Sabotaje

Resumen del libro: "Sabotaje" de

Arturo Pérez-Reverte, reconocido maestro de la novela histórica y de aventuras, nos sumerge en una apasionante trama en su obra «Sabotaje», ambientada en mayo de 1937, durante los cruentos días de la Guerra Civil Española. La narrativa nos transporta a un escenario donde la contienda no se limita únicamente a los campos de batalla, sino que se extiende a las sombras, donde se gestan intrigas y misiones clandestinas.

El protagonista, Lorenzo Falcó, es enviado a París con una misión dual: evitar que la obra maestra de Pablo Picasso, el Guernica, llegue a la Exposición Universal, donde la República busca apoyo internacional. Pérez-Reverte nos introduce en un contexto donde, a pesar de los vientos de una inminente guerra que se ciernen sobre Europa, la música alegre sigue sonando y la vida frívola ocupa la atención de intelectuales, refugiados y activistas.

Falcó, un personaje acostumbrado al peligro y las situaciones límite, se encuentra esta vez ante un desafío diferente. En un mundo donde la lucha de ideas intenta imponerse sobre la acción directa, él se enfrenta a un terreno ajeno, aplicando sus métodos singulares para sortear obstáculos y cumplir con su encomienda.

La trama se desenvuelve en un contexto histórico vibrante, donde la intriga política y las artes convergen, ofreciendo al lector una experiencia literaria que va más allá de la mera narrativa bélica. Pérez-Reverte, hábil como siempre, entrelaza la historia con la ficción, proporcionando una lectura cautivadora que fusiona el suspenso y la reflexión sobre la complejidad de los acontecimientos en aquel período crucial de la historia europea.

«Sabotaje» no solo es una novela de acción y espionaje, sino también un retrato detallado de una época convulsa, donde las vidas de los personajes se entrelazan con los eventos históricos de manera magistral. La prosa afilada y el estilo inconfundible de Pérez-Reverte se manifiestan en cada página, asegurando una lectura amena y absorbente.

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1. Las noches de Biarritz

Bajo la pérgola de la terraza se veían cinco manchas blancas y un punto rojo. Las manchas correspondían a la pechera y el cuello de una camisa, dos puños almidonados y un pañuelo que asomaba en el bolsillo superior de una chaqueta de smoking. El punto rojo era la brasa de un cigarrillo en los labios del hombre que permanecía inmóvil en la oscuridad.

Del interior llegaba sonido apagado de voces y música. Había una luna terciada, decreciente, que esmerilaba el mar negro y plateado frente a la playa, entre los destellos del faro situado a la derecha y la parte alta de la ciudad vieja, débilmente iluminada, a la izquierda.

Era una noche serena y cálida, sin apenas brisa. Casi a mediados de mayo.

Lorenzo Falcó apuró el cigarrillo antes de dejarlo caer y aplastarlo bajo la suela del zapato. Dirigió otro vistazo al mar y la playa en sombras y miró hacia la zona más oscura de ésta, donde en ese momento alguien encendía y apagaba tres veces una linterna. Tras confirmar la señal regresó al interior cruzando el salón desierto, decorado en cromo y laca carmín, donde entre apliques art déco los grandes espejos reflejaban el paso de su figura delgada, elegante y tranquila.

Había ambiente en la sala de juego, y Falcó dirigió una mirada a quienes se agrupaban en torno a las dieciocho mesas. En los últimos tiempos, la clientela del casino municipal había cambiado. De los agitados años de coches rápidos y frenesí de jazz, grandes de España, millonarios anglosajones, cocottes de lujo y aristócratas rusos en el exilio, Biarritz no retenía gran cosa. En Francia gobernaba el Frente Popular, los obreros tenían vacaciones pagadas, y quienes mordisqueaban un habano o alargaban el cuello rodeado de perlas, pendientes del chemin de fer o del trente et quarante, eran clase media acomodada que se codeaba con restos de otra época. Ya nadie hablaba de la temporada en Longchamp, el invierno en Saint-Moritz o la última locura de Schiaparelli, sino de la guerra de España, las amenazas de Hitler a Checoslovaquia, los patrones para confección casera de Marie Claire o la subida del precio de la carne.

Falcó localizó fácilmente al hombre a quien buscaba, pues éste no se había movido de la mesa de bacarrá: corpulento, con abundante pelo gris, vestía un smoking de muy buen corte. Continuaba junto a la misma mujer —su esposa—, y se inclinaba hacia ella para conversar en voz baja mientras jugueteaba con las fichas apiladas en el tapete verde. Parecía perder más que ganar, pero Falcó sabía que ese individuo podía permitírselo. En realidad podía permitirse casi todo, pues se llamaba Tasio Sologastúa y era uno de los hombres más ricos de Neguri, el barrio selecto y adinerado de Bilbao, corazón de la alta burguesía vasca.

Desvió la vista hacia la mesa contigua. Desde allí, de pie entre los curiosos, Malena Eizaguirre vigilaba de lejos al matrimonio. La mirada de Falcó se encontró con la suya, él hizo el gesto discreto de tocarse el reloj en la muñeca izquierda y ella asintió levemente. Con aire casual, Falcó fue a situarse a su lado. Cabello corto ondulado a la moda, ojos negros y grandes, Malena era atractiva sin excesos: algo regordeta, treinta años y facciones correctas, aunque su vestido de noche, un Madame Grès de chifón blanco drapeado, le daba un agradable aire clásico de remembranzas griegas.

—No se han movido de ahí —dijo ella.

—Ya veo… ¿La mujer ha perdido mucho?

—Lo habitual. Fichas de quince mil francos, una tras otra.

Compuso Falcó una mueca divertida. Edurne Lambarri de Sologastúa era muy aficionada al bacarrá, como a las joyas, a los abrigos de visón y a todo cuanto exigía gastar dinero. Igual que sus dos hijas, que a esas horas debían de estar bailando en el dancing del Miramar, como era su costumbre: Izaskun y Arancha, dos lindos y frívolos pimpollos vascongados. Miró de nuevo el reloj. Las once y veinte.

—No creo que tarden mucho en irse —concluyó.

—¿Está todo a punto?

—Telefoneé hace un rato y acabo de ver la señal —dirigió una lenta ojeada en torno—. ¿Has visto a los guardaespaldas?

Malena indicó con la barbilla a un fulano moreno, fuerte, con frente estrecha y nariz de púgil, enfundado en un smoking demasiado prieto en la cintura. Se mantenía algo retirado de la mesa de bacarrá, con la espalda apoyada en una columna, y miraba a Sologastúa con fidelidad de mastín.

—Sólo a ése. El otro debe de estar fuera, con el chófer.

—¿Dos coches, como siempre?

—Sí.

—Mejor. Cuantos más somos, más nos reímos.

La vio sonreír levemente, controlando bien los nervios.

—¿Siempre eres tan gamberro? ¿Todo lo tomas así?

—No siempre.

Malena acentuó la sonrisa. Tensa, pero decidida. La muerte de su padre y su hermano, asesinados por los rojos en la matanza del 25 de septiembre a bordo del barco-prisión Cabo Quilates, atracado en la ría de Bilbao, tenía algo que ver con esa firmeza. Procedente de una familia bien situada y de tradición carlista, durante la sublevación militar había trabajado con mucho valor para el bando rebelde, llevando mensajes ocultos del general Mola entre Pamplona y San Sebastián. Tras lo del padre y el hermano había pedido pasar a la acción directa. Ahora ella y Falcó trabajaban juntos desde hacía tiempo, montando la operación. Era una buena chica, pensó él. Hembra de fiar, seria y valerosa.

—Se levantan —dijo ella.

Falcó miró hacia la mesa. Tasio Sologastúa y su mujer se habían puesto en pie, dirigiéndose a la caja para cambiar sus fichas. Llegaba el momento en que el matrimonio, tras la cena habitual en Le Petit Vatel y un rato en el casino, solía regresar a su villa de Garakoitz. Separando la espalda de la columna, relajado, el guardaespaldas se fue detrás. Falcó rozó con dos dedos, con suavidad, una mano de Malena.

—Vamos a lo nuestro —dijo.

Ella se colgó de su brazo y caminaron con naturalidad hacia el guardarropa.

—Son puntuales como clavos —comentó Malena, poniéndose un chal de lana burdeos sobre los hombros desnudos—. Cada noche a la misma hora.

Parecía satisfecha de que todo se desarrollara con la exactitud prevista. Cuando Falcó había regresado a Biarritz tras un breve paréntesis clandestino en Cataluña —una misión de urgencia ordenada por el Almirante—, ella llevaba un mes vigilando a los Sologastúa. El matrimonio había pasado la frontera con sus hijas el año anterior, cuando las tropas nacionales estaban a punto de tomar el paso fronterizo de Irún. Tasio Sologastúa, miembro destacado del PNV —partido nacionalista vasco, católico y conservador, aunque aliado por razones de oportunidad con la República—, era uno de los principales apoyos en el exterior del gobierno autónomo de Euzkadi. Desde aquel exilio dorado, donde un triste menú costaba tres veces más que uno con champaña en cualquier buen restaurante de la España franquista, su influencia se hacía sentir en los círculos nacionalistas del sudoeste francés; y sus cuentas bancarias situadas en Gran Bretaña y Suiza financiaban importantes embarques de armas con destino a puertos vascos. Según informes confirmados por Falcó gracias a sus viejos contactos de contrabandista —el pasado nunca se borraba del todo—, Sologastúa había equipado a los gudaris euskaldunes con 8 cañones, 17 morteros, 22 ametralladoras, 5.800 fusiles y medio millón de cartuchos, además de fletar dos pesqueros armados para la marina auxiliar vasca. Lo que no era, precisamente, coleccionar soldaditos de plomo. En todo caso, motivo de sobra para que los servicios de inteligencia franquistas tuvieran mucho interés en secuestrarlo o matarlo. Ése era el orden de prioridades de la misión encomendada a Lorenzo Falcó.

«Sabotaje» de Arturo Pérez-Reverte

Arturo Pérez-Reverte. (Cartagena, 25 de noviembre de 1951). Escritor y licenciado en Periodismo, cursó también tres años de Ciencias Políticas. Actualmente se dedica en exclusiva a la literatura con especial atención a la novela histórica. Miembro de la Real Academia Española desde 2003, reportero de prensa, radio y televisión durante 21 años (1973-1994), cubriendo conflictos internacionales. Trabajó durante doce años en el diario Pueblo como reportero y nueve en Televisión Española cubriendo los servicios informativos relacionados con conflictos armados.

Entre los conflictos más destacados que ha cubierto el escritor se encuentran la guerra de Chipre, fases de la guerra del Líbano, la guerra de Eritrea, la guerra del Sahara, las Malvinas, El Salvador, Nicaragua, Chad, Libia, Sudán, Mozambique, Angola, el Golfo Pérsico, Croacia y Bosnia. La guerra que más le marcó fue la Guerra de Eritrea de 1977, la cual cita en algunos de sus artículos y en su novela Territorio Comanche, en la que estuvo desaparecido durante varios meses y a la que consiguió sobrevivir.

Escribe desde 1991 en una página de opinión de XL Semanal, un suplemento del grupo Vocento. Dicha sección es una de las más leídas de la prensa española y supera los 4.500.000 lectores. La primera novela que publicó fue El húsar (1986), seguida de El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1900), El Club Dumas (1993), La sombra del águila (1993), Territorio Comanche (1994), Un asunto de honor (1995), Obra Breve (1995), La piel del tambor (1995), Patente de corso (1998), La carta esférica (2000), Con ánimo de ofender (2001), La Reina del Sur (2002), Cabo Trafalgar (2004), No me cogeréis vivo (2005), Un día de cólera (2007), Ojos azules (2009), Cuando éramos honrados mercenarios (2009), El Asedio (2010). El tango de la Guardia Vieja (2012), El francotirador paciente (2013), Perros e hijos de perra (2014) y La guerra civil contada a los jóvenes (2015). Obras internacionales galardonadas y traducidas en más de 40 idiomas.

También es autor de una de las series de mayor éxito de las últimas décadas en el mercado español: Las aventuras del capitán Alatriste (1996). Alatriste encarna a un capitán español de los tercios de Flandes y la novela está minuciosamente situada geográfica e históricamente.

Miembro de la Real Academia Española desde el 12 de junio de 2003, día en que leyó un discurso titulado El habla de un bravo del siglo XVII. Arturo Pérez-Reverte también fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad Politécnica de Cartagena, el primero otorgado por la Universidad, el 18 de febrero de 2004.

A lo largo de su carrera ha recibido numerosos premios y galardones, de entre los que habría que destacar algunos tan importantes como el Goya, el Grand Prix de Literatura Policiaca de Francia, el Ondas, la Orden Nacional del Mérito, el Jean Monnet o el Palle Rosenkranz, por mencionar solo algunos.