Trimalción

Trimalción - Francis Scott Fitzgerald

Resumen del libro: "Trimalción" de

Se ha dicho muchas veces que «El gran Gatsby» es una novela perfecta, lástima que no cuente un poco más de Gatsby. Pero en el original que Fitzgerald presentó a la editorial había más de Gatsby. También tenía otro título: «Trimalción» (Fitzgerald quería que su novela fuera el equivalente norteamericano del «Ulises» de Joyce). La leyenda dice que «El gran Gatsby» se convirtió en una novela perfecta luego de pasar por las manos santas de Maxwell Perkins, su editor. Pero en «Trimalción» se puede ver a Gatsby tal como lo veía Fitzgerald: más crudo, más épico, más noble, más estúpido. Solo por eso vale la pena sumergirse de cabeza en este libro.

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Capítulo I

En los tiernos años de mi juventud, mi padre me dijo algo que me quedó grabado para siempre en la memoria: «Cuando quieras criticar a alguien, recuérdate a ti mismo que no todos en el mundo han tenido tus ventajas».

Eso fue todo, pero como ambos hemos sido inusualmente comunicativos en nuestro estilo reservado, entendí que me estaba diciendo algo esencial. En consecuencia, he tendido a reservarme siempre la opinión, un hábito que hizo que me abrieran su corazón personas de lo más interesantes, y unos cuantos pesados también. La mente anormal es rápida para detectar esa cualidad en personas normales como yo, cuando las encuentra en su camino. En la universidad me acusaban injustamente de cortesano, por conocer las penas y desvelos de compañeros de estudios tan avasalladores como herméticos. Nunca busqué esas confidencias: he simulado sueño, preocupación o indiferencia casi hostil cuando veía venir una revelación íntima, porque las revelaciones íntimas de nosotros los jóvenes, al menos los términos en que las expresamos, suelen ser plagios infames de palabras ajenas, además de padecer de omisiones flagrantes. Reservarme la opinión, en cambio, es una manera de practicar la esperanza. Creo que me perdería algo decisivo de la vida si olvidara por un instante aquello que mi padre me dio a entender de manera tan snob y yo practico de manera igualmente snob: que la decencia viene repartida en forma desigual desde el nacimiento.

Habiéndome jactado así de mi tolerancia, debo confesar también su límite. La conducta humana puede edificarse sobre dura roca o húmedo barro, pero a partir de cierto punto no importa sinceramente qué tiene debajo. Ese era mi estado de ánimo cuando volví del Este el otoño pasado: solo anhelaba silencio y monotonía; no quería más excursiones de privilegio al corazón humano. Únicamente a Gatsby he eximido de ese veto. A Gatsby, que representaba todo aquello por lo que he sentido siempre absoluto desprecio. Si la personalidad no es más que una sucesión sin pausa de decisiones exitosas, entonces había algo único en Gatsby, una receptividad superior a las promesas de la vida, como si estuviera conectado a una de esas máquinas que registran terremotos a miles de kilómetros de distancia.

No me refiero a esa electricidad nerviosa, dignificada con el nombre de «temperamento creativo». Hablo de otra cosa: de un don extraordinario para la esperanza, una disponibilidad romántica que no he visto en ninguna otra persona y que dudo que vuelva a ver. No fue Gatsby el que desactivó mi interés por las penas y euforias humanas; él resultó de buena madera al final. Fue aquello que lo acechaba, ese polvo tóxico que flotaba en la estela de sus sueños, el culpable.

Francis Scott Key Fitzgerald. (Saint Paul, 24 de septiembre de 1896 - Hollywood, California, 21 de diciembre de 1940) fue un novelista estadounidense de la «época del jazz». Su obra es el reflejo, desde una elevada óptica literaria, de los problemas de la juventud de su país en los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial. En sus novelas expresa el desencanto de los privilegiados jóvenes de su generación que arrastraban su lasitud entre el jazz y la ginebra (A este lado del paraíso, 1920), en Europa en la Costa Azul (Suave es la noche, 1934), o en el fascinante decorado de las ciudades estadounidenses (El gran Gatsby, 1925).

Su extraordinaria Suave es la noche narra el ascenso y caída de Dick Diver, un joven psicoanalista, condicionado por Nicole, su mujer y su paciente. El eco doloroso de la hospitalización de su propia mujer, Zelda, diagnosticada esquizofrénica en 1932, es manifiesto. Este libro define el tono más denso y sombrío de su obra, perceptible en muchos escritos autobiográficos finales.