Los besos en el pan

Resumen del libro: "Los besos en el pan" de

En medio de los desafíos que caracterizan a la sociedad contemporánea, Almudena Grandes presenta en su obra «Los besos en el pan» un caleidoscopio de experiencias humanas entrelazadas en un barrio común. La novela, con una prosa sutil y emotiva, nos sumerge en la vida de diversos personajes que afrontan los estragos de una crisis con un coraje admirable. Esta obra coral es un tributo a la solidaridad inesperada y a la fuerza que surge en los momentos más difíciles.

La historia se despliega alrededor de una familia que, tras sus vacaciones, se empeña en mantener intacta su rutina cotidiana. Con una aguda percepción de los detalles, Grandes nos sumerge en los sollozos de un hombre recién divorciado, en la abuela que adelanta la Navidad para alentar a su familia, y en la decisión de una mujer de redefinir su vida en el campo, conectando con sus raíces. El tejido de estas vidas se entrelaza en la peluquería, en el bar, en las oficinas y en el centro de salud, demostrando cómo una comunidad se une en momentos agridulces de rabia y ternura.

A lo largo de «Los besos en el pan», la autora nos invita a reflexionar sobre la profunda enseñanza de los abuelos: besar el pan. Este acto, aparentemente simple, simboliza la gratitud por lo esencial y la resiliencia en tiempos adversos. La novela nos guía hacia la comprensión de que la supervivencia no solo se trata de satisfacer necesidades materiales, sino también de nutrir el espíritu humano.

Con un estilo que entrelaza las voces de múltiples personajes, Almudena Grandes construye un retrato conmovedor de la capacidad humana para enfrentar la adversidad y encontrar luz en la oscuridad. «Los besos en el pan» no solo nos muestra cómo los individuos se enfrentan a los embates de la vida, sino que también subraya la importancia de la empatía y la solidaridad en la construcción de una comunidad resiliente.

En resumen, «Los besos en el pan» es una obra literaria cautivadora que captura las complejidades de la vida cotidiana en medio de una crisis. A través de personajes auténticos y escenarios vívidos, Almudena Grandes nos invita a reflexionar sobre la naturaleza humana y la fortaleza que surge cuando las personas se unen en solidaridad. Esta novela es un recordatorio de que incluso en los tiempos más difíciles, el amor y la conexión pueden prevalecer, y que los pequeños gestos de gratitud pueden tener un significado profundo en la lucha por la supervivencia.

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Estamos en un barrio del centro de Madrid. Su nombre no importa, porque podría ser cualquiera entre unos pocos barrios antiguos, con zonas venerables, otras más bien vetustas. Este no tiene muchos monumentos pero es de los bonitos, porque está vivo.

Mi barrio tiene calles irregulares. Las hay amplias, con árboles frondosos que sombrean los balcones de los pisos bajos, aunque abundan más las estrechas. Estas también tienen árboles, más apretados, más juntos y siempre muy bien podados, para que no acaparen el espacio que escasea hasta en el aire, pero verdes, tiernos en primavera y amables en verano, cuando caminar por la mañana temprano por las aceras recién regadas es un lujo sin precio, un placer gratuito. Las plazas son bastantes, no muy grandes. Cada una tiene su iglesia y su estatua en el centro, figuras de héroes o de santos, y sus bancos, sus columpios, sus vallados para los perros, todos iguales entre sí, producto de alguna contrata municipal sobre cuyo origen es mejor no indagar mucho. A cambio, los callejones, pocos pero preciosos, sobre todo para los enamorados clandestinos y los adolescentes partidarios de no entrar en clase, han resistido heroicamente, año tras año, los planes de exterminio diseñados para ellos en las oficinas de urbanismo del Ayuntamiento. Y ahí siguen, vivos, como el barrio mismo.

Pero lo más valioso de este paisaje son las figuras, sus vecinos, tan dispares y variopintos, tan ordenados o caóticos como las casas que habitan. Muchos de ellos han vivido siempre aquí, en las casas buenas, con conserje, ascensor y portal de mármol, que se alinean en las calles anchas y en algunas estrechas, o en edificios más modestos, con un simple chiscón para el portero al lado de la puerta o ni siquiera eso. En este barrio siempre han convivido los portales de mármol y las paredes de yeso, los ricos y los pobres. Los vecinos antiguos resistieron la desbandada de los años setenta del siglo pasado, cuando se puso de moda huir del centro, soportaron la movida de los ochenta, cuando la caída de los precios congregó a una multitud de nuevos colonos que llegaron cargados de estanterías del Rastro, posters del Che Guevara, y telas hindúes que lo mismo servían para adornar la pared, cubrir la cama o forrar un sofá desvencijado, rescatado por los pelos de la basura, y sobrevivieron al resurgir de los noventa, cuando en el primer ensayo de la burbuja inmobiliaria resultó que lo más cool era volver a vivir en el centro.

Después, la realidad empezó a tambalearse al mismo tiempo para todos ellos. Al principio sintieron un temblor, se encontraron sin suelo debajo de los pies y creyeron que era un efecto óptico. No será para tanto, se dijeron, pero fue, y nada cambió en apariencia mientras el asfalto de las calles se resquebrajaba y un vapor ardiente, malsano, infectaba el aire. Nadie vio aquellas grietas, pero todos sintieron que a través de ellas se escapaba la tranquilidad, el bienestar, el futuro. Tampoco reaccionaron todos igual. Quienes renunciaron al combate ya no viven aquí. Los demás siguen luchando contra el dragón con sus propias armas, cada uno a su manera.

Los mayores no tienen tanto miedo.

Ellos recuerdan que, no hace tanto, en las mañanas heladas del invierno las muchachas de servicio no andaban por las calles de Madrid. Las recuerdan siempre corriendo, los brazos cruzados sobre el pecho para intentar retener el calor de una chaqueta de lana, las piernas desnudas, los pies sin calcetines, siempre veloces en sus escuetas zapatillas de lona. Recuerdan también a ciertos hombres oscuros que caminaban despacio, las solapas de la americana levantadas y una maleta de cartón en una mano. Los niños de entonces los mirábamos, nos preguntábamos si no tendrían frío, nos admirábamos de su entereza y nos guardábamos la curiosidad para nosotros mismos.

En los años sesenta del siglo XX, la curiosidad era un vicio peligroso para los niños españoles, que crecimos entre fotografías —a veces enmarcadas sobre una cómoda, a veces enterradas en un cajón— de personas jóvenes y sonrientes a quienes no conocíamos.

—¿Y quién es este?

—Pues… —eran tías o novios, primas o hermanos, abuelos o amigas de la familia, y estaban muertos.

—¿Y cuándo murió?

—¡Uy! —y los adultos empezaban a ponerse nerviosos—. Hace mucho tiempo.

—¿Y cómo, por qué, qué pasó?

—Fue en la guerra, o después de la guerra, pero es una historia tan fea, es muy triste, mejor no hablar de temas desagradables… —ahí, en aquel misterioso conflicto del que nadie se atrevía a hablar aunque escocía en los ojos de los adultos como una herida abierta, infectada por el miedo o por la culpa, terminaban todas las conversaciones—. ¿Qué pasa, que ya has acabado los deberes? Pues vete a jugar, o mejor ve a bañarte, corre, que luego os juntáis todos y se acaba el agua del termo…

Así, los niños de entonces aprendimos a no preguntar, aunque a los españoles de hoy no les gusta recordarlo. Tampoco acordarse de que vivían en un país pobre, aunque eso no era ninguna novedad. Los españoles siempre hemos sido pobres, incluso en la época en que los reyes de España eran los amos del mundo, cuando el oro de América atravesaba la península sin dejar a su paso nada más que el polvo que levantaban las carretas que lo llevaban a Flandes, para pagar las deudas de la Corona. En el Madrid de mediados del siglo XX, donde un abrigo era un lujo que no estaba al alcance de las muchachas de servicio ni de los jornaleros que paseaban por las calles para hacer tiempo, mientras esperaban la hora de subirse al tren que los llevaría muy lejos, a la vendimia francesa o a una fábrica alemana, la pobreza seguía siendo un destino familiar, la única herencia que muchos padres podían legar a sus hijos. Y sin embargo, en ese patrimonio había algo más, una riqueza que los españoles de hoy hemos perdido.

Por eso los mayores tienen menos miedo. Ellos hacen memoria de su juventud y lo recuerdan todo, el frío, los mutilados que pedían limosna por la calle, los silencios, el nerviosismo que se apoderaba de sus padres si se cruzaban por la acera con un policía, y una vieja costumbre ya olvidada, que no supieron o no quisieron transmitir a sus hijos. Cuando se caía un trozo de pan al suelo, los adultos obligaban a los niños a recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, tanta hambre habían pasado sus familias en aquellos años en los que murieron todas esas personas queridas cuyas historias nadie quiso contarles.

Los niños que aprendimos a besar el pan hacemos memoria de nuestra infancia y recordamos la herencia de un hambre desconocida ya para nosotros, esas tortillas francesas tan asquerosas que hacían nuestras abuelas para no desperdiciar el huevo batido que sobraba de rebozar el pescado. Pero no recordamos la tristeza.

La rabia sí, las mandíbulas apretadas, como talladas en piedra, de algunos hombres, algunas mujeres que en una sola vida habían acumulado desgracias suficientes como para hundirse seis veces, y que sin embargo seguían de pie. Porque en España, hasta hace treinta años, los hijos heredaban la pobreza, pero también la dignidad de sus padres, una manera de ser pobres sin sentirse humillados, sin dejar de ser dignos ni de luchar por el futuro. Vivían en un país donde la pobreza no era un motivo para avergonzarse, mucho menos para darse por vencido. Ni siquiera Franco, en los treinta y siete años de feroz dictadura que cosechó la maldita guerra que él mismo empezó, logró evitar que sus enemigos prosperaran en condiciones atroces, que se enamoraran, que tuvieran hijos, que fueran felices. No hace tanto tiempo, en este mismo barrio, la felicidad era también una manera de resistir.

Después, alguien nos dijo que había que olvidar, que el futuro consistía en olvidar todo lo que había ocurrido. Que para construir la democracia era imprescindible mirar hacia delante, hacer como que aquí nunca había pasado nada. Y al olvidar lo malo, los españoles olvidamos también lo bueno. No parecía importante porque, de repente, éramos guapos, éramos modernos, estábamos de moda… ¿Para qué recordar la guerra, el hambre, centenares de miles de muertos, tanta miseria?

Así, renegando de las mujeres sin abrigo, de las maletas de cartón y de los besos en el pan, los vecinos de este barrio, que es distinto pero semejante a muchos otros barrios de cualquier ciudad de España, perdieron los vínculos con su propia tradición, las referencias que ahora podrían ayudarles a superar la nueva pobreza que los ha asaltado por sorpresa, desde el corazón de esa Europa que les iba a hacer tan ricos y les ha arrebatado un tesoro que no puede comprarse con dinero.

Así, los vecinos de este barrio, más que arruinados, se encuentran perdidos, abismados en una confusión paralizante e inerme, desorientados como un niño mimado al que le han quitado sus juguetes y no sabe protestar, reclamar lo que era suyo, denunciar el robo, detener a los ladrones.

Si nuestros abuelos nos vieran, se morirían primero de risa, después de pena. Porque para ellos esto no sería una crisis, sino un leve contratiempo. Pero los españoles, que durante muchos siglos supimos ser pobres con dignidad, nunca habíamos sabido ser dóciles.

Nunca, hasta ahora.

Los besos en el pan: Almudena Grandes

Almudena Grandes. Una de las escritoras más destacadas de la literatura española contemporánea, nació en Madrid en 1960. Tras obtener su licenciatura en Geografía e Historia en la Universidad Complutense, trabajó en el sector editorial como redactora y correctora. En 1989, su primera novela, "Las edades de Lulú", ganó el prestigioso premio La Sonrisa Vertical y alcanzó un éxito internacional, incluso siendo adaptada al cine por el reconocido director Bigas Luna. A partir de entonces, Almudena Grandes publicó numerosas obras que abarcaron una amplia gama de géneros literarios, desde la narrativa erótica hasta la novela histórica, pasando por el relato, la crónica y la literatura infantil.

Entre los títulos más conocidos de Almudena Grandes se encuentran "Malena es un nombre de tango" (1994), "El corazón helado" (2007), "Inés y la alegría" (2010) y "Los pacientes del doctor García" (2017). Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas y ha recibido numerosos premios y reconocimientos a lo largo de su carrera. Entre ellos se destacan el Premio Nacional de Narrativa en 2018, el Premio Jean Monnet en 2020 y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes en 2021.

Además de su labor literaria, Almudena Grandes fue una activa columnista del diario El País, donde plasmó sus reflexiones sobre diversos temas de actualidad. También se destacó como una defensora comprometida de los valores democráticos, el feminismo y la memoria histórica en España. Su escritura y su activismo social estuvieron estrechamente ligados, y sus obras reflejan su profundo compromiso con la justicia y la igualdad.

Tristemente, Almudena Grandes falleció en Madrid el 27 de noviembre de 2021, a los 61 años, después de luchar contra el cáncer. Su partida dejó un vacío en la literatura española y en la defensa de los valores que ella representaba. Su legado literario y su contribución al panorama cultural del país perdurarán como un testimonio de su talento y su compromiso social.