÓN Y MUERTE DE UN EXTREMISTA AUTODIDACTO

John Griffith London —que éste es el auténtico nombre de quien firmaría sus escritos con el de Jack London— nació en San Francisco (California, EE. UU.) el 12 de enero de 1876, hijo coyuntural de un estrafalario astrónomo ambulante al que John no llegará a conocer y de una mujer de vida airada que, al saberse encinta, intenta suicidarse. Ya nacido John, su madre se casa, con un humilde droguero de Oakland, llamado John London, que da su apellido al niño, pero también le fuerza a ganarse la vida desde una tempranísima y desgraciada infancia, trabajando. Si, como se ha escrito, la más sugestiva aventura de este escritor de aventuras es su propia vida, está claro que no pueden ser amputadas de ésta ni esa infancia miserable ni la bastardía conscientemente asimilada por él como elemento negativo, degradante, imposible de olvidar y, por tanto, configurador de su más profunda personalidad y de su máscara visible.

Esa aventura personal comienza para Jack London —o adquiere una dimensión nueva y decisiva, si se prefiere— cuando, a la edad de quince años, se marcha de casa, es decir, cuando él mismo provoca el rompimiento de la cotidianidad y de la rutina para, alejándose de ellas, quedar expuesto al riesgo y al peligro. Lleva por bagaje casi exclusivo la obligada y superficial educación primaria y escoge como ámbito de movimientos y desplazamientos el mundo, que se le ofrece ancho y ajeno. Se emplea en trabajos todos iguales en su dureza y todos distintos.

Parece claro, a juicio de sus biógrafos, que la humillación de la que se sentía víctima, unida al ya aludido y nunca superado complejo de bastardía, fue uno de los estímulos que le instaron a emprender la carrera hacia el triunfo personal, que se le presentaba como un objetivo incoercible de perentoria necesidad vital. A los dieciséis años se une a la tripulación de un velero, llega al Japón y es cazador de focas. Al regreso, el estímulo de triunfo está infectado por un extraño virus que va a presentar un cuadro de complejísimo espectro y de episodios, complicaciones y consecuencias nunca previsibles: es el virus de la lectura. La primera consecuencia es la urgencia que John siente de completar y robustecer su endeble formación intelectual. Realiza, para ello, cursos de enseñanza secundaria en Oakland y se matricula en la Universidad de Berkeley. Aguanta en ella seis meses. La abandona para trabajar en una lavandería, que abandona también. Vuelve a campo abierto y vive una vida de vagabundo por extraños caminos a lo largo y ancho de la Unión. Y es buscador de oro en Alaska, es decir, se integra en la comitiva de los aquejados por la fiebre del quimérico metal. London no trae oro de Alaska. Lo que trae es la vivencia personal intensísima de unos lugares y de unas situaciones en los que la Naturaleza, con sus desmesuradas condiciones geográficas y climáticas, era un reto silencioso, blanco, frío y dramático para cualquier hombre o mujer que se atreviera a llegar hasta allí. En terminología crítico-literaria y a toro pasado —ahora que conocemos su obra escrita—, deberíamos decir que London trae del Klondike una “realidad asumida” que necesitaba tan sólo —con ser ello tanto— ser “elaborada” lingüística y estéticamente para convertirse en obra literaria.

Y así es cómo a los veinte años toma la decisión de ser escritor, entendiendo que puede serlo lo mismo que ha sido marinero, cazador de focas, estibador, mozo de lavandería y buscador de oro; y lo mismo que años después será corresponsal de guerra en Manchuria y en México.

Si se quiere comprender la importancia transcendental de esta decisión, se hace preciso conectarla con otros datos ya apuntados: la lectura y el ansia de triunfar.

Leer, escribir, triunfar.

Éstos son los tres elementos a tener en cuenta porque me parecen los títulos de crédito de la personalidad literaria de Jack London.

a) Leer.

El virus de la lectura conduce a John inexorablemente a la enfermedad crónica e incurable de la lectura. Una lectura que podríamos calificar como bibliofagia insaciable que precisa alimentarse de todo libro y que pretende devorar todos los libros escritos en el mundo, porque para London el leer todos los libros del mundo es lo mismo que recorrer todos los caminos del mundo, y él puede decir que los ha recorrido casi todos. Lee todo cuanto cae en sus manos. Y lo que cae en ellas resulta ser, ante todo obra de Marx, la obra de Darwin y la obra de Nietzsche.

La lectura de Marx, en concreto la del Manifiesto, le hace un converso al Socialismo, un socialista medularmente convencido, de los de carné. Se afilia, en efecto, al Partido Socialista. Lucha con el fervor y el entusiasmo de un novicio fanatizado. Llega incluso a presentarse dos veces —sin éxito— como candidato del partido a la alcaldía de Oakland. Trabaja con la audacia y la fe de un activista iluminado, lo que le lleva a la cárcel más de una vez. Todo ello porque, en su humillación de pobre, siente visceralmente como propia la humillación de todos los pobres; y siente también un odio feroz hacia el capitalismo y hacia la sociedad capitalista a la que entiende como una fábrica despiadada de pobreza injusta. En realidad, lo que ocurre es que John es un juguete de sí mismo. Dicho con otras palabras: él jamás perdonó, ni lo intentó siquiera, a una sociedad que le había hecho padecer un calvario de miseria, en contradicción con las manifestaciones de progreso y de justicia predicadas por esa misma sociedad. En consecuencia, su radicalismo no era otra cosa que un resentimiento o frustración que no encontraba otra vía de liberación que el esfuerzo personal para salir de la miseria material llegando a ser rico. Es el mismo mecanismo que había funcionado en el ánimo del buscador de oro. Por extraño que pueda parecer, John llegó a creer a que el único camino para redimir su vida era hacerse inmensamente rico y, siéndolo, reírse de la sociedad castigadora, vengarse de ella y demostrar con su triunfo personal las contradicciones del sistema y de la sociedad capitalistas.

La lectura de Darwin le deja junto a la empalizada del Evolucionismo. Le lleva a la convicción de lo fatal, de la fatal lucha de todo ser vivo por la propia vida —por la supervivencia—, a la convicción inquebrantable del encarnizamiento cruel de esta lucha por la supervivencia y también a la convicción de que sobreviven —triunfan— sólo los más fuertes. Habiéndose fijado el triunfo como una obligación, tiene también que llegar forzosamente a la convicción de estar —y serlo de verdad— entre los fuertes. Para ello, escoge el campo de batalla: escribir. Y hay que reconocer, ya desde aquí, que su triunfo fue rotundo porque no sólo sobrevivió sino que logró ser uno de los supervivientes —escritores— mejores. Pero para triunfar sobre/entre los demás hombres hay que ser y hacer más que los demás hombres —que ya dijo Cervantes que ningún hombre es más que otro hombre si no hace más que otro hombre—. Y aquí es donde se acopla el tercer cuerpo de lecturas.

La lectura de Nietzsche le lleva a la creencia en el superhombre y a la convicción de la necesidad del culto al superhombre. Ahora bien, como John rezumaba romanticismo por todos los poros de su cuerpo y de su alma —su vida aventurera y viajera es prueba clara— y como, en consecuencia, no podía escapar a la seducción de la idea de la fuerza y del dominio que exhalaban las obras, que también leyó, de un Kipling o de un Chamberlain y su mito de la “fiera rubia”, llegó a convencerse —aunque sólo fuera por pura estrategia, para dar cumplimiento a su obligación de triunfar— de que él era el superhombre ante sí mismo y para sí mismo, y actuó en consecuencia lógica.

b) Escribir.

Dicho queda que London se propuso ser escritor entendiendo el trabajo de escribir como una profesión, como un oficio —él que había desempeñado tantos—, pero como un oficio decidido y declarado por él como el más adecuado para triunfar, como el supremo. De lecturas hechas y de experiencias personales, comienza a dar forma literaria a cuanto de unas y de otras pugna por salir de manera torrencial. Escribe, pues, narraciones. En 1899 algunas revistas se las publican. Naturalmente, cobra por su trabajo. El olor de la tinta reciente con que sus creaciones salen a la vida pública es identificado por él como el olor de su propia sangre rehusada. Ello le sume en una especie de borrachera creadora de la que brotan a borbotones, una tras otra, todas esas obras suyas que llegan a conformar un corpus de proporciones seguramente nunca pensadas por él —más de cincuenta títulos—, pero también una máscara bajo la que se esconde su auténtica personalidad: ¿socialista?, ¿evolucionista?, ¿nietzscheano?, ¿romántico?, ¿inconformista?, ¿rebelde?, ¿revolucionario?, ¿“fiera rubia”?…

En las apariencias, un niño mimado por un incondicional público lector que, si en parte parece estar de acuerdo con la ideología que sus obras rezuman, en parte no lo está, pero no por eso —o precisamente por eso— deja de leerle.

En 1900 publica The Son of the Wolf (El hijo del lobo), libro que recoge las vivencias de su estancia en Alaska y que es, en el fondo, el libro que aquí presentamos. Es el año de su matrimonio con Bess Madern, de la que se divorciará en 1903; del matrimonio nace una hija en 1901, año este en el que publica The God of his Fathers (El dios de sus padres). En 1902 aparece A Daughter of the Snows (La hija de las nieves).

Y va a llegar su primer gran éxito. Tras un corto viaje a Europa, publica, en 1903, The Call of the Wild (La llamada de la selva), verdadero punto de arranque, en seguridad total, de una serie de relatos y reportajes de fortísimo impacto. También en 1903 aparece The People of the Abyss (El pueblo de los abismos), testimonio descarnado de la vida de un suburbio de Londres, donde ha estado viviendo durante el citado viaje a Europa. De 1904 es The Sea-Wolf (El lobo de mar) que le proporciona cuatro mil dólares —¡de los de entonces!—. En 1906 ve la luz White Fang (Colmillo blanco); en 1907, Love of Life and other Stories (Amor a la vida y otros relatos).

De 1908 es The Iron Hell (El talón de hierro), obra maestra de ciencia-ficción política en la que, con un sentido pasmoso de la anticipación, anuncia y describe la época nazi. Se podría pensar tal vez que de esta actitud apocalíptico-mesiánica en la que parecía sentirse cómodamente instalado deriva el dogmatismo de su oficio de escritor y, en consecuencia, esa su peculiar y total indiferencia e insensibilidad ante la crítica, ante las críticas que, como no podía ser de otro modo, su obra suscitó. No tengo inconveniente en admitir esta hipótesis, pero con algunas matizaciones. La primera es que, siendo él un escritor que tiene de su oficio un concepto plena y casi exclusivamente mercantilista —con miras a lo cual trabaja como un condenado a trabajos forzados, escribiendo un promedio de mil palabras diarias—, lo único que le interesa es el beneficio económico. La segunda matización tiene otro sesgo: siendo tan azarosa y desordenada su personal peripecia vital, de por fuerza será asumida y elaborada azarosa, desigual y desordenadamente. Teniendo esto en cuenta, su desprecio por la crítica resulta, paradójicamente, más profundo y más superficial al mismo tiempo.

Continúa escribiendo. Y aquí no se trata de dar la lista completa de sus obras. Pero el favor del público es siempre como las mareas. London capta la pleamar y la bajamar. Por ello, cuando se percata de estar en un momento bajo de aceptación, trata de recuperar el favor perdido. Y lo hace de dos formas: escribiendo más y acentuando los signos externos de su forma de ser y de vivir. Logra, así, descubrir la veta que le hará colocarse de nuevo en la cresta de la ola: escribir sobre sí mismo, autobiografiarse. Nacen así dos obras fundamentales: Martin Edén, 1909, que es la narración de su infancia, y John Barleycorn (El cabaret de la última oportunidad), 1913, documento estremecedor de su lucha personal contra la bebida.

c) Triunfar.

Como cualquier otro objetivo, el triunfo es lo primero en la intención y lo último en la ejecución o logro. Pero para London el triunfo no tardó en llegar.

Su economía manirrota no puede ser entendida sin tener al mismo tiempo en cuenta el generoso espíritu de prodigalidad que dominaba a este ser realmente extraño.

No es sólo que se hiciera construir un barco para escribir un libro en él. Es que lo pudo hacer porque había triunfado. Más. Se manda construir un castillo medieval, al que llamará “Casa del Lobo”, para establecer en él y en su derredor una comuna o comunidad utópica y feudal que abra los ojos del mundo respecto a la felicidad, belleza y ventajas de vivir en el campo, en la naturaleza. Cuando, la víspera de la inauguración, la suntuosa mansión fue destruida hasta sus cimientos por un incendio, se confirmó una vez más que la dialéctica campo/ciudad es tan sólo un tópico. Pero ese tópico y algunos otros pudieron tener aplicación porque él había triunfado. Ocurrió este hecho en uno de los momentos más bajos de su popularidad, cuando los editores, estupefactos ante la arbitrariedad de una conducta que no eran capaces de entender, le volvían la espalda.

No es que no pudiera aceptar la adversidad. Es que parece como si la estuviera deseando para entregarse a empresas más altas y atrevidas. En efecto, se hace construir en Glen Ellen el más lujoso rancho de California y en él da fiestas de un refinamiento asiático y hospeda a sus amigos con un boato y un lujo orientales. Había triunfado. Era un triunfador por decisión propia. Por eso podía mantener la imagen simultánea del millonario y la del vengador de los pobres y la del rebelde a toda convención burguesa siendo un empedernido burgués. Pero ¿hasta cuándo?

En realidad, hasta el día 22 de noviembre de 1916, día en el que, tras haber roto ya con el Partido Socialista y haber realizado un crucero de placer a las islas Hawai, se suicida en su rancho de Glen Ellen, poniendo así fin a una corta pero intensa aventura de cuarenta años…

La quimera del oro – Jack London

Jack London. El apasionante novelista y cuentista estadounidense nacido como John Griffith Chaney en 1876, dejó una huella indeleble en la literatura con obras atemporales. Su seudónimo, Jack London, es sinónimo de aventura, supervivencia y una profunda conexión con la naturaleza.

En su periplo hacia la fama literaria, London se lanzó a una búsqueda de oro en Alaska en 1897. Aunque el oro resultó esquivo, las experiencias vividas durante esta odisea fueron el crisol que forjó su futuro como escritor. La convalecencia de su regreso, marcada por la enfermedad y el fracaso, fue el catalizador que lo impulsó hacia la literatura.

Su obra cumbre, "La llamada de la selva" (1903), personifica la aventura romántica y la narración realista. London, no solo un testigo de la naturaleza, se convirtió en su intérprete, llevando al lector a enfrentarse dramáticamente a la supervivencia humana en ambientes extremos.

La influencia literaria de London se nutrió de lecturas heterodoxas que abarcaron desde Kipling y Spencer hasta Darwin, Malthus, y Nietzsche. Este cóctel intelectual le otorgó una perspectiva única, fusionando el socialismo con el espíritu aventurero y, de manera controvertida, defendiendo la "raza anglosajona".

El epicentro de su cosmovisión literaria yace en la implacable lucha por la vida en la frontera de Alaska. Sus relatos capturan la crueldad de la selección natural, la esencia del ser humano librado a sus instintos casi salvajes. A través de títulos como "El silencio blanco", London transporta al lector a entornos donde la naturaleza y el hombre convergen en una danza feroz.

No obstante, London no se limita a los confines helados de Alaska. Su pluma también danza en las cálidas islas de los Mares del Sur, explorando la diversidad de la naturaleza humana en un lienzo tropical. Jack London, un visionario literario, deja tras de sí un legado que trasciende las páginas, convirtiéndolo en un eterno compañero de aquellos que buscan la esencia de la vida en las palabras de un maestro de la aventura literaria.