Otra vez el mar

Otra vez el mar, una novela de Reinaldo Arenas

Resumen del libro: "Otra vez el mar" de

Dividida en dos partes, Otra vez el mar, tiene como protagonista a un joven matrimonio que obtiene permiso para pasar unos días en un lugar de veraneo. La narración transita mediante dos voces. La primera es la de una mujer anónima, temerosa de perder a su marido, frustrada por la carga de la maternidad e incapaz de soportar la sociedad cubana bajo el sistema comunitario. En la segunda parte es la voz de Héctor, su marido, poeta y revolucionario desencantado, la que de una forma alegórica nos habla de la historia cubana y de sí mismo.

Libro Impreso EPUB

Primera parte

La memoria es un presente que no termina nunca de pasar.
Octavio Paz

El mar. Azul. Al principio no. Al principio es más bien amarillo. Cenizo, diría… Aunque tampoco es cenizo. Blanco, quizás. Blanco no quiere decir transparente. Blanco. Pero luego, casi también al principio, se vuelve gris. Gris, por un rato. Y después, oscuro. Lleno de surcos todavía más oscuros. Rajaduras dentro del agua. Quizás sean las olas. O no: sólo espejismos del agua, y el sol. Si fueran olas llegarían a la costa. Es decir, a la arena. Pero no hay olas. Solamente, el agua. Que golpea, casi torpe, la tierra. Pero no la golpea. Si la golpeara se oiría algún ruido. Hay silencio. Solamente el agua, tocando la tierra. Sin golpearla. Llega, blanca, no transparente, la toca, torpemente, y se aleja. No es la tierra: es la arena. Cuando el agua sube, sin olas, la arena quizás suelte un ruido. Satisfecha. Desde aquí no oigo nada. El agua sube, pero no se ve bajar. La arena la absorbe. Por debajo vuelve al mar… Y, más allá, ya no es gris, sino pardusco. Muy oscuro. Casi negro. Hasta que al fin, efectivamente, es negro. Pero ya es muy alto. Se une con el cielo. Los dos, por separado, no se pueden distinguir. Así que entonces, mirando fijamente, nunca es azul… Héctor maneja despacio. No hay viento. El olor mojado de la arena llega hasta el auto. A veces el agua trae algunas hojas. No son muchas. Las hojas quedan sobre la arena, como pegadas. El agua desaparece. Enciendo un cigarro, sin problemas, con la ventanilla abierta. Tengo hasta que apagar el fósforo. Hoy, finales de septiembre, sin viento. Él parece como si no me viera. Conduce despacio. Tiene la boca cerrada. Podría haberle ofrecido un cigarro. Pero me hubiese dicho que no. Gracias, me habría dicho, no fumo tan temprano. Al fin me mira. Dirá: ¿Te sientes bien? Diré: Perfectamente. Luego, no hablará más. Yo, tampoco. O quizás sí. Quizás, al final, diga su nombre. Volveré a fumar. Tiraré la colilla. En la arena, cae la colilla. El agua, sin olas, la empapa; la arrastra débilmente, como sin desearlo, la disuelve. Él ya abre la boca. ¿Te sientes bien? Perfectamente… El auto sigue. No sé qué habrá sido del resto de la colilla. Quizás llegó al mar. Aún se ven los pinos. Inmóviles. No: muy quietos. Los pinos, en fila, tocando casi el mar. Su sombra se queda fija en el agua. Allí también se ve otro pinar. Con un cielo, de fondo. Cuando se tira una piedra en el agua, todo se confunde. El pinar, el cielo, las nubes. Todo junto no es más que un brillo de colores dentro del agua. Si uno se zambulle no se ve nada. Abriendo bien los ojos: la arena. Formando pequeñas lomas, suaves, desiertas, y la luz del sol, como pedazos de vidrio. Sumergida, con los ojos abiertos, muy cerca de la costa, el sol fragmentándose en el fondo, uno parece que ve también otras cosas. La gran mata de yagrumas del patio de la casa. En el campo. Soltando sus hojas, blancas y verdes al mismo tiempo. En las tardes de viento las hojas caen delante de mí que las veo, las miro, sentada en un taburete. Sentada, recostada, junto a la puerta de la cocina; en el patio. Caen las hojas. Por un lado, blancas; por el otro, verdes. Por un momento se deja ver el mar. Los pinos, a un lado y al otro de la carretera. Las ramas bajas lo cubren todo. Las frutas de los pinos, secas, en medio de la carretera, estallan, casi sin ruido cuando el auto cruza. Los cangrejos salen huyendo, desesperados; con sus ojos, como antenas, separados de la cabeza. Algunos cruzan como enloquecidos de uno a otro extremo. Entonces el auto los va aplastando. Pero el estallido de los cangrejos al ser aplastados es distinto al de las semillas de pino. Es un sonido bronco, como el de la tierra seca al irse desmoronando. El sol, ya más arriba de los pinos, blanquea la carretera repleta de semillas, hojas y cangrejos que corren. Para, quisiera decirle a Héctor. Frena, dales tiempo a que escapen. Pero, qué tontería. No tiene sentido. No podríamos seguir. Él se reiría… Seguimos avanzando. De nuevo veo el mar. Esta vez por entre los troncos de los pinos. Como un río muy quieto, fluyendo despacio. Blanco, detrás de los árboles. Luego, el crujido de los cangrejos y de las frutas casi deja de oírse. Héctor ha aumentado la velocidad. Lo miro; aunque no voy a decir nada. Aunque, realmente, no quisiera, por ahora, mirarlo. Mañana, sí. Y pasado. Y siempre… Pero, por ahora, prefiero no mirarlo. Lo miro. Parece un muchacho. Aunque ya no lo es, sin duda. Pero a veces, me sorprende. Sobre todo, cuando sonríe. Entonces, es casi un niño. Otras, sin embargo, me ha sobresaltado: de repente, sin yo saber cómo, se ha convertido en un viejo. Así es, un niño, un muchacho, y, también, un anciano. Pero siempre, al verlo representar esas edades que no son la suya he sentido lástima. Sin embargo, bien sé que no es un viejo; aunque ya, también, dejó de ser un muchacho. Ha apretado los labios, quizás porque ha acelerado. Ahora, es un adolescente. Pasamos el pinar. Nos vamos adentrando en la arboleda de los almendros. Los almendros son aquí los únicos árboles que sueltan las hojas metódicamente, cada año, de acuerdo con las estaciones que, en este lugar, no existen. Pobres árboles, que no han perdido la memoria, cumpliendo una ceremonia innecesaria. Despoblándose y volviéndose a cubrir. Inútilmente. Las hojas, amarillas, a veces completamente rojas, caen, lentas, sin apuro. Como si comprendieran la inutilidad de la tradición. Pobres árboles, desnudándose. Teniendo que soportar el sol sin una hoja que los proteja. El rito, simplemente; la costumbre. Ahora no es el estallido de los cangrejos, sino el crepitar de las hojas secas. Suenan, quizás, como papeles chamuscados, que uno fuera pisando. Algunas hojas van a parar, entre cortos revoloteos, a los cristales del auto, ruedan hasta el parabrisas; por momentos, casi no dejan ver la carretera. Héctor hace una ligera mueca. Lo miro de nuevo. Ahora es un anciano, desde luego, horrible… Héctor. Pero no digo nada. No lo llamo, no le hablo. Sólo lo pienso. Es posible que así me pueda oír mejor. Por un tiempo —largo— pensé que todas las palabras eran inútiles, que se podía hablar mejor sin abrir la boca. Ahora lo dudo, aunque puede ser que esté equivocada. Aunque, sin duda, sigo pensando que las palabras no sirven para nada. Quizás, al decir o no cumplan una función. Pero cuando se necesitan para otras cosas, fallan. Por lo demás, se puede afirmar o negar sin tener que abrir los labios. Algunas veces puedo pensar lo que él piensa, aunque me aterra. Nunca se sabe adónde puede uno llegar. O se sabe, y es mucho peor. Por eso, quizás, sea necesario, de vez en cuando, hablar: mientras tanto no se piensa, generalmente, en nada… Y si hiciéramos el intento; si de pronto empezaras a pensar en voz alta. A gritos… En fin, seguimos. Casi ya dejamos los almendros. Poco a poco me va llegando el llanto del niño. Tal vez hace rato que llora y ninguno de los dos lo habíamos oído. Viene detrás, en el otro asiento. Nunca he podido cargar a un niño por mucho rato. Me parece que se me va a deshacer entre los brazos. Además, atrás, acostado, solo, debe venir más cómodo. Bocarriba, llora y levanta las piernas y los brazos. Le paso, aún sin tocarlo, la mano junto a la cara. Deja de llorar. Cierra los ojos. Parece que otra vez se ha dormido. Qué crimen, me digo a veces, mirándolo, él jamás nos lo perdonará —aunque, quizás, nunca nos lo reproche— como yo tampoco se lo perdono a mi madre… Y si lo hiciera, si me lo reprochase. Quisiera saber qué podría contestarle en ese momento. Abre los ojos. Sonríe, y me extiende los brazos. Le doy la espalda y sigo mirando para la carretera. De nuevo empieza a llorar. Pero ya no lo oigo. Héctor maneja, ensimismado. Seguimos avanzando. Las hileras de cabañas, algunas en lo más alto, van quedando atrás. Pronto tomaremos la avenida donde estallan las adelfas. Por un rato no veremos el mar. De nuevo tengo la intención de hablar, de usar, de manipular palabras. Qué estupidez, cuando ya las había dado por descartadas. ¿Me servirían acaso para demostrarle a alguien que ahí, en la carretera, a un costado, hay ahora un dinosaurio que se pasea lento por ese sendero deslumbrante? Sin embargo, ahí está, levantando su inminente cuello hacia el cielo, viéndonos cruzar bajo la claridad que es ya insoportable… Ensordecedores alaridos. Y más allá, hacia aquel extremo, donde la playa se vuelve piedra y empieza el mar abierto, otro grupo de animales, al parecer danzando. Qué inútiles las palabras. Bastaría decir «mírenlos» para que al momento desaparezcan. No hablo. Cierro los ojos. Ahí están, levantando sus alas inmensas, gesticulando, a un costado de la playa… Pero, sobre todo, la calma. Por encima de todo ese escándalo, la calma. Abro los ojos. El dinosaurio con su andar legendario, que se me antoja melancólico, se echa a un lado y nos deja cruzar. Luego, suelta una carcajada. O quizás esté gritando. No sé. Pero por encima de todo la calma. Es decir, la representación. Pues, sin duda, habrá que continuar. Habrá que llegar a algún sitio. A La Habana. Llegaremos. O, lo que es peor, estaremos siempre llegando… Después de tres o cuatro horas, quizás más, o menos, depende de la velocidad, del tráfico, del tiempo, del niño, llegaremos. Aquí está ya nuestra calle. Saluda a los vecinos. Diga usted algo. Sonría. Unas vacaciones estupendas. He aquí la palabra. «Estupendas»… Qué horror. Y ahora, que ya los saludaste, que has preguntado hasta por su salud, entra en la casa. Acuesta al niño. Abre las ventanas. Pon a secar las trusas. Prepara la comida. Comemos. Mañana empieza de nuevo el trabajo. Terminaron las vacaciones. Héctor ya hace rato que duerme. Lo desvisto. Me siento un momento en la cama. Me acuesto a su lado. Me tapo la cara con las sábanas. De pronto, las cigarras comienzan a silbar. Héctor dice a veces que chillan. Pero quizás los dos estemos equivocados: ni silban, ni gritan; simplemente suenan por costumbre; porque tal vez ésa sea su consigna, y no sepan, de tanto repetirla, que es inútil… Pero no es así, me dice él, chillan de ese modo porque ya terminó el verano y tienen que morirse… Ahora suenan todas a un tiempo. No se oye otra cosa que ese estruendo monótono; ese grito, quizás. Pronto cesará de golpe. Luego, una sola cigarra empezará a silbar, lentamente, durante un rato; hasta que otra, y luego otra, le hagan compañía. Por unos instantes el escándalo será intolerable. Ni el ruido del motor, ni el llanto del niño, ni el crepitar de las hojas, nada de eso se oye. Todo ha quedado sepultado, borrado, reducido a silencio, por este otro ruido, por esta suerte de concierto enloquecedor. Millones de cigarras sonando, invisibles, por todo el pinar. Bien sé que aunque me lleve las manos a los oídos —como lo hago— las voy a seguir oyendo. Están en las hojas de todos los árboles, en las piedras y la yerba de la carretera. Pienso que se han instalado sobre el techo del automóvil y que desde ahí arriba silban. El escándalo ha subido de golpe. Es intolerable. La única manera de soportarlo consiste en oírlo. Ahora, que ya no existe otra cosa que ese estruendo, qué puede detenernos, quién puede resistirse, quién puede dejar de ver, de ver, de comprender, de presentir. Blanco, blanco… Héctor, y el muchacho, sin duda hermoso, tirado en la arena, quizás dormido. Haciéndose el dormido. Héctor, y el muchacho, flotando bocarriba, muy cerca de la costa. Aplausos. Ha terminado de hablar. Alguien le entrega el cinturón con las pistolas. Se canta La internacional, cogidos de las manos, balanceándose. El mosquito sigue en el mosquitero. Zumba sobre mi cabeza. Alguien me dijo que el mosquito que suena no es el que pica. Ojalá sea así. De todos modos no puedo dormir. Salgo al portal de la cabaña. Qué silencio. Sólo el ruido de una hoja de zinc que, casi desprendida de algún techo, se mueve lentamente, porque no hay viento. Por un costado de los pinos viene el muchacho. Camina despacio; la ropa blanca parece flotar en lo oscuro. Se detiene, mira hacia atrás. Es de madrugada, pienso. Horita amanece, me digo, y sigo esperando. Y en estos momentos salimos ya a la avenida donde estallan las adelfas… Adelfas de un rojo tan fuerte que ya no es rojo; adelfas rosadas, amarillas, blancas. No hay hojas, no hay tallos, sólo flores. A ambos lados de la avenida, y en el centro. Flores y flores. La flor de la adelfa no tiene olor o, de tan tenue, es casi imperceptible. Me he llevado una a la nariz; no he sentido nada. Muchacha, dice mi madre, no huelas esa flor, que da cáncer… Dios mío, da cáncer oler una flor. Y continúan las explicaciones: La-adelfa-tiene-unas-hormigas muy pequeñas-que-viven-entre-los-pétalos-si-la-olemos-esos-bi-chos nos-entran-por-la-nariz-ellos-dan-el-cáncer. Mamá, he olido una adelfa, ahora seguramente cogeré un cáncer. ¡Dios mío, lo haces adrede, para mortificarme!… También hay un poema sobre las adelfas. Está en mi Segundo libro de lecturas. «Alta y solitaria vive la adelfa triste», dice. Luego, naturalmente, continúa, pero no recuerdo. El poema trata de explicar que como la adelfa es una planta venenosa, nada puede crecer bajo su sombra, ni siquiera la más mínima yerba, por eso, según el poema, es solitaria. Pero, en fin, me digo qué culpa tiene la pobre adelfa de todo eso. Pero la verdad es que está sola. Es decir, solamente con las otras adelfas… Si me siento debajo de una mata de adelfas, si me acuesto, si me quedo dormida… No divagues, no divagues; por mucho que lo intentes, y ya lo intentas, no vas a escapar. Alta y solitaria, alta y solitaria… De nuevo miro a Héctor y enciendo otro cigarro. El niño duerme. Avanzamos rápidamente. Pronto dejaremos la avenida de las adelfas y saldremos a la carretera. Me miro las manos. El dedo índice y el otro, amarillos por el cigarro. Un olor a gasolina va llegando, casi agradable, en medio del calor y del resplandor. Abro los ojos. Miro para los botones de la radio, para las gavetas cerradas, todo enchapado en aluminio; el encendedor automático (que no funciona) brilla en la claridad. Sobre un recodo, junto al cristal, hay un destornillador algo enmohecido. Por un rato me quedo mirando el destornillador. Al fin, empiezo a llorar. En silencio, con la boca cerrada. Las lágrimas caen sobre mis brazos. Lloro ahora con un poco más de intensidad. Por un instante hice el intento de llevarme una mano a la cara. Pero me he dominado. Desciendo. Por esta vez parece que voy a escapar. Miro por la ventanilla. A través de las lágrimas veo un paisaje completamente deformado, como si todo estuviese sumergido. Sobre el mar, que ya se alza más allá de los pinos, distingo un pájaro que se eleva y luego desciende en picada. Quizás sea una gaviota hambrienta. Pero desde aquí es solamente un pájaro que desciende y se eleva. Nada se puede precisar.

Otra vez el mar – Reinaldo Arenas

Reinaldo Arenas. Estudió en la Escuela de Planificación de La Habana y cursó estudios de Filosofía y Literatura en la Universidad de La Habana, que no concluyó. Trabajó en la Biblioteca Nacional José Martí y fue editor del Instituto Cubano del Libro y posteriormente editor de La Gaceta de Cuba. Encarcelado en 1973 por su oposición al régimen de Castro y su homosexualidad, fue liberado en 1976, huyendo a Estados Unidos en 1980. Se suicidó cuando estaba en fase terminal de SIDA. Su obra de carácter autobiográfico Antes de que anochezca, fue llevada al cine.