Reyes de la noche

Reyes de la noche - Robert E. Howard

Resumen del libro: "Reyes de la noche" de

Decidió desde joven convertirse en escritor profesional, y a ese empeño se dedicó en cuerpo y alma a lo largo de su breve carrera, tratando siempre de colocar sus relatos en revistas pulp de la época, como «Amazing Stories» o la mítica «Weird Tales». Pletórico de ideas, escribió docenas de relatos de terror, del oeste, históricos, de aventura, de misterio, de piratas… Pero Howard era un hombre de temperamento difícil y se quitó la vida a los treinta años. La fama de la que disfruta en la actualidad le llegó décadas después de su muerte, gracias a la reedición primero de los cuentos de «Conan» y después de otras series de espada y brujería. La serie de «Solomon Kane» puede considerarse una confluencia de géneros como el histórico, la aventura, la narrativa de piratas, el folletín y el terror, en ocasiones de corte bastante gótico. Solomon Kane es un sombrío puritano de los tiempos de Isabel I de Inglaterra –justiciero misterioso, solitario y de métodos expeditivos–, y a lo largo de un puñado de cuentos vive sus tenebrosas aventuras por Europa y África (un continente inexplorado, lleno de ciudades perdidas, caníbales, y horrores sin cuento). Lo sobrenatural –desde espectros a razas vampíricas– no sólo está presente en estos relatos, sino que a menudo forma parte fundamental de sus tramas.

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Dormitaba el César en su trono de marfil. Vinieron sus férreas legiones para vencer a un rey en una tierra ignota y una raza sin nombre.

La Canción de Bran

1

La daga cayó con un destello. Un grito agudo se convirtió en un estertor. La figura que yacía en el tosco altar se retorció convulsivamente y quedó inmóvil. El mellado filo de pedernal desgarró el pecho enrojecido y unos dedos delgados y huesudos, horrendamente manchados, arrancaron el corazón aún Palpitante. Bajo unas espesas cejas blancas, dos ojos penetran- tes brillaban con feroz intensidad.

Junto al asesino había cuatro hombres al lado de la irregular pila de piedras que formaba el altar del Dios de las Sombras. Uno era de talla mediana y constitución esbelta, parca-

niente vestido, con la negra cabellera ceñida por una estrecha banda de hierro en el centro de la cual destellaba una solitaria piedra roja. De los demás, dos eran morenos como el primero, Pero así como él era esbelto, ellos eran rechonchos y deformes, con miembros nudosos y cabello enmarañado cayendo sobre frentes estrechas. El rostro de aquél indicaba inteligencia y una voluntad implacable; los suyos meramente una ferocidad parecida a la de las bestias. El cuarto hombre tenía poco en común con el resto. Les llevaba casi una cabeza de altura, aunque su cabellera era negra como la de ellos, su piel comparativamente más clara y los ojos grises. Contemplaba el ceremonial con expresión poco favorable.

Y en verdad, Cormac de Connacht no se hallaba muy a gusto. Los druidas de su propia isla, Erín, tenían extraños y oscuros rituales de adoración, pero nada como aquello.

Oscuros árboles rodeaban la sombría escena, iluminada por una antorcha solitaria. El fantasmal viento nocturno gemía entre las ramas. Cormac estaba solo entre hombres de una raza extraña, y acababa de ver arrancar el corazón de un hombre de su cuerpo aún palpitante. El viejo sacerdote, que a duras penas parecía humano, contemplaba la cosa que aún latía. Cormac se estremeció, dirigiendo una mirada al que llevaba la piedra roja.

¿Acaso Bran Mak Morn, rey de los pictos, creía que su viejo carnicero de barba blanca podía predecir los acontecimientos observando un sanguinolento corazón humano? Los ojos oscuros del rey eran inescrutables. Había extraños abismos en aquel hombre que ni Cormac ni nadie podían medir.

—¡Los augurios son buenos! —exclamó salvajemente el sacerdote, hablando más para los dos jefes que para Bran—. Aquí, en el palpitante corazón de un prisionero romano, leo…

¡la derrota para las armas de Roma! ¡El triunfo para los hijos de los brezales!

Los dos salvajes murmuraron entre dientes y sus ojos feroces destellaron.

—Id y preparad a vuestros clanes para la batalla —dijo el rey, y los dos se alejaron con la zancada simiesca propia de tales gigantes contrahechos.

Sin prestar más atención al sacerdote que examinaba la espantosa ruina del altar, Bran le hizo un gesto a Cormac. El gaélico le siguió sin hacerse de rogar. Una vez fuera del tétrico bosquecillo, bajo la luz de las estrellas, respiró con mayor libertad. Se hallaban en una elevación, contemplando vastas ondulaciones de suaves pendientes cubiertas de brezos.

En las cercanías parpadeaban algunas hogueras; su escaso número no atestiguaba las hordas de hombres de las tribus que se hallaban junto a ellas. Más allá había otras hogueras, y aún más lejos

otras; estas últimas señalaban el campamento de los hombres de Cormac, duros jinetes y luchadores gaélicos, pertenecientes a los que empezaban por entonces a asentarse en la costa occidental de Caledonia…, el núcleo de lo que más tarde se convertiría en el reino de Dalriadia. Y a la izquierda de esas hogueras, aún ardían otras.

Y más a lo lejos, al sur, había más hogueras…, meros punti-tos luminosos. Pero incluso a esa distancia el rey picto y su aliado celta podían ver que esas hogueras estaban dispuestas en un orden regular.

—Los fuegos de las legiones —musitó Bran—. Los fuegos que han iluminado un sendero que rodea al mundo. Los hombres que encienden esos fuegos han pisoteado bajo sus

talones de hierro a todas las razas. Y ahora…, nosotros, los del brezal, nos hallamos con la espalda contra la pared. ¿Qué sucederá mañana?

—La victoria para nosotros, dice el sacerdote —respondió Cormac.

Bran hizo un gesto de impaciencia.

—Luz de luna en el océano. Viento en las copas de los abetos. ¿Crees que tengo fe en tal mascarada? ¿O que he disfrutado con el degollamiento de ese legionario cautivo? Debo contentar a mi gente; fue por Gron y Bocah por los que permití al viejo Gonar leer los augurios. Los guerreros lucharán mejor.

—¿Y Gonar? Bran rió.

—Gonar es demasiado viejo para creer en nada. Era gran sacerdote de las Sombras una veintena de años antes de que naciera yo. Se proclama descendiente directo de ese Gonar que era brujo en los días de Brule, el de la Lanza Asesina, que fue el primero de mi linaje.

Ningún hombre sabe lo viejo que es… ¡A veces pienso que es el Gonar original en persona!

—Al menos —dijo una voz burlona, y Cormac se sobresal-ró al aparecer a su lado una figura borrosa—, al menos he a-prendido que para conservar la fe y la confianza del pueblo, un hombre sabio debe aparecer como un tonto. Conozco secretos que harían estallar incluso tu cerebro, Bran, si te los contara. Mas para que el pueblo pueda creer en mí, he de rebajarme a las cosas que ellos consideran la magia adecuada…, y voclfera^, aullar y agitar pieles de serpiente, y embadurnarme con sangre humana y visceras de gallina.

Cormac miró al anciano con nuevo interés. La semilocura de su aspecto se había desvanecido. Ya no era el charlatán, el chamán que mascullaba hechizos. La luz de las estrellas le otorgaba una dignidad que parecía incrementar su propia estatura, de modo que se alzaba como un patriarca de barba canosa.

—Bran, ahí está tu duda —dijo el brujo, señalando con el flaco brazo hacia el cuarto anillo de hogueras.

—Cierto —asintió el rey lúgubremente—. Cormac…, lo sabes tan bien como yo. La batalla de mañana depende de ese círculo de hogueras. Con los carros de los britanos y tus jinetes occidentales, nuestro éxito sería cierto, pero…, ¡con seguridad que en el corazón de cada normando anida el mismo diablo! Y ahora que su jefe, Rognar, ha muerto, juran que sólo serán conducidos por un rey de su propia raza. De lo contrario romperán su juramento y se pasarán a los romanos. Sin ellos estamos condenados, pues no podemos cambiar nuestro plan.

—Ánimo, Bran —dijo Gonar—. Toca la piedra en tu corona de hierro. Puede que te traiga ayuda. Bran rió amargamente.

—Ahora hablas como piensa el pueblo. No soy un tonto para engañarme con palabras vacías. ¿Qué hay en esa gema? Cierto, es extraña, y hasta ahora me ha traído suerte. Pero ahora no necesito joyas, sino la alianza de trescientos normandos caprichosos que son los únicos guerreros entre nosotros que pueden resistir la carga de las legiones a pie.

—¡Pero la gema, Bran, la gema! —insistió Cormac.

—¡Bien, la gema! —gritó Bran con impaciencia—. Es más vieja que este mundo. Era vieja cuando la Atlántida y Lemuria se hundieron en el mar. Le fue entregada a Brule, el de la Lanza Asesina, el primero de mi linaje, por Kull el atlante, rey de Valusia, en los días en que el mundo era joven. Pero ¿ nos será eso de provecho ahora?

—¿Quién sabe? —preguntó el brujo, evasivamente—. El tiempo y el espacio no existen.

No hubo pasado, y no habrá futuro. El ahora lo es todo. Todas las cosas que alguna vez fueron, son o serán se refieren al ahora. El hombre se halla siempre en el centro de lo que llamamos tiempo y espacio. He ido al ayer y al mañana y ambos eran tan reales como el hoy.-.i que es como los sueños de los fantasmas. Pero dejadme dormir y hablar con Gonar.

Reyes de la noche – Robert E. Howard

Robert E. Howard. Escritor estadounidense nacido el 22 de enero de 1906 en Peaster, Texas, y fallecido el 11 de junio de 1936 en Cross Plains, localidad del mismo estado. Su nombre completo fue Robert Ervin Howard. Conocido especialmente por las historias de corte fantástico que publicó en la revista Weird Tales, también cultivó la temática histórica, como por ejemplo en Las puertas del imperio, una historia ambientada en la época de Saladino. La creación más importante de Howard fue, definitivamente, Conan, un héroe bárbaro que aparece en diversas historias situadas en una época ficticia denominada Era Hyboria o Primera Era (que empezaría tras el hundimiento de la Atlántida).

Tras el suicidio del autor en 1936 al conocer la inminente muerte de su madre han sido numerosos los autores que han continuado la labor de escribir acerca de este personaje, creando una mitología propia que se cuenta entre las más extensas de la fantasía heroica literaria. Conan ha sido adaptado en varias ocasiones al cine, así como a la televisión, el cómic, etc., convirtiéndose en uno de los iconos más significativos del siglo XX.