La señora Dalloway

La señora Dalloway - Virginia Woolf - Romántico

Resumen del libro: "La señora Dalloway" de

La novela sigue a Clarissa Dalloway a través de un solo día en Inglaterra después de la Gran Guerra en una narrativa de estilo de flujo de consciencia. Construida a través de dos pequeñas historias que Woolf había escrito previamente (‘La señora Dalloway en Bond Street’ y su inconclusa ‘El Primer Ministro’) la historia de la novela son los preparativos de Clarissa para una fiesta que va a ofrecer esa noche. Usando la perspectiva interior de la novela, Woolf se mueve hacia atrás y adelante en el tiempo, y dentro y fuera de la mente de varios personajes para construir una imagen completa, no solo de la vida de Clarissa, sino de la estructura social de entreguerras. Debido a similaridades estructurales y estilísticas, comúnmente se cree que ‘La señora Dalloway’ es una respuesta al ‘Ulises’ de James Joyce, un texto que es admirado como una de las grandes novelas del siglo XX, algo que Woolf anticipó, elogiando la obra en su ensayo ‘Modern Fiction’. Sin embargo la Hogarth Press, administrada por ella y su esposo Leonard, no pudo publicar el ‘Ulises’ en Inglaterra debido, entre otras causas, a las restricciones de uso de lenguaje obsceno que regían en Inglaterra en la época. Fundamentalmente, sin embargo, ‘La señora Dalloway’ explora en nuevos terrenos y busca presentar un aspecto diferente de la experiencia humana.

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La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.

Porque Lucy ya le había hecho todo el trabajo. Las puertas serían sacadas de sus goznes; los hombres de Rum­pelmayer iban a venir. Y entonces, pensó Clarissa Dallo­way, ¡qué mañana! —fresca como si fuesen a repartirla a unos niños en la playa.

¡Qué deleite! ¡Qué zambullida! Porque eso era lo que siempre había sentido cuando, con un leve chirrido de goz­nes, que todavía ahora seguía oyendo, había abierto de golpe las puertaventanas y se había zambullido en el aire libre de Bourton. Qué fresco, qué tranquilo, más que ahora desde luego, estaba el aire en las primeras horas de la mañana; como el aleteo de una ola, el beso de una ola, frío y cortante y sin embargo (para los dieciocho años que tenía entonces), solemne, sintiendo, como sentía allí de pie en la ventana abierta, que algo terrible estaba a punto de suceder; mientras miraba las flores, los árboles, el humo escapando entre su fronda, y a los grajos volando arriba y abajo; de pie y mirando hasta que Peter Walsh dijo: «¿Mirando a las musarañas?» —¿eso dijo?—. «Prefiero a los hombres antes que las musa­rañas» —¿eso dijo? Debió decirlo en el desayuno cuando ella había salido a la terraza. Peter Walsh. Volvería de la In­dia un día de éstos, en junio o julio, había olvidado cuándo, pues sus cartas eran terriblemente pesadas; eran sus dichos lo que una recordaba; sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, su mal genio y, una vez que miles de cosas se habían disipado completamente —¡qué cosa tan extraña!— unos cuantos di­chos como éste, sobre las musarañas.

Se irguió un poco sobre el bordillo esperando que pasara el camión de Durtnall. Una mujer encantadora, pensó Scro­pe Purvis (que la conocía como uno conoce a los vecinos de Westminster); tenía el no sé qué de un pajarillo, del arrenda­jo, verde azulado, ligera, vivaracha, aunque tenía cincuenta años cumplidos, y muy pálida desde su enfermedad. Ahí es­taba ella encaramada, sin verlo, esperando a cruzar, bien er­guida.

Porque de tanto vivir en Westminster —¿cuántos años ya?… más de veinte— sientes, aun en medio del tráfico, o al despertarte de noche, Clarissa estaba segurísima, una quietud particular, o mejor cierta solemnidad; una pausa indescripti­ble; un suspense (aunque eso podía ser del corazón, según de­cían aquejado de gripe) antes de que el Big Ben diese la hora. ¡Ahora! El reloj tronó. Primero un aviso, musical; luego la hora, irrevocable. Los círculos de plomo se disolvieron en el aire. ¡Qué locos estamos!, pensó cruzando Victoria Street. Porque sólo Dios sabe por qué nos gusta tanto, por qué lo ve­mos así, por qué lo inventamos, por qué construimos todo esto que nos rodea, y lo destrozamos para volverlo a crear de nuevo; pero si hasta los mismísimos mendigos, los misera­bles más desesperados sentados en los portales (beben su des­trucción) hacen lo mismo; y eso no lo pueden solucionar las leyes del Parlamento y por una y misma razón: aman a la vida. En los ojos de la gente, en el vaivén, el caminar y la ca­minata; en el estruendo y el tumulto; en los coches, automó­viles, omnibuses, camiones, hombres-anuncio que van y vie­nen de un lado a otro; en las bandas de música; organillos; en el triunfo, y en el tintineo y en el extraño canto de algún ae­roplano que pasaba volando estaba lo que ella amaba: la vida; Londres; este momento de junio.

Porque era junio. La guerra había terminado, salvo para gente como la señora Foxcroft en la Embajada anoche, co­miéndose las entrañas con sus lágrimas porque aquel joven tan bueno había muerto y ahora la vieja finca iría a parar a manos de un primo; o como Lady Bexborough que inauguró la tómbola, dijeron, con el telegrama en la mano, John, su predilecto, muerto; pero había terminado, gracias a Dios —del todo. Era junio. Los Reyes estaban en Palacio. Y por todas partes, aunque todavía muy temprano, había un movi­miento, un ritmo, de ponis que galopaban, de bates de cric­ket que golpeaban; Lords, Ascot, Ranelagh y el resto, en­vuelto en la suave retícula del aire gris azul de la mañana que a medida que avanzaba el día, los desnudaría y depositaría en su césped y en sus campos de cricket, a los ponis troteros, cuyas manos no hacían sino tocar el suelo para volver a sal­tar, y a los jóvenes incansables, las jovencitas riéndose, en sus muselinas transparentes las cuales, sin embargo, a pesar de haberse pasado la noche bailando, insistían en sacar a pasear ahora a sus absurdos perros de lanas; e incluso ahora, a estas horas, discretas y ancianas señoronas salían en sus automóvi­les a hacer misteriosos recados; los tenderos se afanaban en sus escaparates con sus diamantes y baratijas, sus preciosos y viejos broches verdes mar con monturas dieciochescas para tentar a los americanos (¡hay que ahorrar y no comprar cosas a la ligera para Elizabeth!), y también ella, que adoraba aque­llo con una pasión absurda y fiel, siendo parte de ello —pues su gente perteneció a la corte allá en tiempos de los Jor­ges— ella también, aquella misma noche, iba a deslumbrar y despertar admiración; a dar su propia fiesta. Pero ¡qué ex­traño! al entrar en el parque, el silencio, la neblina, el mur­mullo, los patos felices con su lento nado, las aves embucha­das contoneándose, y ¿quién dirían que se acercaba, de espal­das al edificio del Gobierno, de lo más correcto, con sus des­pachos en una cartera grabada con el escudo real? ¡Ni más ni menos que Hugh Whitbread! ¡Su viejo amigo Hugh! El ad­mirable Hugh!

—¡Muy buenos días Clarissa! —dijo Hugh (excediéndose un tanto, ya que se conocían desde niños)—. ¿Adónde vas? —Me encanta pasear por Londres —dijo la señora Dallo­way—. La verdad, es mejor que pasear por el campo.

La señora Dalloway – Virginia Woolf

Adeline Virginia Woolf 1882 – 1941. Fue una novelista, ensayista, escritora de cartas, editora, feminista y escritora de cuentos británica, considerada como una de las más destacadas figuras del modernismo literario del siglo XX.

Durante el período de entreguerras, Woolf fue una figura significativa en la sociedad literaria de Londres y un miembro del grupo de Bloomsbury. Sus obras más famosas incluyen las novelas La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) y Orlando: una biografía (1928), y su largo ensayo Una habitación propia (1929), con su famosa sentencia «Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción». Fue redescubierta durante la década de 1970, gracias a este ensayo, uno de los textos más citados del movimiento feminista, que expone las dificultades de las mujeres para consagrarse a la escritura en un mundo dominado por los hombres.