Poemas de amor

Resumen del libro: "Poemas de amor" de

Poemas de amor de Miguel Hernández es una antología de poemas del poeta español Miguel Hernández, publicada por primera vez en 1935. El libro está dividido en tres partes: «Canciones de la amada», «Canciones de la ausencia» y «Canciones del encuentro».

En «Canciones de la amada», Hernández expresa su amor por su esposa, Josefina Manresa. Los poemas de esta sección son apasionados y sensuales, y celebran la belleza física y espiritual de la amada.

En «Canciones de la ausencia», Hernández expresa su dolor por la separación de su esposa. Los poemas de esta sección son melancólicos y nostálgicos, y hablan de la añoranza del poeta por la amada.

En «Canciones del encuentro», Hernández expresa su alegría por el reencuentro con su esposa. Los poemas de esta sección son esperanzados y optimistas, y hablan de la felicidad del poeta por estar de nuevo con la amada.

Poemas de amor de Miguel Hernández es un libro de poesía hermosa y conmovedora. Los poemas de Hernández son una celebración del amor, y hablan de la fuerza y la belleza del sentimiento amoroso.

Libro Impreso

La poesía amorosa de Miguel Hernández

Con tres heridas viene:
la de la vida,
la del amor,
la de la muerte,

M. H.

Acaso sea una redundancia la expresión poesía amorosa porque, si bien se mira, la poesía es siempre un acto de amor. Se dice de la persona amante que «bebe los vientos» por el ser querido. La poesía es una forma de «beber los vientos» por todo: los seres, las cosas, la vida. Por otra parte, la poesía es una liberación, y nada nos libera como amar. Pero ¿qué es liberarse? «Me siento cada día más libre y más cautivo», canta un verso de Miguel Hernández. Ningún amor nos ata más a la persona amada que el amor libre.

La poesía une al poeta con el universo; las cosas, grandes o pequeñas, quedan asumidas en la voz del poeta que se identifica con todo lo que hace objeto de su canto. La actitud poética es, radicalmente, de talante enamorado. La poesía surte de ocultos y primitivos sentimientos humanos y el amor, desde su condición instintiva de atracción de los sexos hasta su concepción cósmica de fuerza creadora y ordenadora del mundo, late en lo más hondo del hombre mismo.

La poesía amorosa es mucho más que la poesía de tema de amor. Lo primero es algo substancial y se alía a la obra de los más grandes poetas de todos los tiempos. Lo segundo puede ser cortical, puede no exceder los breves límites de una anécdota.

El tema amoroso viene siendo considerado como eterno en poesía. Pero qué menguada eternidad. Porque la temática del arte sufre, inevitablemente, el influjo de las condiciones sociales del medio en que el artista se desenvuelve. El poema de amor es un espejo de las relaciones amorosas, y el espejo se empaña y se bruñe a cada paso, porque ese género de relaciones es mutable y supeditado a la norma moral prevaleciente.

El hombre y la mujer no se entendieron siempre igual y los antropólogos han montado y desmontado multitud de hipótesis en torno a la poligamia y a la poliandria, a la ginecocracia o a los matrimonios de grupos, y a esa monogamia que fundamenta, más o menos convencionalmente, la familia burguesa. Los factores económicos crean, se quiera o no, situaciones condicionantes de los estados culturales. La mujer, que pudo ser en algunas culturas el ente dominante, cruza la historia de Occidente como elemento de botín de guerra, como paradora de servidores del Estado, como objeto ideal de las «cortes de amor»… En todo caso, como ser intelectualmente inferior. Hasta hace poco —puede decirse que hasta los movimientos sociales del XIX, con la incorporación femenina al trabajo, era axioma que en manos de la mujer no debía ponerse más libro que el de rezos—. El amor es, a la vez, especulación abstracta de los neoplatónicos y cohorte de prostitutas en las ciudades renacentistas. Retórica pseudopastoril y matrimonio de conveniencia.

El amor no puede devenir, por tanto, en tema fijo, sino en tema cambiante, como cambiantes han sido las formas de ese sentimiento en el curso histórico. La estética y la ética intervienen en ello y, sin duda, los medios de vida. Cuando de expresarlo literariamente se trata, dista mucho de ser igual en el ideal petrarquista que en el realismo del Arcipreste, en los trovadores provenzales que en El collar de la paloma o, modernamente, en Rubén Darío, en Unamuno o en Machado.

Iniciación poética de Miguel Hernández

La poesía de Miguel Hernández es una poesía radicalmente amorosa, una poesía que comulga con la naturaleza conmovida por las hondas vetas de la pasión humana. Ni un solo poema hernandiano queda al margen del sentido amoroso: amor a la mujer, al hijo, al pueblo, a la amistad, a la vida. Sólo enamorado puede escribirse una poesía tan vehemente y cálida. Al mismo tiempo, su obra es también pródiga en el tema concreto del amor, y a ese aspecto temático va a circunscribirse este libro.

A los veinte años (1930) publicaba Miguel sus primeros versos en periódicos y revistas de Orihuela, su ciudad natal: El Pueblo de Orihuela, Actualidad, Destellos. Su receptibilidad es muy acusada y su fácil manejo de ritmo y rima se manifiesta ya ampliamente. Su escasa formación —poco más allá de la primera enseñanza— se completa con ávidas lecturas que salen a flote en los versos de adolescencia. Son poemas vacilantes, impersonales aún, en los que el tema amoroso se trata de oídas o de leídas. Ha frecuentado a los poetas románticos y postrománticos del XIX, como demuestra una cita de Federico Balart y como prueban también versos tales: «una mujer tan bella como ingrata» o «que otra hermosa me diera sólo enojos». Unos labios para él son «rubí en dos dividido», como para Zorrilla («tus labios son un rubí / partido por gala en dos») o para Espronceda. Ha leído mucho a Rubén Darío: por si fueran poco para evidenciarlo voces como ebúrnea, áurea, cisne niveo, vemos una composición calcada de la famosa Sonatina y titulada «Oriental». Con ella, las poesías amorosas de este incipiente tanteo lírico se titulan «Soneto», «Amorosa», «A la señorita…» y «Es tu boca». Su valor, claro, no es más que histórico. Pero todo en el gran poeta contribuye a perfilar su personalidad, aunque ésta esté tan en cierne como en el presente caso. En el haz de composiciones de balbuceo inicial, olvidadas por el poeta totalmente, podemos hoy anotar algunos pocos rasgos que apuntan características en perspectiva. Veámoslos.

En la composición titulada «Amorosa», después de unos adjetivos rubenianos, no exentos, como tales, de sensualidad, termina indicando a la niña indecisa el aspecto sensual del amor, unido ya en lo sucesivo con el concepto del amor en Hernández:

¡Ama, niña! No aguardes a que esas flores
de tu cuerpo y tu reja mustias estén.

En los versos «A la señorita…» también el remate final nos suena, siquiera sea de lejos, a la pasión viva que alcanzará este gran poeta del amor:

toma mi sangre y mi vida
que a dártela estoy dispuesto.

Por último, en «Es tu boca» la palabra beso tomará por primera vez algo de la fuerza arraigada y dramática que le insuflará más tarde, como elemento activo y sustantivo del amor:

Es tu boca, mujer, todo eso…
mas si cae dulcemente en un beso
a la mía, se torna en puñal.

Nuevas lecturas: Góngora

Un poeta puede perderse por los ojos: por sus lecturas. Y más un poeta que ronda a la «mala novia» de la facilidad. Puede caer en ser «buen poeta malo», frente al «mal poeta bueno», en la ingeniosa clasificación de Gerardo Diego, que se completa con el «buen poeta bueno» y el «mal poeta malo». Miguel llegó en seguida a «buen poeta bueno», punto óptimo de la jerarquía, entre otras cosas —genio aparte— porque orientó favorablemente sus lecturas, únicos instrumentos formativos para quien no disfrutó de docencia adecuada y sistemática.

El gran cordobés del centenario —andamos por 1932— cautivó al joven levantino, empapado ya de un mar de belleza natural en el paisaje y de una lluvia de belleza literaria en la prosa riquísima de Gabriel Miró. Probablemente, la frecuentación de Góngora no nace espontánea, sino al socaire de los poetas del 27 que andaban paseándolo en procesión conmemorativa. Porque Hernández conoce ya por entonces libros de aquellos poetas, luego amigos suyos. Los recuerdos del Gerardo Diego creacionista son hallables, por ejemplo. De los clásicos que le atraen, aún se le notan poco Garcilaso y Quevedo, aunque no anden lejos los sonetos «Nariz flaca» y «Casi nada». Pero lo que importa al tema es que Perito en lunas no recoge expresiones de amor personal. Amor, apetencia sensual por todo, sí que emanan de los versos, qué duda cabe, y algo aparece que es definitivo: las alusiones al sexo, unido siempre, como antes se dice, al amor en este poeta.

La condición campesina de Miguel Hernández le proporciona desde niño —ya lo han dicho todos sus biógrafos— una relación directa con los sencillos milagros de la vida. Es una conciencia natural, sin malicia ni sobrecarga lúbrica. La semilla fecunda revienta en las ventallas. Los insectos colocan el pespunte de sus amarillos óvulos. Se aparean las reses en el prado. Se crece el gallo sobre la pluma mansa del corral. Ni secretos turbios ni tapadillos obscenos en la comprensión de la vida que cumple la sencilla grandeza de la procreación. Las alusiones sexuales de esta poesía cobra afinidad con el tema amoroso. De cómo se expresan nos dará la clave el gongorismo barroco de unas metáforas paralelas a la inmediata realidad. Así, la leche del ordeño, si rebosa en las ubres, es por el chivo preñador:

Manantiales de lunas, las mejores,
en curso por aquel que suma ciento
padre de barba y sobra en un momento.

Lo sexual es empleado también como elemento de las imágenes, no en su función misma, sino en simple acción comparativa. Véase, por ejemplo, la espita del tonel que, al abrirse, deja correr el vino «por un sexo sencillo que se afloja».

Más importante es en este libro, para nuestro propósito, la presencia no del amor concretado, pero sí de lo erótico como deseo sexual imperfectamente satisfecho, propio de un hombre todavía muy joven. Léanse las octavas números X y XI, la primera de ellas rematada con este pareado:

Pero su situación, extrema en suma,
sin vértice de amor, holanda espuma.

El verso es claramente gongorino. Dos estrofas después llegará a más, llegará a cerrar una descripción del gallo —«Barba roja a lo roquete»— sobre la gallina —«picando coral»— con la repetición del endecasílabo de las Soledades: «a batallas de amor, campos de pluma».

Es indudable que las referencias sexuales son propias de la visión elemental y castamente concebida que de la existencia tiene el pastor Miguel Hernández, pero yo no desecho del todo que exista una influencia —perfectamente asimilada, por afín— del ambiente superrealista. El superrealismo insertó lo sexual en la poesía —y los ejemplos de poetas franceses son fáciles, y aun de españoles— e incorporó a la misma la identidad de amor y sexo, partiendo de que ya Freud, gran inspirador de tantos aspectos superrealistas, había escrito una apología del amor sexual, que se eleva sobre las diferencias nativas y las jerarquías sociales y, con ello, contribuye al progreso de la cultura. Por su parte, André Bretón, en El amor loco, al defender el acto sexual del complejo de culpabilidad que le da la doctrina del fruto prohibido, trae a colación una cita de Engels, de El origen de la familia, según la cual el amor sexual individual nacido de la forma superior de relaciones sexuales que es la monogamia supone el más grande progreso moral de los tiempos modernos y asegura que, una vez abolida la propiedad privada, lejos de desaparecer la monogamia, se realizará por primera vez del todo.

Probablemente Miguel Hernández no leía por entonces a los superrealistas franceses, cuyos textos referidos a la libertad del sexo se multiplicaron, pero sí leía cuanto a sus manos llegaba y los temas literarios flotan en el ambiente, el poeta joven los respira, se penetra de ellos, sin darse cuenta. Comoquiera que sea: espontáneo, adquirido o, acaso, ambas cosas, Miguel identifica amor y sexo y en este primer libro expresa el tema con primitiva trascendencia histórica, en forma tan directa que he creído oportuno abrir la antología con su octava real número XVI porque, aparte de que en ella se manifiesta la sed amorosa —buen prólogo, pues, para cuanto sigue—, su motivo no puede ir más a la remota fuente del amor.

La barroca composición alude a la serpiente: «en tu angosto silbido», con una sinestesia que atribuye dimensión a un sonido. Sus movimientos reptantes y, a veces, de erección, le hacen calificarla de cohete sobre la arena, al sol, y su forma de látigo verde pudiera ser la causa de que parezca al poeta, que procede mucho por impresiones plásticas, visuales, «lógica consecuencia de la vid», del sarmiento. Hasta aquí, los primeros cuatro versos. La otra media octava es mucho más importante. Con la serpiente surgen la narración del Génesis y la tentación, y Eva, madre del género humano —y por tanto suya—:

Por mi dicha, a mi madre, con tu ardid,
en humanos hiciste entrar combates.

Repárese en lo gongorino del verso no ya por el violento hipérbaton, sino por la relación entre el sustantivo combates con que se alude al amor y las «batallas» libradas en «campos de pluma». Y, por último, el deseo de participar en ese mundo amoroso inaugurado por el pecado del paraíso:

Dame, aunque se horroricen los gitanos,
veneno activo el más, de los manzanos,

concepto de pecado que aquí se representa por la palabra veneno, pasión urgente que se sintetiza en «el más activo» y amor que halla su símbolo en el árbol tradicional. El inciso del primer verso del pareado es una referencia, algo extemporánea, acaso, a la superstición gitana que llama bicha a la culebra por temor de mal agüero.

No da mucho más de sí, en el campo amoroso, el libro inaugural. Podría señalarse la estrofa XL, una de las menos naturales, de las nacidas más bien de lecturas y no de observación o experiencia, cuyo motivo está en unos negros ahorcados por violación en Norteamérica, tema que hubiera podido ser del Lorca de Poeta en Nueva York.

Las lecturas clásicas de Miguel no se pararon en Góngora. Que por entonces leía también a Garcilaso y a Cervantes nos lo revela la octava XXVI:

[…] un árbol en cuclillas, un madero
lanar, de amor salicio, galatea
ordeña en porcelana cuando albea,

y hasta está uno por decir que ese árbol en cuclillas tiene reminiscencias quevedianas.

Contemporáneos de Perito en lunas son otros poemas de inspiración y barroquismo semejantes, en los que se frecuenta con afición la lira sanjuanista y frayluisiana. En ellos la tropología fruto-sexual es aún más pródiga:

abiertos, dulces sexos femeninos
(Oda – a la higuera)

el hueso cae: parábola
del femenino sexo
(Dátiles – y gloria)

su verdor con defectos tenebrosos
consigue de carrera
la proyección del sexo en la palmera
(Agosto – diario)

El tema amoroso sobrepondrá todavía el enjoyamiento retórico gongorizante («los arropes medoros», «sus coincidencias medoras»), el sensualismo de pagana delectación, a la verdad sentida. Y el amor sexual se manifiesta con la castidad de la naturaleza antes aludida, como en una titulada «Égloganudista»:

Desnudos, sí, vestidos de inocencia
te incorporas la vida, me incorporo,

……………

Desnudos: se comienza
de nuevo la creación y la sonrisa,
sin vicio ni vergüenza
íntimamente unidos con la brisa,

así como también aparece con la elemental violencia del acto mismo, trascendentalizado por Hernández más adelante:

Tu subterráneo amor pide tu hembra
sola en el mondo lecho,
ayer, fértil y más, campo de siembra,
hoy, surco insatisfecho,
espera deseosa de barbecho.
(Oda – al minero burlona)

Antes me he referido a la defensa que del amor sexual hacen los superrealistas, para salvarlo del estigma con que le marca la tradición católica. Ese sentido de la culpabilidad que hace amarga la fruta, una vez mordida. Muchos poetas y pensadores han abundado en ello. Kierkegaard consideraba que en lo erótico, por bella y moralmente que se exprese, hay angustia, esa angustia que los poetas llaman dulce opresión. El Miguel de los veintitrés años, inclinado por naturaleza a un amor castamente sexual -y no se vea en ello paradoja-, se debatía bajo férula religiosa, refrenando su impulso. Y se lamenta de su «carne llena de infamias amorosas» y le pide a la muerte: «sálvame de mi cuerpo y sus pecados». Porque está estallando la sublevación de la primavera y el joven poeta pastor la ve irrumpir por la lujuria del paisaje. «Conflicto con mi cuerpo enamorado», «lepanto de mi sangre», exclama. Y quisiera que no se fuesen los «espirituales fríos», los «eneros virtuosos». Recordará aquellos versos de la octava real antes comentada:

Dame, aunque se horroricen los gitanos
(dije una vez hablando a la serpiente,
con un deseo de pecar ferviente),
veneno activo el más, de los manzanos.

Pero, ahora:

Inauditos esfuerzos, soberanos,
ahora mi voluntad frecuentemente
hace por no caer en la pendiente
de mi gusto, mis ojos y mis manos.

Sin embargo, reconoce contrito:

no me levanto ni me acuesto día
que malvado cien veces no haya sido.

Es un punto de ascetismo que alienta con la influencia religiosa de Ramón Sijé y que coincide, seguramente, con las lecturas de San Juan de la Cruz y del Calderón de autos sacramentales. Así, junto a poemas como «Árbol – desnudo» («ya el pecado, el verdor, se ha retirado») y «Primera lamentación de la carne», comienza la redacción de los «Silbos», como el de «la llaga perfecta»:

Ábreme, amor, la puerta
de la llaga perfecta

……………
Abre para que salgan
todas las malas ansias.
Abre para que huyan
las intenciones turbias.

O el de «las ligaduras», en que pide «el árbol más oculto / para el amor más puro». O el del «dale»: «Dale, Dios, a mi alma / hasta perfeccionarla», que son los poemas de amor a lo divino hallables en la obra de nuestro poeta, con tres sonetos a la Virgen María, en el primero de los cuales se leen estos versos:

Justo anillo su vientre de Lo Justo
quedó, como antes, virgen retraimiento,
abultándole Dios seno y ombligo,

que, aunque nazcan al amparo del Ave María y de la Salve, ya ostentan la concreta manera de expresarse que va a tener, en ese aspecto, la poesía miguelhernandiana.

Paralelamente, escribe el auto sacramental Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras, publicado por José Bergamín en su revista Cruz y Raya el año 1934. En los versos, líricos y simbólicos, de este auto sacramental, donde el poroso Miguel se halla impregnado de regustos clásicos, están no sólo vocablos, giros, modos, que preludian un estilo peculiar, sino esa misma valoración poética del vientre materno, vista en el soneto a la Virgen. He aquí un fragmento del diálogo entre los Esposos, personajes de la obra:

Con un temblor de amor y de grandeza
sembré en tu vientre mi hijo.

Con un temor de amor sobre tu siembra
en mí fue concebido.

La influencia religiosa y las lecturas del momento (místicos y poetas renacentistas) dan al auto sacramental un sentido del amor en cierto modo platónico. Es algo que glorifica y cobra altura, sobrevolando la baja tierra y buscando un camino hacia la belleza suma. «Para llegar al Señor / fabrico eternas escalas», dirá de sí mismo el personaje que representa al Amor, en tanto que el Deseo, representado por otro personaje, es un sentimiento diferente en el cual se sitúan sólo grosería y vicio. Anda «infeccionando los aires» y se autopresenta como «el marido de la cabra» y «el dictador de la carne».

Miguel abandonará ese concepto en seguida, en su poesía inmediata, en la cual, ya cuajada su personalidad, quedará fuera de todo platonismo para buscar en el amor la posesión y en la posesión la obra fecunda y viva de la especie.

La experiencia amorosa

Si siempre debe ser la poesía respirar por la herida, en la poesía amorosa, mucho más. La primera condición para hacer un poema amoroso es vivirlo. Miguel, en la obra que hemos visto hasta aquí, procedió de manera mimética, se dejó llevar por su sentido natural, o clamó desde el ímpetu desbocado de su sangre joven. Pero aún no había sentido el amor, un amor concreto, sin literaturas, un amor como el que va a hacer girar el gran astro de su poesía hasta la misma muerte.

Parece que esto ocurrió el año 1934. Concha Zardoya lo cuenta, apoyándose en carta de Josefina Manresa, de esta forma:

Miguel ha entrado en una notaría, después de ser dependiente de una tienda: ha de ganar su pan de cualquier forma. Pasa por la calle Mayor para ir de su casa a la oficina o a la inversa. Durante una de estas idas y venidas, descubre en la calle a una muchacha que le impresiona por su palidez, por sus ojos y su pelo negrísimos. Ve que entra en un taller de costura. El encuentro vuelve a repetirse. Miguel empieza a sentirse enamorado, a buscarla todos los días con la mirada y con el corazón. Trata de pasar con la mayor frecuencia posible por la acera del taller, que está en una planta baja. Averigua las horas de entrada y salida. Ronda y ronda un día y otro. La muchacha se ha fijado en él: le ve pasar, siempre con papeles en la mano. Miguel, al fin, se decide a abordarla. Se detiene en la puerta del taller hasta dar lugar a que todas las costureras se den cuenta. Pero la joven le rehuye. Miguel insiste, se acerca a ella pidiéndole su nombre. Siente los primeros desvíos de la mujer que amará para siempre.

En aquellos encuentros, Miguel escribe para la muchacha el primer poema. Es el soneto que comienza «Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo», y que termina con el terceto donde se estampó un verso definitivo, una declaración jurada de amor guardada con fidelidad que consta a lo largo de toda una obra poética, una de las más encendidas obras de la poesía amorosa castellana: «Satélite de ti, no hago otra cosa». Oigamos de nuevo a Concha Zardoya:

Y la vida del poeta empieza a girar en torno a Josefina Manresa como un satélite… La amada será el astro en torno al cual girarán sus pensamientos, sus sentidos y sus acciones desde 1934 hasta el momento mismo de la muerte. […] Ni la guerra ni las cárceles —tristes separaciones— atenuarán la fogosa llama de ese amor purísimo, enraizado en la carne y en el espíritu. Josefina Manresa, novia, esposa y madre, desde ahora será siempre una de las fuentes esenciales de inspiración de su poesía.

La anécdota amorosa —ha quedado explícito— no puede ser más sencilla. El amor no puede darse de manera más elemental. ¿Cuántos millones de parejas, ayer, hoy, mañana, no vivieron y vivirán lo mismo? Lo admirable de Miguel Hernández es su naturalidad, su verdad. Todo en él es auténtico y la grandeza de su obra es nada menos que un sencillamente milagroso soplo genial. Sí, sí, San Juan y Garcilaso van a tomar la mano joven del poeta para estos manifiestos amorosos, pero apreciad la pura fuente de que nacen, su simplicidad prístina. Porque hay más. Ese silbo que, vulnerado, con toque sanjuanista pasa al álbum amoroso, no es trasposición sólo de libro magistral, sino acorde perfecto de verso y realidad. Miguel llamaba a Josefina silbando ante la casa de sus padres, y hubo un loro vecino que aprendió la llamada y engañaba, imitándole, a la joven en espera. El silbo vulnerado ha sido también un real y vivido hecho de los amantes.

Poemas de amor – Miguel Hernández

Miguel Hernández. Fue un poeta y dramaturgo español nacido en Orihuela el 30 de octubre de 1910 y fallecido en Alicante el 28 de marzo de 1942. Suele discutirse si Hernández es encuadrable en la generación del 36 o en la del 27, debido a su proximidad con ambas.

Originario de una familia humilde de campesinos, se inició en la poesía gracias al apoyo de Ramón Sijé, y tras escribir para varias revistas y publicaciones, aparece su primer libro, Perito en lunas en 1933.

De formación casi autodidacta, consiguió finalmente un empleo en la capital como colaborador en las Misiones Pedagógicas, y posteriormente como secretario y redactor de la enciclopedia Los toros.

Colaboró con la Revista de Occidente y trabó amistad con poetas como Vicente Aleixandre y Pablo Neruda, que influyeron en su etapa surrealista, que pronto dio paso a una poesía más social y política. Al desatarse la Guerra Civil se alista en el bando republicano, casándose mientras con Josefina Manresa, con quien tuvo dos hijos.

Al intentar cruzar la frontera portuguesa fue detenido y comenzó una larga peregrinación de cárcel en cárcel, que finalmente acabó con su salud y llevó a su muerte por tuberculosis en 1942.

De entre la obra de Hernández cabría destacar El rayo que no cesa, Viento del pueblo o El hombre acecha. Varios de sus poemas han sido musicados, como la conocida Nanas de la cebolla interpretada por Joan Manuel Serrat en un disco completo dedicado a la obra del poeta.