Los extraordinarios casos de monsieur Dupin

Los extraordinarios casos de monsieur Dupin - Edgar Allan Poe

Resumen del libro: "Los extraordinarios casos de monsieur Dupin" de

Los relatos de Edgar Allan Poe no son pirotecnia literaria y su vigencia necesita ser reivindicada, redescubierta diría yo, espabilando la memoria, como en su día lo fue por Charles Baudelaire, su hermano francés, que nos reveló el abismo de su mirada. Una mirada compartida por ambos. Basta confrontar sus retratos. Baudelaire se reconoció en Poe como en un espejo. Y de él nos habla como de un sí mismo y nos dice las cosas que de sí mismo hubiera querido oír. Proclama su amor a la belleza y el genio muy especial que le permite abordar, de forma impecable e implacable, terrible por consiguiente, la excepción en el orden moral. Y lo exalta como el mejor escritor que jamás haya conocido. No exagera.

Libro Impreso

Los crímenes de la rue Morgue

Qué canción cantaban las sirenas, o
qué nombre adoptó Aquiles cuando se
ocultó entre las mujeres, aunque son
preguntas desconcertantes, no se hallan
más allá de toda conjetura.

SIR THOMAS BROWNE

Los rasgos mentales considerados como analíticos son, en sí mismos, poco susceptibles de análisis. Los apreciamos tan sólo en sus efectos. Sabemos de ellos, entre otras cosas, que siempre son para su poseedor, cuando son poseídos en gran cantidad, fuente del más vivísimo goce. Del mismo modo que el hombre fuerte exulta en su habilidad física, deleitándose en los ejercicios que exigen que sus músculos se pongan en acción, igual se regocija el analista en esa actividad moral que desentraña. Deriva placer incluso de las ocupaciones más triviales que ponen en juego su talento. Le gustan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos; exhibe en sus soluciones a cada uno de ellos un grado de agudeza que a la gente le parece una penetración preternatural. Sus resultados, obtenidos por el alma y la esencia mismas del método, tienen en verdad el aire total de la intuición.

La facultad de resolución se ve posiblemente muy fortalecida por el estudio matemático, y en especial por esa muy alta rama de él llamada, injustamente y tan sólo en razón de sus operaciones previas, par excellence, análisis. Sin embargo, calcular no es en sí mismo analizar. Un ajedrecista, por ejemplo, hace lo uno sin tener que esforzarse en lo otro. De ello se deduce que el juego del ajedrez, en sus efectos sobre el carácter mental, está enormemente mal comprendido. No estoy escribiendo aquí un tratado, sino simplemente introduciendo una narración un tanto peculiar mediante observaciones muy al azar; en consecuencia, aprovecharé la ocasión para afirmar que los más altos poderes del intelecto reflexivo son más decididamente y más útilmente empleados en el ostentoso juego de las damas que en la elaborada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen distintos y extraños movimientos, con variados y variables valores, lo que sólo es complejo se toma equivocadamente (un error en absoluto raro) por profundo. La atención es puesta aquí poderosamente en juego. Si flaquea por un instante, se comete un descuido, cuyo resultado es la pérdida de piezas o la derrota. Puesto que los movimientos posibles son no sólo muchos, sino complicados, las posibilidades de tales descuidos se multiplican; y en nueve de cada diez casos, es el jugador más concentrado antes que el más agudo el que gana. En las damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos y tienen muy pocas variaciones, las probabilidades de inadvertencia se ven disminuidas, y puesto que la simple atención es comparativamente poco empleada, las ventajas obtenidas por cada parte lo son gracias a una perspicacia superior. Para ser menos abstractos, supongamos un juego de damas en el que las piezas estén reducidas a cuatro reyes y donde, por supuesto, no se espere ningún descuido. Resulta obvio que aquí la victoria puede ser decidida (si los jugadores están al mismo nivel) sólo gracias a algún movimiento recherché, resultado de algún intenso esfuerzo del intelecto. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista se introduce en el espíritu de su oponente, se identifica con él, y no raras veces descubre así, a la primera mirada, los únicos métodos (a veces absurdamente simples) por los cuales puede conducirle al error o llevarle a un cálculo equivocado.

Desde hace tiempo se conoce el whist por su influencia sobre lo que se denomina el poder de cálculo; y se sabe de hombres del mayor intelecto que obtienen un deleite aparentemente inexplicable en este juego, mientras desechan el ajedrez como una frivolidad. Sin duda no hay otro juego de naturaleza similar que despierte tanto la facultad de análisis como éste. El mejor ajedrecista de la cristiandad puede ser poco más que el mejor ajedrecista; pero la pericia en el whist implica la capacidad para el éxito en todas esas empresas más importantes en las que la mente lucha contra la mente. Cuando digo pericia, me refiero a esa perfección en el juego que incluye una comprensión de todas las fuentes de las que puede derivarse una legítima ventaja. Éstas no sólo son muchas, sino multiformes, y residen frecuentemente en rincones de pensamiento por lo demás inaccesibles a la comprensión ordinaria. Observar atentamente es recordar con claridad; y hasta este punto el ajedrecista concentrado se desenvolverá muy bien con el whist, puesto que las reglas de Hoyle (basadas en el mero mecanismo del juego) son en general suficientemente comprensibles. Así, tener una buena memoria retentiva y proceder según “el libro” son puntos generalmente considerados como la suma total del buen juego. Pero es en asuntos más allá de los límites de las meras reglas donde la habilidad del analista es puesta en evidencia. En silencio, hace todo un cúmulo de observaciones y deducciones. Lo mismo hacen quizá sus compañeros; y la diferencia en la extensión de la información obtenida reside no tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. El conocimiento necesario se refiere a qué observar. Nuestro jugador no se limita en absoluto; como tampoco, debido a que el objetivo es el juego, rechaza deducciones de cosas externas a él. Examina el semblante de su pareja, comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes. Toma en consideración la forma de distribuir las cartas en cada mano; contando a menudo triunfo por triunfo, y tanto por tanto, a través de las miradas dirigidas por cada uno a su juego. Observa cada variación de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo gran cantidad de datos de las diferencias en la expresión de seguridad, sorpresa, triunfo o pesar. Por el modo de recoger una baza juzga si la persona que la recoge podrá hacer la siguiente. Reconoce la importancia de la carta que se juega por la forma en que es arrojada sobre la mesa. Una palabra casual o inadvertida; una carta que se cae o se da la vuelta accidentalmente, y la ansiedad o descuido con que se intenta evitar el que sea vista; la cuenta de las bazas, junto con el orden de su colocación; azaramiento, vacilación, ansiedad o temor, todo ello son indicaciones para su, aparentemente, intuitiva percepción del auténtico estado de las cosas. Una vez jugadas las primeras dos o tres vueltas, se halla en plena posesión del contenido de cada mano, y a partir de entonces deposita sus cartas con una precisión tan absoluta como si el resto de los jugadores tuvieran las suyas vueltas boca arriba.

Los extraordinarios casos de monsieur Dupin – Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe. (Boston, Estados Unidos, 19 de enero de 1809 – Baltimore, Estados Unidos, 7 de octubre de 1849). Fue un escritor, poeta, crítico y periodista romántico, generalmente reconocido como uno de los maestros universales del relato corto, del cual fue uno de los primeros practicantes en su país. Fue renovador de la novela gótica, recordado especialmente por sus cuentos de terror. Considerado el inventor del relato detectivesco, contribuyó asimismo con varias obras al género emergente de la ciencia ficción. Por otra parte, fue el primer escritor estadounidense de renombre que intentó hacer de la escritura su modus vivendi, lo que tuvo para él lamentables consecuencias.

Edgar Allan Poe era hijo de Elizabeth Arlold Poe y David Poe, actores ambulantes de teatro, quienes lo dejaron huérfano a los dos años. Fue educado por John Allan, un acaudalado hombre de negocios de Richmond, y de 1815 a 1820 vivió con éste y su esposa en el Reino Unido, donde comenzó su educación.

Los Allan acogieron al niño, pero nunca lo adoptaron formalmente aunque le dieron el nombre de «Edgar Allan Poe». Después de regresar a los Estados Unidos, Edgar Allan Poe siguió estudiando en centros privados y asistió a la Universidad de Virginia, pero en 1827 su afición al juego y a la bebida le acarreó la expulsión. Abandonó poco después el puesto de empleado que le había asignado su padre adoptivo, y viajó a Boston, donde publicó anónimamente su primer libro, Tamerlán y otros poemas. Se enroló luego en el ejército, en el que permaneció dos años. En 1829 apareció su segundo libro de poemas, Al Aaraf, y obtuvo, por influencia de su padre adoptivo, un cargo en la Academia Militar de West Point, de la que a los pocos meses fue expulsado por negligencia en el cumplimiento del deber.

La miseria y el hambre lo acompañaron, por motivos económicos pronto dirigió sus esfuerzos a la prosa, escribiendo relatos y crítica literaria para algunos periódicos de la época; llegó a adquirir cierta notoriedad por su estilo cáustico y elegante. Debido a su trabajo, vivió en varias ciudades: Baltimore, Filadelfia y Nueva York. En Baltimore, en 1835, contrajo matrimonio con su prima Virginia Clemm, que contaba a la sazón 13 años de edad. En enero de 1845, publicó un poema que le haría célebre: El cuervo. Su mujer murió de tuberculosis dos años más tarde. Aún hundido en la desolación, el autor terminó, en 1849, el poema Eureka. Con la muerte de Virginia, la vida de Poe se vino abajo. En octubre de 1849 fue hallado semiconsciente tirado en la calle. Llevaba puestas ropas harapientas que ni siquiera eran suyas. Fue ingresado en el hospital y cuatro días más tarde falleció. Sus últimas palabras fueron «que dios ayude a mi pobre alma».