Rosas de otoño

Resumen del libro: "Rosas de otoño" de

Rosas de otoño es una obra de teatro del dramaturgo español Jacinto Benavente estrenada el 13 de abril de 1905. La pieza narra las peripecias de Isabel, segunda esposa de Gonzalo, al constatar que su marido ha puesto los ojos en otra mujer, llamada Josefina. Ésta última es además objeto de atención de Pepe, a su vez, marido de María Antonia, hija del primer matrimonio de Gonzalo. Gonzalo, viejo, Don Juan al que ya se le fue el tiempo, paga lujos y saraos a Josefina, mujer con pasado y al marido de Josefina lo coloca en su firma comercial para que haga la vista gorda; finalmente se impone el sentido común y las abnegadas Isabel y María Antonia mantienen sus respectivos matrimonios, pese a la vida de infidelidades que sus respectivos maridos las han hecho pasar y aún las harán sufrir. Así sea.

Libro Impreso

PERSONAJES

ISABEL.

MARÍA ANTONIA.

CARMEN.

LAURA.

JOSEFINA.

LUISA.

GONZALO.

PEPE.

RAMÓN.

MANUEL.

ADOLFO.

Un CRIADO.

ACTO PRIMERO

Gabinete elegante

ESCENA PRIMERA

GONZALO y un CRIADO; después, ISABEL

GONZALO. (Al CRIADO,) A las siete lleva usted la ropa al Casino, y si ha venido alguna carta…

ISABEL. ¿Vas a salir? ¿Volverás pronto?

GONZALO. ¿Por qué?

ISABEL. ¡Qué memoria! ¿No recuerdas que hoy comen aquí María Antonia, Pepe y amigos?…

GONZALO. Es verdad. No me acordaba.

ISABEL. ¿Pensabas comer fuera de casa?

GONZALO. Sí, en el Casino, con Aguirre y con un socio suyo, para tratar de esos negocios de Bilbao. Pondré dos letras. (Al CRIADO.) Espere, usted. (Se sienta a escribir.)

ISABEL. ¿Te contraría?

GONZALO. No. Siento no haberme acordado antes… Y que hoy no estoy de humor para recibir gente…

ISABEL. Casi toda es de confianza.

GONZALO. ¿Quién viene?

ISABEL. Además de María Antonia y Pepe, Laura, Ramón y Carmen con la chica; Manolo Arenales, y, de más cumplido, los recién casados, el hijo de tu corresponsal y su mujer. En su obsequio es la comida. Pero ¡qué memoria la tuya!

GONZALO. ¡Ah, sí…, el matrimonio joven!… ¡Cuánto lo siento!

ISABEL. Pues disimula el mal humor, porque los primeros días te desviviste por obsequiarlos, y extrañarán el cambio tan brusco. A mí no me son nada simpáticos; él parece tonto, y ella… ¡qué sé yo! Muy atrevida…; por hacernos ver que domina el castellano, se expresa en unos términos…

GONZALO. ¿Puedes callarte? Me has equivocado dos veces.

ISABEL. ¡Ay! Perdona. ¿Por qué no lo has dicho antes?

GONZALO. (Al CRIADO.) Esta carta, al Casino. Y no lleve usted la ropa; prepáremela usted en mi cuarto. (Sale el CRIADO.) ¿Y a qué hora es la comida?

ISABEL. Para las siete y media, media hora antes que de costumbre; también en obsequio a los de París; como allí se come temprano… Arenales se descolgará a las nueve, y la francesa tendrá motivo para decir que aquí estamos muy mal educados.

GONZALO. ¿Quién es la francesa?

ISABEL. La mujer de ese muchacho. ¡Qué pregunta!

GONZALO. Como no es francesa… Eso sí que es de mala educación, poner motes a la gente. Si sabes que es española…; porque haya vivido siempre en París… Es una muchacha muy agradable y muy inteligente.

ISABEL. Perdona, perdona si te he molestado.

GONZALO. No digas tonterías. ¡Siempre lo mismo!

ISABEL. ¡Siempre lo mismo! ¡Pobre de mí!

GONZALO. Ahora hazte la víctima. Eres insoportable.

ISABEL. ¡Gonzalo! Está visto que no puedo hablar. No puedo callar tampoco.

GONZALO. Prefiero que hables, que hables siempre, y nunca con medias palabras ni con reticencias. ¿Si sabré yo por qué te molesta esa muchacha? Porque ya creíste también que me gusta; crees que me gustan todas las mujeres.

ISABEL. Todas, no.

GONZALO. Tendré que ser un grosero para que vivas tranquila; no podemos recibir más que a Laura…; es la única que te inspira confianza.

ISABEL. Sí, Laura, de esa no te enamoras; es sólo ella la que está enamorada de ti.

GONZALO. Una leyenda…

ISABEL. Que yo prefiero a muchas historias.

GONZALO. ¡Muchas historias! Don Juan Tenorio. ¡Si conmigo no hay mujer segura!… No adviertes que te pones y me pones en ridículo con tus celos; debes pensar que ya no somos niños. Yo no lo era cuando nos casamos; viudo desde muy joven, con una hija ya mujer; de modo que no pudiste creer que buscaba en ti, como otros viudos con hijos, una institutriz de confianza. Si hubiera tenido ese corazón tan volandero y tan fácil que tú me otorgas, no hubiera vuelto a casarme. ¿Quién me obligaba?

ISABEL. Es que nunca reparaste en nada para conseguir lo que te propones.

GONZALO. ¿Y qué?

ISABEL. Conmigo no había otro medio.

GONZALO. Pero a ti te quedaba otro si creías eso; mandarme a paseo.

ISABEL. Creí que me querías.

GONZALO. ¡Que te quería! No te quiero, ¿verdad?

ISABEL. Sí me quieres; ¡es tan fácil quererme!…

GONZALO. ¡Qué bonito y qué simpático es el papel de víctima!

ISABEL. No lo sé; sé que es muy triste, y más triste procurar con todas mis fuerzas no parecerlo. Tienes una disculpa, la única. Haces el daño sin saber que lo haces.

GONZALO. Sí, acabaré por creerlo. Soy un monstruo, un tirano. El genio del mal. Este pobre y pacífico burgués, sólo preocupado de sus negocios, de su casa, de su mujer, de mi hija, mis únicos cariños.

ISABEL. De mí, no digo; sé a qué atenerme. ¿De tu hija? Nuestra; porque sabes que no la querría más si fuera también mía… ¿A que juzgas, como de mí, que debiendo ser muy dichosa se aficiona demasiado al papel de víctima?

GONZALO. ¿María Antonia? ¡Estaría gracioso! Se habrá contagiado… No, si tú eres capaz…

ISABEL. No, Gonzalo; no soy yo, no es ella, sois vosotros, los hombres, que sois como Dios os ha hecho, o el mundo en que vivimos, o… ¡qué sé yo!, la ley que habéis hecho vosotros tan tolerante para vuestras faltas como severa para las nuestras.

GONZALO. Vamos a elevar la discusión a principios filosóficos y sociales… ¡Ea!, voy a vestirme. No quiero ponerme de peor humor.

ISABEL. Está bien. ¿No quieres saber nada de tu hija?

GONZALO. Pero ¿qué voy a saber? Que está quejosa de su marido, como tú lo estás siempre de mí, y con el mismo fundamento… ¡Pobre Pepe!

ISABEL. Conste que María Antonia tiene razón, y conste que, sabiéndolo yo, te lo digo a ti sólo; a ella, aunque tú creas lo contrario, le digo lo mismo que tú dices: que no tiene importancia; que Pepe no es mejor ni peor que otros maridos; que no debe estar triste ni considerarse desgraciada…

GONZALO. ¿Tú le dices eso a María Antonia? Me cuesta trabajo creerlo.

ISABEL. Sí, se lo digo y procuro convencerla; porque María Antonia no es como yo; es muy exaltada, no se resigna; además, no quiere a su marido como yo te quiero; se casó sin reflexionar, enamorada de otro hombre…

GONZALO. Con quien pudo casarse; nadie se oponía a ello. ¿Por qué rompió de pronto sus relaciones con Enrique? Yo no me lo he explicado todavía. Su madre y tú anduvisteis de cabildeos; María Antonia, de la noche a la mañana, dijo que ya no le quería; el muchacho se fue de Madrid… ¡Cualquiera entiende a las mujeres!

ISABEL. Te lo dije; la única disculpa que tienes es la inconsciencia. ¿Para ti no había obstáculo alguno que se opusiera a la boda de tu hija con el hijo de Carmen?

GONZALO. Ya…, como tú supones que yo tuve relaciones con Carmen… Te lo dije todo…; fue antes de casarnos, antes de enviudar.

ISABEL. Es un consuelo. Sí, lo sé todo. ¡Carmen es mi mejor amiga! Ha llorado mucho su falta, y su confesión ha sido más general y más sincera que la tuya. Por eso mismo, porque su conciencia no estaba tranquila, me lo confesó todo, rogándome, por lo más sagrado, que hiciera lo posible por que María Antonia olvidara a Enrique; como ella, por su parte, haría todo lo posible para convencer a su hijo…

GONZALO. ¿Es que ella cree…?

ISABEL. Bastaba con dudarlo. Ya ves cómo, contra vuestras leyes y vuestro criterio, la falta del hombre y la de la mujer tienen las mismas consecuencias. En vuestras aventuras de amor, los hombres tenéis derecho a dudar cuáles son vuestros hijos; la mujer debe temer que puedan ser esposos los que pudieran ser hermanos… ¿Comprendes, comprendes cómo tu hija puede ser desgraciada por tu culpa? ¿Cómo también vuestros pecadillos, vuestras ligerezas, tienen importancia? Y perdona que te haya dicho todo esto, que me había propuesto callar siempre…; pero es que temo por tu hija…; es que no quisiera, y sin poderlo remediar, de tarde en tarde, dejo hablar a mi corazón porque temo; sí, temo que interpretes mi resignación por indiferencia, porque yo estoy segura que tú supieras cómo destrozas mi corazón cada vez que leo en ti…, porque lo veo…, en disimular no eres muy hábil, tienes la alegría insolente, una nueva traición, una nueva aventura…, no serías capaz de martirizarme. Pero eres así: si no oyes la queja, no piensas que hiciste el daño; si no me vieras llorar, no creerías nunca que mi vida es muy triste…

GONZALO. (Emocionado.) ¡Isabel!… ¡Isabel!… Bien está. ¿Sabes que nos disponemos para recibir con agrado a esa gente?

ISABEL. Tienes razón; si yo no quisiera molestarte nunca con mis quejas; pero en estos días he sufrido tanto…

GONZALO. ¿En estos días? ¿Por qué?

ISABEL. Bien lo sabes. ¿Crees que estoy ciega? ¿Que no advierto tus preocupaciones?

GONZALO. Mis asuntos…, los negocios… ¡Qué tontería!

ISABEL. No; para los negocios eres muy sereno; tus preocupaciones no cambian tu carácter por días, por momentos. ¡Si te quiero demasiado para no adivinar en seguida tu mal humor cuando aparentas más alegría; tu alegría, cuando quieres parecer más serio!…

GONZALO. ¡Tu imaginación!… ¡Claro! Conocías mi vida pasada de soltero…

ISABEL. De casado.

GONZALO. Me casé muy joven…

Rosas de otoño – Jacinto Benavente

Jacinto Benavente. Fue un dramaturgo, director, guionista y productor de cine español. Nació en 1866, en Madrid. Su padre era un prestigioso médico pediatra, Mariano Benavente, por lo que se crió en un ambiente familiar culto que le permitió acceder tempranamente, por su educación a los autores franceses.

Inició los estudios de derecho en la Universidad Central de Madrid, pero, a la muerte de su padre en 1885, los abandonó para dedicarse a la literatura. Durante algún tiempo fue empresario de circo.

Sus viajes por Europa le permitieron captar la renovación teatral en el resto del Continente, y fueron la base para que pudiera realizar su mayor mérito que fue el de haber renovado el retórico teatro del siglo XIX español. En 1907, estrenó su obra más famosa: Los intereses creados. Tras su estreno en Madrid, la obra se representó en toda España y en los principales teatros de Hispanoamérica.

La comedia benaventina típica, costumbrista, moderna, incisiva, supone una reacción contra el talante melodramático desorbitado de la obra de Echegaray, y se decantará por un teatro burgués moderno en el que prime la naturalidad y la verosimilitud, y una fina ironía que permita la crítica sin lecciones morales.

El año 1916, la Real Academia Española, que ya lo había acogido en su docto seno, lo nombra Académico de honor. Ocupó un escaño en el Congreso de los diputados en 1918. Y en 1922, la Academia sueca le otorgó el Premio Nobel de Literatura, por lo que en 1924 recibió el título de hijo predilecto de Madrid concedido por su Ayuntamiento, y la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio.

En 1947 asumió, a título honorario, la presidencia de la Confederación Internacional de Sociedades de Autores y Compositores y la Medalla de Mérito en el Trabajo en 1950. Murió en 1954.