Tres tristes tigres

Resumen del libro: "Tres tristes tigres" de

«Tres tristes tigres» de Guillermo Cabrera Infante se erige como una joya literaria dentro del «boom» hispanoamericano de los años sesenta, una obra esencial que destaca en la narrativa hispánica y se consolida como un hito tanto en la tradición moderna como posmoderna. Publicada en 1967, año crucial en la historia del «boom», coincidiendo con la célebre «Cien años de soledad», la novela se presenta como un experimento audaz no solo en términos de contenido, sino también en lo que respecta al lenguaje, las estructuras narrativas y la imaginación literaria.

Guillermo Cabrera Infante, autor cubano, desafía las convenciones literarias al escribir esta obra en lo que él mismo denomina «cubano», más que en español. La riqueza de la novela reside en sus ingeniosos juegos de palabras, impregnados de ese humor característico del pueblo cubano. La obra se configura como una verdadera galería de voces, una suerte de museo del habla cubana, ofreciendo a las generaciones futuras la posibilidad de escuchar a sus ancestros a través de las páginas de esta narrativa innovadora.

Cabrera Infante, en sus propias palabras, nos sumerge en una recreación nostálgica de La Habana en 1958, centrándose especialmente en su vida nocturna. «Tres tristes tigres» no solo narra, sino que también canta a la ciudad, mitificando y recreando su historia cultural. La obra se convierte así en un canto apasionado a la urbe, trascendiendo las barreras temporales y rescribiendo la narrativa de la cultura habanera. La novela se erige como un testimonio lírico, una celebración de la riqueza lingüística y cultural de Cuba, dejando una marca indeleble en la tradición literaria de la región.

Libro Impreso EPUB

I

Ekué era sagrado y vivía en un río sagrado. Un día vino Sikán al río. El nombre de Sikán podía querer decir mujer curiosa o nada más que mujer. Sikán, como buena mujer, era no sólo curiosa, sino indiscreta. Pero ¿es que hay algún curioso discreto?

Sikán vino al río y oyó el ruido sagrado que solamente conocíamos unos cuantos hombres de Efó. Sikán oyó y oyó y luego contó. Lo dijo todo a su padre, quien no la creyó, porque Sikán contaba cuentos. Sikán volvió al río y oyó y ahora vio. Vio a Ekué y oyó a Ekué y contó a Ekué. Para que su padre la creyera persiguió al sagrado Ekué con su jícara (que era para tomar el agua) y alcanzó a Ekué, que no estaba hecho para huir. Sikán trajo a Ekué al pueblo en su jícara de beber agua. Su padre la creyó.

Cuando los pocos hombres de Efó (no hay que repetir sus nombres) vinieron al río a hablar con Ekué no lo encontraron. Por los árboles supieron que lo hicieron huir, que lo habían perseguido, que Sikán lo atrapó y llevó a Efó en la jícara del agua. Esto era un crimen. Pero dejar que Ekué hablara sin tapar los oídos profanos y contar su secreto y ser una mujer (apero ¿quién si no podía hacer semejante cosa?) era más que un crimen. Era un sacrilegio.

Sikán pagó con su pellejo la profanación. Pagó con su vida, pero también pagó con su pellejo. Ekué murió, algunos dicen que de vergüenza por dejarse atrapar por una mujer o de mortificación al viajar dentro de una jícara. Otros dicen que murió sofocado, en la carrera no estaba, definitivamente, hecho para correr. Pero no se perdió el secreto ni el hábito de reunión ni la alegría de saber que existe. Con su piel se encueró el ekué, que habla ahora en las fiestas de iniciados y es mágico. La piel de Sikán la Indiscreta se usó en otro tambor, que no lleva clavos ni amarres y que no debe hablar, porque sufre todavía el castigo de los lengua-largas. Tiene cuatro plumeros con las cuatro potencias más viejas en las cuatro esquinas. Como es una mujer hay que adornarlo lindo, con flores y collares y cauris. Pero sobre su parche lleva la lengua del gallo en señal eterna de silencio. Nadie lo toca y solo no puede hablar. Es secreto y tabú y se llama seseribó.


Rito de Sikán y Ekué
(de la magia afrocubana).

I

Los viernes no tenemos cabaré, así que tenemos la noche libre y este viernes parecía el día perfecto porque abrían de nuevo esa noche la pista al aire libre del Sierra. De manera que, lucía correcto darse un salto hasta allá a oír cantar a Beny Moré. Además esa noche debutaba en el Sierra Cuba Venegas y yo debía de estar allí. Ustedes saben que yo fui quien descubrió a Cuba, no Cristóbal Colón. Cuando la oí por primera vez, yo había vuelto a tocar de nuevo y dondequiera estaba oyendo música, de modo que tenía el oído en la perfecta. Yo había dejado la música por el dibujo comercial, pero también ganaba poco en esa agencia de anuncios, que era más bien una agencia de epitafios, y como había un montón de cabarés y de nite-clubs abriéndose, inaugurándose, pues saqué mi tumba del do-set (una tumba en una tumba, que es un chiste que yo repito a cada rato y siempre que lo repito me acuerdo de Innasio, Innasio es Innasio Piñero, quien escribió esa rumba inmortal que dice que un amante dolido y maltratado y vengativo puso una inscripción en la tumba de su amada (hay que oír esto en la voz del propio Innasio) que es la copia de una rumba: (No la llores, enterrador: no la llores, que fue la gran bandolera, enterrador, no la llores) y comencé a practicar fuerte y a darle a los cueros y en una semana estaba sacando el sonido parejito, dulce, sabroso y me presenté a Barreto y le dije: «Guillermo, quiero volver a tocar».

La cosa que Barreto me consiguió trabajo en la segunda orquesta del Capri, esa que toca entre show y show y cuando termina el último show, para que la gente baile (los que les gusta el baile) o se maten en ritmo o revienten callos al compás del seis por ocho. A escoger.

Fue así que yo estaba oyendo cantar por la ventana y me pareció que aquella voz tenía su cosa. La canción (que era Imágenes, de Frank Domínguez: ustedes la conocen: esa que dice, Como en un sueño, sin yo esperarlo te me acercaste y aquella noche maravillosa…), en fin la voz salía de los bajos y luego vi que detrás de ella salía una mulata alta, de pelo bueno, india, que entraba y salía al patio y tendía ropa. Adivinaron: era Cuba, que entonces se llamaba Gloria Pérez y claro, yo, que no he trabajado por gusto en una publicitaria, se lo cambié para Cuba Venegas, porque nadie que se llame Gloria Pérez va a cantar nunca bien. De manera que esa mulata que se llamaba Gloria Pérez es ahora Cuba Venegas (o al revés) y como ella ahora está en Puerto Rico o en Venezuela o qué sé yo dónde y no voy a hablar de ella ahora, puedo contarles esto así de pasada.

Cuba pegó enseguida: el tiempo que le tomó pelearse conmigo a tiempo y empezar a salir con mi amigo Códac, fotógrafo de moda ese año y después con Piloto y Vera (primero con Piloto y luego con Vera) que tienen dos o tres buenas canciones, entre ellas Añorado encuentro, que Cuba hizo su creación. Finalmente se puso a vivir con Walter Socarrás (Floren Cassalis dijo en su columna que se casaron: yo sé que no se casaron, pero eso no tiene la menor importancia, como diría Arturo de Córdova), que es el arreglista que se la llevó de jira por América Latina y era quien estaba dirigiendo desde el piano la orquesta del Sierra esa noche. (Eso tampoco tiene la menor importancia). De manera que me fui al Sierra a oír cantar a Cuba Venegas, que tiene una voz muy linda y una cara muy bonita (Cubita Bella, le dicen en broma) y tremenda figura en la escena, a esperar que me viera y me guiñara un ojo y me dedicara No me platiques.

II

Estaba en el Sierra precisamente tomando en la barra, hablando un poco con el Beny. Déjenme hablar del Beny. El Beny es Beny Moré y hablar de él es como hablar de la música, de manera que déjenme hablar de la música. Recordando al Beny recordé el pasado, el danzón Isora en que la tumba repite un doble golpe de bajo que llena todo el tiempo y derrota al bailador más bailador, que tiene que someterse a la cadencia inclinada, casi en picada, del ritmo. Ese golpe carcelero del bajo lo repite Chapottín en un disco que anda por ahí, grabado en el cincuentitrés, el montuno de Cienfuegos, un guaguancó hecho son y ahí sí que el bajo juega un papel dominante. Una vez le pregunté al Chapo que cómo lo hacía y me dijo que fue (larga vida a los dedos de Sabino Peñalver) improvisado en el momento mismo de la grabación. Solamente así se hace un círculo de música feliz en la cuadratura rígida del ritmo cubano. De eso hablaba con Barreto en Radio Progreso un día, en una grabación, donde él tocaba la batería y yo repicaba con mi tumba y a veces me cruzaba. Barreto me decía que había que quebrar el cuadrado obligatorio del ritmo, que siempre tiene que cuadrar, y yo le puse de ejemplo al Beny, que en sus sones, con su voz, se burlaba de la prisión cuadrada, planeando la melodía por sobre el ritmo, obligando a su banda a seguirlo en el vuelo y hacerla flexible como un saxo, como una trompeta ligada, como si el son fuera plástico. Me acuerdo cuando toqué en su banda, sustituyendo al batería, que era amigo mío y me pidió que ocupara su lugar porque quería tener la noche libre ¡para irse a bailar! Era del carajo estar detrás del Beny, él vuelto de espaldas, cantando, moneando, haciendo volar la melodía por sobre nuestros instrumentos clavados al piso, y entonces verlo virarse y pedirte el golpe en el momento preciso. ¡Ese Beny!

De pronto el Beny me da un golpe en el hombro y me dice: «¿Qué, socio? ¿La ninfa esa es cosa suya?». Yo no sabía a qué se refería el Beny y como uno no sabe a qué se refiere el Beny casi nunca no le presté mucha atención, pero miré. ¿Ustedes saben lo que vi? Vi una muchacha, casi una muchachita, como de 16 años, que me miraba. En el Sierra afuera o adentro siempre está oscuro, pero yo la estaba viendo desde la barra y ella estaba del otro lado, de la parte de afuera y había un cristal por el medio. Vi bien que estaba mirando para mí y mirando bien, de manera que no había ninguna duda. Además vi que me sonrió y yo me sonreí también y entonces dejé al Beny con su permiso y me llegué hasta la mesa. Al principio no la reconocí porque estaba muy tostada por el sol y tenía el pelo suelto y se veía hecha toda una mujer. Llevaba un vestido blanco, casi cerrado por el frente, pero muy escotado por detrás. Muy, muy, escotado, de manera que se le veía toda la espalda y era una espalda linda lo que se veía. Me sonrió de nuevo y me dijo: «¿No me reconoces?». Y entonces la reconocí: era Vivian SmithCorona y ya ustedes saben lo que significa ese doble apellido. Me presentó a sus amigos: gente del Habana Yatch-Club, gente del Vedado Tennis, gente del Casino Español. Era una mesa grande. No sólo era larga del largo de tres mesas unidas, sino que había unos cuantos millones sentados en las sillas de hierro marcando algunas nalgas que eran prominentes social y físicamente. Nadie me hizo mucho caso y Vivian venía de casi-chaperona, de manera que pudo hablar conmigo un rato, yo de pie y ella sentada y como nadie me ofreció un sitio, le dije:

—Vámonos afuera —queriendo decir a la calle, donde sale mucha gente a hablar y a respirar el humo caliente y hediondo de las guaguas cuando hay mucho calor adentro.

—No puedo —me dijo ella—. Vengo de cháper. —¿Y eso qué?— le dije.

—No pu-e-do —me dijo, finalmente.

No sabía qué hacer y me quedé allí indeciso, sin irme ni quedarme. —¿Por qué no nos vemos más tarde?— me dijo ella hablando entre dientes.

Yo no sabía qué quería decir exactamente con más tarde.

—Más tarde —me dijo—. Cuando me dejen en casa. Papi y mami están en la finca. Sube a buscarme.

III

Vivian vivía (influencia de Bustrófedon) en el Focsa, en el piso 27, pero no fue allí, tan alto, donde la conocí. La conocí casi en un sótano. Ella vino una noche al Capri con Arsenió Cué y Silvestre, mi amigo. Yo no conocía a Cué más que de nombre y eso ligeramente, pero Silvestre fue compañero mío en el bachillerato, hasta cuarto año cuando lo dejé para estudiar dibujo en San Alejandro, creyendo entonces que me iba a tener que cambiar de nombre para Rafael o Miguel Ángel o Leonardo y que la Enciclopedia Espasa le iba a dedicar un tomo a mi pintura. Cué me presentó a su novia o a su pareja, primero, que era una rubita delgada y larga y sin senos, pero muy atractiva y que se veía que lo sabía, me presentó a Vivian y finalmente me presentó a mí a ellas. Fino el hombre, teatralmente así. Las presentaciones las hizo en inglés y para mostrar que era contemporáneo de la ONU se puso a hablar en francés con su novia o marinovia, o lo que fuera. Esperé que cambiara para alemán o ruso o italiano a la menor provocación, pero no lo hizo. Siguió hablando francés o inglés o los dos idiomas al mismo tiempo. Estábamos (todos los parroquianos) haciendo bastante ruido y el show seguía andando, pero Cué hablaba su inglés y su francés por encima de la música y por encima de la voz humana cantando y por encima de ese ruido entre fiestas de quince y banquete y barra que hay en los cabarés. Ellos dos parecían muy preocupados en demostrar que podían hablar franglés y besarse al mismo tiempo. Silvestre miraba el show (más bien las bailarinas del show todas llenas de piernas y de muslos y de senos) como si lo viera por primera vez en su vida. La fruta del mercado ajeno. (De nuevo B). Olvidaba esta real belleza de al lado por el espejismo de la belleza en el escenario. Como yo me sabía esas caras y esos cuerpos y esos gestos como se sabe la anatomía Vesalio y como soy un correoso beduino de este desierto del sexo, me quedé en el oasis, dedicándome a mirar a Vivian, que estaba frente a mí. Ella miraba el show, pero bien educadita la niña, se las arreglaba para no darme la espalda y vio que yo la miraba (tenía que verlo porque yo casi tocaba su blanca piel vestida, con mis ojos) y se viró para hablarme.

—¿Cómo me dijo que se llamaba? No oí su nombre.

—Eso pasa siempre.

—Sí, las presentaciones son como los pésames, murmullos sociales.

Le iba a decir que no, que eso siempre me pasa a mí, pero me gustó su inteligencia y más que esto, su voz, que era suave y mimada y agradablemente baja.

—José Pérez es mi nombre, pero mis amigos me dicen Vincent.

No pareció entender, sino que se extrañó. Tanto que me dio pena. Le expliqué que era una broma, que era la parodia de una parodia, que era un diálogo de Vincent van Douglas en Sed de Vivir. Me dijo que no la había visto y me preguntó que si era buena y le contesté que la pintura sí pero la película no, que Kirk Fangó pintaba mientras lloraba y al revés y que Anthony Gauquinn era un bouncer del Saloon de Rechazados, pero que de todas maneras esperara a saber la opinión profesional y sabia y sesuda de Silvestre mi amigo. Finalmente le dije mi nombre, el verdadero.

—Es bonito —me dijo. No se lo discutí.

Parecía que Arsenio Cué estaba oyéndolo todo porque se soltó de uno de los brazos de pulpo huesudo de su novia y me dijo:

Why don’t you marry?

Vivian se sonrió, pero fue una risa automática, una sonrisa de mención comercial, una mueca en broma.

—Arsen —dijo su novia.

Miré a Arsenio Cué que insistía.

—Yes yes yes. Why don’t you marry?

Vivian dejó de sonreír. Arsenio estaba borracho, insistiendo con su índice y su voz. Tanto que Silvestre dejó de mirar el show, pero sólo un momento.

—Arsen —dijo su novia, impaciente.

Why don’t you marry?

Había un pique, una molestia insistente en su voz, como si yo hablara con su novia y no con Vivian.

—Arson —gritó ella ahora. La novia no Vivian. —Es Arsen— le dije yo.

Me miró con sus ojos azules y furiosos, descargando sobre mí la impaciencia que era de Cué.

Ça alors —me dijo—. Cheri, viens. Embrassez-moi —eso se lo dijo a Arsenio Cué, por supuesto.

«Tres tristes tigres» de Guillermo Cabrera Infante

Guillermo Cabrera Infante. Escritor cubano, se trasladó a La Habana con doce años, y publicó por primera vez con dieciocho. Se licenció en Periodismo y ejerció la crítica cinematográfica en la revista Carteles con el seudónimo G. Caín. Fundó y presidió la Cinemateca Cubana y fue director del Instituto del Cine. Cabrera Infante colaboró con el periódico clandestino Revolución en los años finales de la dictadura de Batista. Ya con Castro, fue director del Consejo Nacional de Cultura y subdirector del periódico Revolución, fundando el magazine cultural Lunes.

En 1963 fue nombrado agregado cultural en la embajada de Bruselas, y tras regresar a Cuba para el entierro de su madre, fue retenido cuatro meses, exiliándose después, primero a España y un año después al Reino Unido, en Londres, en donde continuó su labor literaria.

Pasó un tiempo en Hollywood, dedicándose a su pasión cinematográfica y continuó su trabajo literario en Londres. En 1979 obtuvo la nacionalidad británica. Entre otros premios, recibió el Cervantes en 1997.

De entre su obra cabría destacar títulos como Vista del amanecer en el trópico, Arcadia todas las noches, Mea Cuba o Ella cantaba boleros, entre otros.