Policial

Todas las emes del mundo

Fue el primero en nacer aquella madrugada y, por casualidad, se ganó en la rifa un nombre de héroe. Pero eso no basta. La vida es algo más que una cadena de azares.

Aquiles Rosales no espera para ver cómo su madre se desangra. No escucha los gritos ni le cierra los ojos tras el último aliento. Sale del cuarto con las manos limpias, como un ser libre que comienza a vivir el nuevo día.

Ya no habrá más burlas, ya no.

Ahora puede andar tranquilo hasta que venga a buscarlo el hombre de las esposas y la pistola.

Camina, sin prisa. Ignorando que la angustia de hoy se desvanecerá cuando Alma Negra se anuncie para él.

En la memoria una tonada que aún cuelga de los labios de su madre. Él la cantará ahora, solo, como hacen los hombres.

“Ya eres grande”, le dijo la maestra cuando él defendió a la niña Paula de los golpes de los otros, los hijos de los hombres de las esposas y la pistola, que también serán hombres de esposas y pistola cuando crezcan para imponer el orden.

La niña Paula lo defendía cuando ellos se reían de él y le gritaban bobo. Por eso hubo un día en que pensó pedirle un beso; cuando aún no estaba Alma Negra para cambiar su suerte y su rutina era infinita y miserable.

Paula. Paula. Él tenía sus propios métodos para establecer el orden; pero con Paula era diferente, porque ella iba a ser su novia y él no quería una novia loca y de huesos jorobados.

No, la niña no era como su madre. Con ella sí daba gusto caminar hacia la escuela, los dos tomados de la mano.

Llega a la calzada. Hay muchos carros hoy; pero él sabe que con la luz roja no se cruza, ahora seguro ponen la verde y entonces sí, su mamá se lo enseñó desde el primer día de clases.

Repasa la sentencia: el niño debe portarse bien al cruzar la calle.

Él es un buen chico. Adorado por su madre, entre las jarras de leche y la harina con boniato. Mimado por la maestra, entre regaños y huevos crudos en ayunas. Y querido por Alma Negra, cuando llegue el momento.

Lo malo de los niños como él es su facilidad para hacer del lugar del crimen una feria de huellas digitales.

“El niño debe portarse bien, para que no venga el hombre de las esposas y la pistola”, repetía una y otra vez su madre, mientras él pensaba en sus tres grillos, atados sobre láminas de aluminio al sol para que aprendieran a ser mejores y comerse toda la comida.

Las luces son como sus grillos, y si no se portan bien para que él pueda cruzar la calle, las sacará de esa caja y les hará escribir cien veces en una hoja yo debo portarme bien.

Ha cruzado. Fue muy fácil, bastó cerrar los ojos y salir corriendo entre los gritos y los ruidos desesperados.

Camina. Con las manos limpias.

La culpa es de la maestra, que escribió la nota.

Y de su madre, que fue a la Iglesia de El Cobre a ver a la Virgen, pero antes le juró a su nene “vuelvo pronto, macho, sé bueno”.

La madre lo dejó al cuidado de la maestra, pero los días lo esquivaron y Aquiles Rosales vio caer los lagrimones. Ya no quería más regaños, ni los huevos crudos en ayunas para ponerse fuerte y que el hombre de las esposas y la pistola no se lo llevara. Además, extrañaba a sus grillos.

¿Es tonta la maestra? A él no le gusta bañarse, y la odia como nunca cuando frota la piel hasta dejarla ardiendo y llena de espuma. Pero eso no volverá a pasar, ya no, el niño es feliz ahora.

Si la maestra otra vez se porta mal, él comenzará a cantar y la asustará con sus dientes.

El orden, porque el niño debe tener sus cosas en orden, es siempre el mismo: la tonada se eleva al cielo y la saliva cubre sus dientes; la tonada se hace ritmo caótico y la saliva, como una nata blanca, opaca el frenillo, la encía y la lengua; la tonada se refugia en su mente cuando él cierra los ojos y clava el punzón en el abdomen. Él respeta el orden, será ella la que rompa la armonía con sus chillidos y sus movimientos de elefante en una cuerda floja cuando la golpee.

La madre, en cambio, le veía revolcarse por el fango vestido de indio, cazaba gusarapos para él y le permitía comerse los mocos. Pero se fue a El Cobre en busca de la Virgen y estar con la maestra era como estar solo.

La soledad le gusta, sí, para jugar a que es novio de la traviesa Paula y le besa los labios, le roza el cuello con su lengua y sigue bajando a los pezones, que lame y pellizca hasta ver cómo abre sus piernas y se entrega señorita para él, que la penetra arriba y abajo como en las telenovelas, mientras siente la tonada explotar en su entrepierna.

Pero despreciar su soledad con la maestra es una penitencia, y él no lo permitirá otra vez.

Camina, ya falta menos. El recuerdo de la madre se limita a lo que le contara de la Virgen; aunque él también puede sentirlo. Son unos verdugos que llegan, le hacen la reverencia quitándose el sombrero y lo toman por la oreja para prometerle “vamos, macho, la pasarás tan bien como tu madre”.

Entonces lo golpean y cae al suelo, vencido por el cansancio de los días. Como su madre. Gritos. Golpes. Está desnudo. Los verdugos se quitan las capas, ellos también están desnudos. Sucios. Lo ponen de rodillas y atragantan su garganta. Olor a orina. Lo toman por la cintura y lo dominan. Gritos. Golpes. Sangre. Confusión y fiebre. El empujón que arde insolente, uno tras otro hasta el cansancio. Sudor y saliva hasta el final. Y las palabras del hombre de las esposas y la pistola, que aturden al oído cuando susurran “macho… así, macho”.

Luego, como a su madre, el golpe en la cabeza.

Se ha detenido. Por un momento los verdugos le llenaron de musarañas la cabeza y pensó que le colocaban las esposas; pero él ya es grande, como dice la maestra, y echa a correr con todas sus fuerzas en busca de un escondite.

Una cueva. Esa fue la suerte de su madre cuando los verdugos la agredieron al regreso, tan cerca ya de su nene querido. Una cueva para sanarse cuando ellos la dieron por muerta y el hombre de las esposas y la pistola, que Aquiles sabe bien que es policía aunque se disfrace de hombre malo, dio la orden de escapar.

Una cueva donde salvarse en nombre de la Virgen y para auxilio de su nene. Algún refugio construido porque ya venía la guerra y luego, cuando se quedaron con las ganas de jugar a los soldados, como le explicó en voz baja a su madre la maestra, ha quedado para cagadero popular. Esa cueva que le permitiría sanar sus huesos y su cabeza para cuidar de Aquiles; unos huesos que se joroban y una cabeza vuelta un espantajo delirante por los golpes y la obsesión de la memoria.

Él presiente que una cueva puede ser la solución. Él sabe, su madre le había hablado de esa cueva donde la Virgen hizo para ellos su milagro: será una vida por la otra, el sacrificio de la madre a cambio de la salvación del inocente.

Aquiles corre. Debe encontrar la cueva o tendrá que ser esclavo para siempre del hombre de las esposas y la pistola al que no le huele a limpio el pantalón.

¡Si él conociera de indicios y huellas digitales! Si supiera de marcas que se graban al contacto de los cuerpos, digamos una bota que golpea con furia la tierra, un diente que cae o una mano sangrienta que se posa en el pico de una botella. De esquirlas de huesos y restos de un instrumento de tortura. De pelos y parásitos.

Si comprendiera que existen esas marcas como fotos.

¡Cuánta furia cuando la maestra asegura que todo es un invento de su mente, unos bichos de su inteligencia! Él los ha visto, son los verdugos de las caras tristes. Ellos no han encontrado novia porque aún se orinan en los pantalones, y no se dejan montar por el hombre de las esposas y la pistola, que se pone bravo y les apunta pero no dispara, sino que se vuelve para atorarle en el oído la frase “macho… así, macho”.

Pero no, la maestra tiene razón. La maestra es buena. Son los bichos. No hay nadie en la calle, no está el hombre de las esposas y la pistola para detenerlo. Puede caminar sin prisa; cuando lo hace, las musarañas se espantan.

Silba una tonada y recuerda a su madre, que regresó con la paz de todas las virgencitas juntas pues ya su niño estaba a salvo.

Ella lo abraza, pero él no la reconoce. Está muy fea su madre con los huesos jorobados. Y loca, muy loca.

Piedras.

Piedras.

¡Piedras!

Siempre las piedras.

Los amigos le lanzan piedras a la loca del pueblo. Él también tira, con todas las fuerzas de su cerebro rocoso, porque no quiere ver en esos ojos a su madre.

Piedras y gritos para la loca. Vergüenza. Él tira, tira y da en el blanco. Reparte la hazaña entre sus amigos, aunque después se obligue a escribir cien veces en una hoja yo debo portarme bien.

Es un niño inteligente, lo dice la maestra. Cuando las piedras rebotan sobre el cuerpo de su madre y ella grita que ya llegan los verdugos con el hombre de las esposas y la pistola, él escupe en el piso y emprende el canto para que la loca no sienta dolor.

Dolor. Cuando nadie lo ve llora por ella, y la saliva es una nata que le cubre los dientes.

Camina, ya falta menos. Sabe que el hombre de las esposas y la pistola exigirá un culpable, y no lo dejará en paz hasta oírle delatar a todas sus musarañas. Pero él no puede hacerlo, qué podría pensar la niña Paula si él se vuelve un chivato, no querrá ser su novia ni lo besará en la boca.

Un culpable.

Golpes, piedras y verdugos.

Musarañas de sus pensamientos.

Ya viene el hombre de las esposas y la pistola. Un culpable, hace falta un intruso para entorpecer las evidencias. Algún rostro que deje su signo en la falda blanca de su madre. O la marca de unos labios en el último cigarro. Tal vez la huella de la mano sobadora.

¿Y si el niño corre, si se esconde en una cueva hasta que no hayan más verdugos en el mundo y nadie lo recuerde? La culpa es de la maestra, que escribió la nota y sus amigos conocieron la historia de la loca, y al hijo de la loca. Por ella olvidó a sus grillos, que murieron tostados sobre láminas de aluminio sin que nadie se acordara de zafarlos. Sí; la culpa es de la maestra. Ella se ha portado mal, no más baños ni huevos crudos en ayunas para él. La maestra merece una tonada.

Aquiles Rosales, con las manos limpias, corre en busca de su cueva; pero ha visto a los verdugos y se detiene.

Tristeza.

Sudor.

Los verdugos lanzan golpes al aire, lo amenazan. Comienza la tonada. ¿Y la niña Paula? ¿Se casará con otro? No, él vendrá a buscarla para lamerle el cuello y pellizcarle los pezones. Tristeza. Olor a orina.

Los verdugos hacen unas señas feas con las manos, se besan entre ellos y lo invitan a acercarse.

Sangre.

Ve las manos de los verdugos, rebosantes de sangre. Ya llegan, casi lo tocan. El punzón resplandece a las órdenes de la tonada. Llora y la saliva es una nata que le cubre los dientes.

Aquiles Rosales corre, el niño se porta bien. Pero el hombre de las esposas y la pistola se multiplica y suenan los hierros al cerrarse.

¡Pobre Aquiles el ignorante! Lo haría quedar como un monstruo la reconstitución de las huellas sobre el cadáver. ¡Él y solo él es el culpable! Lo delatan las manchas de su orina. Las líneas de sus manos. ¡Las marcas plantares! Todo lo incrimina.

¡Pobrecita su madre, tan loca y jorobada!

¿Quién cazará ahora los gusarapos que tanto le gustan al niño? ¿Con quién jugará en el fango? ¿Quién le dará fuerzas para no meter sus dedos en la nariz?

Sí; Aquiles Rosales conoce de memoria las canciones preferidas de su madre, la mujer número cien en la vida de todos los hombres. “Canta, nene, canta y olvida”, le decía ella y él daba rienda suelta a su tonada, porque no es tonto y canta bien las letras de los bares y los olvidos. ¡Qué lástima su madre cantarina!

Él no es tonto, a pesar de la nata blanca que cubre sus dientes y le opaca el frenillo, las encías y la lengua cuando el ritmo de la tonada revienta en sus oídos y el único remedio es el punzón. Si se disgustó con ella fue porque obedeció a las personas mayores y firmó un papel donde le prohibían cuidar de él; por eso hizo el silencio en su calvario de boleros loco y jorobado.

Por eso ignoró los gritos de su madre y salió del cuarto con las manos limpias, para vivir libre el nuevo día.

Ella firmó el papel.

Ya no se burlarían más los niños. Ahora solo falta descubrir a dónde lo conduce el hombre de las esposas y la pistola, porque Aquiles Rosales no logra imaginar ese lugar que le describe: lleno de niños como él, pero metidos en cintura.

¿Metidos en cintura? ¿Quién es capaz de atarse a la cintura a los niños como él? Un hombre fuerte, sin dudas. Negro y con los pies embutidos en sus viejas chancletas de paso perezoso.

Un verdugo ambulante con cintura de canción infantil desafinada; como la voz de Aquiles en el coro de la escuela. Una verdadera desgracia, se lamentó la maestra y el niño no pudo subir más al escenario. “Cantas como el ogro de los muñequitos”, dijeron los otros y se rieron del niño que no sabía cantar.

¿Y a qué huele este ogro con cintura de pandereta? Aquiles duda, pero el miedo conduce al silencio.

La duda al miedo.

El miedo al silencio.

Y el silencio una vez más a la duda.

¿A qué huele, mamá? ¿A musaraña de la portañuela? Él no pregunta, porque ya llegan.

Duda y calla el niño Aquiles.

Escucha cuando le hablan de un nuevo hogar donde se encargarán de madurarlo, y siente cómo taladra el viento en sus oídos para alimentar la duda.

Aquiles no entiende. ¿Qué pretenden hacer los cara pálida? ¿Cómo van a madurarlo a él, si no es una fruta? Él conoce palabras difíciles; su maestra le aseguró que aprenderlas podría ayudarle en caso de peligro. Desatino y fronterizo, por ejemplo, son palabras que conoce bien, pues su maestra hizo que él las escribiera cien veces en la primera hoja de su libreta escolar.

“Para que te acompañen siempre, Aquiles”. Eso dijo, entre mimos, su maestra. “Para que estén contigo a donde quiera que vayas”.

Pero ¿qué significa madurar cuando se trata de su cerebro? No lo sabe, mas presiente que no le va a gustar esa palabra y comienza a aburrirse entre tantas bocas que se abren y se cierran sin que él entienda un solo vocablo.

Tal vez madurar sea una penitencia; desnudo en un cuarto oscuro o arrodillado al sol sobre chapillas de botellas de refresco. O las dos cosas, piensa el niño que ya comienza a acostumbrarse a que, tratándose de él, lo malo llegue en ración doble.

Acaso una vacuna para aniquilar su cólera, como las que recetaba aquel médico chino que un día de angustia dijo “son demasiados males juntos” y la loca jorobada lloró sus lágrimas de lápiz negro sobre la camilla y el pecho desmayado de su hijo.

Aquiles no halla respuestas. Aburrirse es más fácil, así sabrán que tiene hambre y sueño.

Cuando bosteza, el hombre de las esposas y la pistola lo toma de las orejas exigiéndole atención, pero el niño declama cien veces entre sus labios las palabras desatino y fronterizo y alguien dice pobre tonto.

Entonces lo llevan a conocer su cuarto. Su cama y su closet. Su prisión en miniatura.

¿Quiénes son los niños que lo esperan a la entrada del albergue?

¿Por qué lo miran como si él fuera el hombre primitivo de las clases de Historia?

No son aquellos que lanzaban sus piedras al cuerpo de la loca. Tampoco los que le gritaban bobo y abusaban de la niña Paula. No podrían ser nunca los hijos de los hombres que gobiernan con esposas y pistola.

Aquiles descubre que existe el pasado.

Él no comprende, pero intuye la risa de los otros. Las viejas burlas que se arriman al cielo de estas bocas para recordarle que él no pertenece al sitio donde todos se amontonan. Las carcajadas que se resisten a abandonarlo, aunque él ofrezca todos los dulces del mundo. La felicidad al ver cómo le explota la inocencia en su cara de niño estrenado, por la fuerza, en sociedad.

Aquiles olfatea el peligro cuando uno, al que apodan el villano, le dice “qué nalgas más lindas tienes”.

El villano.

El jefe de la manada.

La misión de un jefe de manada es perpetuarse en el poder. Cuidarlo. Amarlo. Sin cambios ni rebeliones. Al mando de toda iniciativa.

Tras la llegada de Aquiles, el villano presiente la amenaza. Teme por la estabilidad de su corona. Cuando algunos dicen “yo oí que es un valiente” y otros juran “es un matador de madres”, el jefe de la manada se convence de que tiene que hacer la guerra. Declararla y ganarla. No hay más opción que ser el primero en dar, robar, abusar, sorprender y traicionar. Él no es ratón ni mariquita. Él es Ricardo el jefe, el villano, y no hay alternativas para Aquiles, por muy fiero que se pinte.

“Qué nalgas más lindas tienes”, ofende y queda Aquiles a la defensiva.

“¿Te quieres casar conmigo?”, pregunta y suena la bofetada en la mejilla fofa del matador, que comienza a desplegar sus agallas de héroe y canta, para sorpresa de los otros.

El niño canta, humedece sus dientes con el himno de guerra.

¿Por qué canta? Ricardito no comprende, y al golpear se siente sin rival en la pelea.

¿Será cobarde el matador?, se expande la duda entre los otros.

Aquiles eleva al cielo su tonada, y al hacerlo provoca en los otros una burla creciente.

“¡Canta, mujercita, canta alto para mí!”, se anima el villano, al desconocer que Aquiles acepta su llamado de guerra.

“¡Ven con tu papi, mi novia!” grita y le golpea el abdomen.

El niño Aquiles advierte una nata blanca que le opaca el frenillo, la encía y la lengua. Se sabe poseído por todas las bestias del universo que se arrastran, ya sea por agua, tierra o aire, sobre sus pies torcidos. No tiene nada que perder; él, poseedor del ánimo enfermo de las bestias.

Los otros no dejan de gritar “acábalo, villano”.

Aquiles no canta más, se lo impiden los bichos que crecen en su cerebro.

“¡Ven, pajarita!”, ya no puede echarse atrás el villano, por más que se haya convencido de que retar a Aquiles es un arma de doble filo. “¡Ven a cantar para tu papi!”.

Más tarde, el de los pies torcidos extrañaría la rutina de su hogar, la certeza de una Virgen alumbrándolo desde las cosas pequeñas: una taza, un plato, una cuchara. La cama y el olor de su almohada. Los juegos en el fango. La falda de su madre. Sí; todo eso y más le oprimiría luego el pecho. Pero ahora se trata de sobrevivir y no de andar por las ramas, porque le disgusta verse muerto y enterrado en esta tierra, bajo los pies y las pisadas del bobo de Ricardito.

No hay miedo.

Los otros vuelven a gritar “acábalo, villano”.

El golpe en el abdomen de Aquiles. Para que le duelan las tripas.

El puño directo al ojo de Ricardito. Para que mañana no asome la cabeza.

Los otros: “¡dale, villano, si es un tonto!”.

La presión en el cuello de Aquiles. Que se ahogue el forastero. Que se rinda.

“¡No lo sueltes! ¡Remátalo!”.

La mordida en el brazo de Ricardito. Para que grite me rindo.

“¡Mátalo, villano! ¡Sin piedad!”.

Los golpes en la espalda de Aquiles. Porque, de no soltarlo, el villano no resistirá el dolor de los dientes clavados en su carne.

“¡Policía!”.

El grito oportuno anunciando el chivatazo y todos a correr a sus literas, porque viene el profesor y ellos aclaran: “¡aquí no ha pasado nada, caballero!”

Me cago en la madre del chivato, protesta uno que se quedó con las ganas de ver el final de la fiesta, mientras Ricardito le asegura a Aquiles “nos vemos en la próxima aventura”.

Es un buen líder el villano, pues sabe cómo aprovechar los imprevistos para su beneficio. Sin cambios ni rebeliones, y al mando de toda iniciativa, nadie lo destrona. No a él que sabe cuándo hay que hacer tablas en el juego.

Aquiles corre, imitando a los demás, y no halla quien le muestre el camino a su litera. Alguien que lo mire o le dirija la palabra. Un gesto cómplice. Un auxilio.

Corre, sin llegar a precisar quién fue el héroe en la pelea. Aun confiado en el instinto de que vale más una tonada que cien feas palabras en boca de Ricardito.

Corre el forastero. Le amarga saber con vida al enemigo, porque él no es hombre de andarse por las ramas.

A él tampoco le gustan las tablas en el juego.

Quedan todos bajo la amenaza del profesor de inglés, porque ya me encargo yo de completar con el cinto el minuto de cocción que les faltó en la barriga de sus madres.

El silencio de los niños es la prueba mayor de su obediencia. Ellos saben que el hombre buscará un culpable, porque nada le consuela tanto como un buen castigo.

¿Y las marcas de los pies sudados en el piso? Es la evidencia irrefutable de pisadas que se juntan, se atropellan y huyen en manada del peligro. ¿Y el olor a cuerpo agrio? El presagio de una guerra y un cadáver. ¿Y la colilla de un cigarro? Un pobre tonto que limpiará las letrinas.

Sin embargo, no se huele el miedo en el albergue. Debe ser porque todo es cuestión de hacer silencio.

La huella demuestra la presencia, pero no la culpabilidad.

La manada es inocente. Nadie es culpable porque no sucedió nada.

Todo es silencio, cordura y paz.

Aquiles Rosales, de un día para otro el forastero, pliega y repliega sus agallas de héroe, siempre alerta a las heridas por la espalda. Anda a terminar lo que empezaste, le dicen sus musarañas, pero todo es silencio en la manada.

Silencio.

Cordura.

Paz.

El niño quiere saber quién pondrá una flor en la sepultura de la madre; ha heredado de ella la melancolía para el canto y su ritmo de boleros. ¿Quién, en su ausencia, la recordará loca, jorobada y cantarina como era?

Él tiene dudas; pero se niega a preguntarle al hombre de las esposas y la pistola que le ha asignado un número.

El número cien.

Desde que amanece y marcha al comedero en busca del agua con azúcar, ya es Aquiles una cifra. Y para ir a clases. Y para el reporte, porque no tiende su cama ni se baña ni se lava los dientes. Y cuando lo llevan al campo a recoger limones.

Un número cuando revienta la noche sobre su pecho y los tres dígitos toman el color de la luna, con manchas negras como la arboleda que lo nubla todo: la escuela, la vida afuera y su alma de tonto.

Al niño le disgustan los números, prefiere las letras para hacer canciones. No responde cuando le gritan ni le duelen los castigos, porque su nombre es Aquiles.

Más tarde sería el niño Rosales, pero nunca le ha gustado ese apellido de hembra. Rosales fue su madre, y su abuela, y todas las mujeres de su familia que vinieron al mundo antes de su nacimiento. Por eso no responde cuando le llaman por el apellido. Y no es que sea tonto, es que no quiere responder. Lo pueden golpear cien veces más y no responderá. Su nombre es Aquiles, y le molesta que el tonto de las esposas y la pistola olvide siempre su nombre.

No responde. Es Aquiles el mudo. La papa podrida en la sección de primer año.

Aquiles no sabe pronunciar su nombre en inglés; pero aprenderá, porque no es tonto. El problema es que se pone nervioso cuando Alma Negra lo mira con esos ojazos que parecen soles, y por eso no le salen bien las emes.

Alma Negra, tan parecida a su Paula, pero más linda. Más osada. Inteligente. Alma Negra: una hembra que no admite comparaciones.

El profesor de inglés cree que el niño tiene hambre, y a falta de comida le echa mano a las letras. “¡Y en inglés, que son las que alimentan!”, se burla y Aquiles no entiende. Nadie entiende, ni sus amigos ni Alma Negra, pero cuando el hombre suelta su carcajada ahí van todos a reírse como payasos. “Mmmaineimmmiiis Aquiles Rosales. ¡Eres tan tonto!”, asegura el viejo y el niño sabe que miente.

Un tonto no comprendería para qué sirven las revistas que el profesor de inglés guarda en la gaveta del buró. Ni por qué se dejan retratar esas mujeres de cangrejitos rubios entre los muslos. Tampoco por qué las niñas bobas de su aula se dejan filmar, desnudas, por aquel otro niño que se dice buen samaritano.

Él sí sabe, por eso le molesta el profesor cuando quiere hacerse el gracioso delante de Alma Negra.

¡Alma Negra! Él lo ha pensado bien y quiere vivir junto a ella el resto de sus días, para que le diga lindo y le cocine un flan de calabaza los domingos. Por eso le dirá al oído, que es como se dicen las cosas del amor, “mi ángel, tú eres la novia que un héroe necesita”.

Aquiles sabe que un día, cuando le pertenezcan los soles de los ojos de esa niña, brotarán de su garganta todas las emes del mundo. Y le dirá a ella “mi amuleto, mi medalla de la Virgen María, ¡ay, mami!, mamacita, mímame”. Solo entonces, cuando todas las emes se le arremolinen en busca de la libertad, será “Mi Alma Negra es mi martirio” la única canción de amor que el niño escribirá en su vida.

Su madre siempre dijo que Aquiles era nombre de héroe. ¡Qué preciosa su madre! Él la quiso mucho, y no soportaba ver a los verdugos sirviéndose de ella entre los matorrales.

¿Son verdugos de verdad, o solo son las musarañas de su pensamiento? Aquiles escuchó cómo le decían cosas feas a su madre, antes de voltear hacia él sus caras de hombres sin novias. Existen. No son musarañas de su pensamiento. Él vio al jefe guardar dentro de su madre todo el olor a orina de su portañuela. Escuchó las risas de los otros cuando el jefe puso cara de carnero degollado y le gritó que ella sí era una puta rica. ¡Qué furia la de Aquiles Rosales! Intentó romper con su tonada los brazos que ataban a su madre por la cintura, pero ella le pidió silencio con el dedo índice en los labios.

Ella era una mujer sabia, por eso siempre encontró fuerzas para derrotar a los verdugos. Fuerzas para escapar de los matorrales y correr con él, su nene, a cazar gusarapos y revolcarse en el fango. A comerse los mocos no, ya él es grande y se porta bien. ¿Qué dirá Alma Negra si descubre que él se come los mocos?

Cuando su madre juraba que no había verdugos, Aquiles se sentía sucio. ¡Si él la ayudó a bañarse en el río para limpiar sus muslos! ¡Si él palpó los golpes en el cuerpo usado! ¿Por qué?

¿Será que tuvo miedo de las musarañas? ¿Pensó que vendrían a buscarla si los delataba? Los bichos siempre vuelven, y a Aquiles ya le cansa el mismo cuento.

¿Será verdad o son solo los bichos? ¿Todo no es más que musarañas de su pensamiento de niño diferente? ¿Talismanes de su leyenda para evitarle el malestar de amor?

Alma Negra, cuando lo besa y pone la boquita igual que las rubias de las revistas, dice que no existe un nombre mejor para acuñar a un varón. “¡Aquiles! Suena a macho de verdad”, comenta cerca de sus labios y él traga el aliento cálido de su suspiro de hembra.

En cambio, para el profesor de inglés es solo el nombre equivocado. “¿Cómo puede llamarse Aquiles alguien con los pies enormes y los dedos torcidos?”, le espetó en la cara el hombre y el niño lo imaginó un vendaval sin rumbo. “Solo a tu madre se le pudo ocurrir una locura semejante, ¿has notado que te sobra un dedo, tan torcido y pequeño como tu cerebro?”.

Sí; él siempre sería Aquiles, el de los pies torcidos y el cerebro borroso. Otro vagabundo que le hace perder el tiempo. Miserable y chantajista. Ladrón. Retrasado y asesino. No hay lugar para las dudas: la huella es clara e indiscutible para todos; no se requiere de una confesión, la declaración de los testigos o algún indicio complementario.

El niño no lo culpa, porque sabe que en este mundo nadie está libre de penas, y ya el hombre sufre bastante con sus novias de mentira. Él nunca le contará que practica con Alma Negra todas esas cosas de las revistas, ni le hablará de lo que se ve cuando ella alza para él su saya con olor a marabú. ¡Pobre profesor, cuántas penas de papel se llevará a la tumba! Seguro son tantas que se atropellan, como las penas de esa canción que cantaba su madre al cocinar para los verdugos, o al lavar sus uniformes con olor a muchos días de uso.

¡Ay, Alma Negra! Los dos al fin solos, custodiados por los matorrales de sus canciones.

Aquiles no es tonto. Él sabe que ella se deja manosear por los grandes y los chicos, por los blancos y los negros; pero no se molesta, porque ya no disfruta como antes la fantasía de sentirla virgen.

¡Si su madre pudiera verlo por un huequito! ¡Mira a tu hijo, es Aquiles el conquistador!

Qué hermosa la niña cuando juegan a ser novios. Ella levanta su saya y él teme que vengan los verdugos; pero no le dice nada, pues su musa podría pensar que él es flojo, pato, cherna, hembrita, y no fue para defraudarla que la trajo al matorral.

Qué linda la niña cuando enrolla el blúmer en sus rodillitas y le dice a Aquiles “mira quién te busca”.

Él mira a todos lados, temeroso de avivar el olfato de los verdugos cuando estrene con ella su pecado nuevo.

Alma Negra sabe acariciarse los labios. Cuando muestra su cangrejito descarnado, a Aquiles se le alborotan en la cabeza las palomas del milagro; como dijo su madre que le sucedía al hombre que cantaba por las calles hasta quedarse dormido.

Pero él no quiere dormir. No ahora.

La niña se tiende sobre la hierba, los muslos abiertos y el bultico al aire para Aquiles. Linda. Impaciente. Le reclama “ven, mi macho” y él se enamora como un tonto.

Ella se inclina y lo sorprende en la entrepierna. El niño siente espinas y cae, incapaz de custodiar la hierba seca.

Alma Negra sobre Aquiles, con sus pezones de diosa en cautiverio. Se funde en la entrepierna del conquistador, y su cintura, aún a ritmo de boleros, inspira al niño cantor y lo enloquece.

Alma Negra, esclava de su cintura de hembra en celo. Peregrina de los labios purpurinos.

¡Ay, mi niña, que te rompes! Aquiles teme por la furia en la cintura de su hembra. ¡Ay, niña, que puedes quebrarte como la luna de la canción! ¡Que puedes hacerte daño y acabarás por llorar cuando solo inspires pena!

Con ella los verdugos no existen, son solo unas musarañas que clavan sus dientes dulces en la cintura de Aquiles, en sus caderas, en sus piernas.

“¡Qué rico, niña mía!”, dice y humedece con su saliva de héroe el cangrejito de su Alma Negra.

¡Si lo viera su madre!

Aquiles sabe que un día Alma Negra será su esposa. Una esposa rubia y de boquita mordida que le dará seis hijos. ¡Seis hijos para él, carne de su carne! Aníbal, Anabel, Alberto, Asunción, América y Arturo, que llegará primero y será rey. Y si le hace otros hijos y no alcanzan los nombres de este mundo, los llamará Aquiles, como él.

Serán felices, lejos del hombre de las esposas y la pistola.

Hasta que los americanos invadan el país, como dice el profesor de inglés que puede suceder un día. Aprendes inglés para servir a tu país, le enseña el hombre y Aquiles se imagina hablando otro idioma para pedir comida, ron y chicas, como en las películas. Por favor, señor, ¿tendrá alguna sobrita para mí? No, no, así no puede preguntar, porque quedaría como un tonto. En cambio, si limpia su baba y suelta la carcajada antes de dar dos tiros al tonel y beberse todo el ron que soporten sus tripas, puede ser que le permitan montar sobre su portañuela a las muchachas rubias de los senos pequeños. Como en las películas.

Y si muere en la guerra, ¿qué será de su amada Alma Negra si él solo puede causarle llanto?

Ricardito es también la guerra. Siempre macho. Poderoso. Veloz en su necesidad de dar primero.

Una y otra vez Aquiles es el perdedor, pues precisa tiempo para afilar sus espuelas.

Es el ratón. El mariquita cantor.

El niño debe portarse bien. Aquiles no es majadero.

Aquiles cobarde, hasta el día que le miente al profesor de inglés. ¡Aquiles ya es mentiroso! Pero Ricardito lo golpea, porque él es el jefe.

Aquiles ratón, hasta que roba otra ración de pan. ¡Aquiles ha robado! ¡Aquiles ya es ladrón! Pero Ricardito lo golpea, porque él es el villano.

Aquiles perdedor, hasta el día que vio el fondo de la botella de ron que Ricardo el jefe le puso delante. “Para ver si en verdad eres tan hombre”, le dijo y apostó sus huevos a que quedaría ron para todos en la botella. Y él bebió, rasgó todas sus cuerdas vocales al ritmo de las palmadas de los otros niños. Y, como es sabido que las apuestas se cumplen, Aquiles olfateó el miedo en los huevos de Ricardito; pero resolvió dejarlo en paz, enterado de lo feo que se ven los huevos de un hombre en las manos de otro.

El niño se porta bien, para que el hombre de las esposas y la pistola no le haga repetir cien veces yo debo portarme bien, de cara a la pared y con las manos enlazadas.

Aquiles se porta bien, pero Ricardito insiste en robarle a su Alma Negra. Rival de su cariño, escucha a Ricardo el jefe cuando dice que le gusta la niña porque lo tiene grande. Grande y caliente, lanza el desafío su enemigo.

Claro que es caliente Alma Negra. ¿No sabe Ricardito que los soles queman? La propia niña lo ha escrito en su libreta, que el sol quema con la misma intensidad de su luz.

Aquiles también dibujó un sol en su libreta, y luego otro y otro hasta llegar a cien. Luego los guardó todos dentro de un corazón que parte en dos la flecha del pecado, porque ella no va a ser de nadie más.

Pero Ricardito insiste en el calor de la niña.

Un día y otro. Grande y caliente.

Ignora que en el amor de dos no cabe la prisa de un tercero.

Aquiles ratón, hasta el día en que Ricardito ya no es más Ricardo el grande, el jefe, el villano…

Aquiles no es asesino. No es tonto ni asesino. Ricardito dice que Aquiles mató a su madre por puta, pero ella estuviera viva si el niño no hubiera visto su firma loca y jorobada en la sentencia.

“¡Saca tu navaja, Rosales!”, le gritan los amigos.

Todos le temen a Ricardo el grande. Todos lo desean muerto.

“No quiero ir, mamá, no me mandes con estos hombres malos”.

Pero su madre cree que ellos no son malos como él dice.

“¡Sácala, no seas bobo!”, insisten y otra vez la firma de su madre acorrala las musarañas de su pensamiento.

“Por favor, mamá, yo voy a portarme bien”.

“¡Sácala!”

“Yo te quiero, mamá. No me mandes. Diles que no”.

“Rosales es bobo”, corean sus amigos.

“Rosales es bobo”, cantan.

Aquiles se une al coro. Canta. Baila. Insulta. No reconoce al Rosales en la multitud. No le importa el Rosales, pero si sus amigos dicen que es bobo es que lo es.

Ricardito insiste. Y la gota que colma, estremece y raja la copa se derrama cuando le reprocha a Aquiles la locura de su madre. “¡La mataste por puta! ¡La mataste por loca!”.

¡Oh, cólera!

Nadie juega con los recuerdos de Aquiles. Nadie tira nuevas piedras a la loca del pueblo. Ni siquiera Ricardito.

Una nata blanca le nubla los dientes cuando eleva al cielo su tonada. “Rosales es bobo”, canta. “El bobo de Rosales”, canta y baila. Insulta. Baila. Canta. Rasga las cuerdas de su garganta.

No le importa el Rosales, porque en la multitud solo ve la cara fea de Ricardito.

Es la danza del punzón y la navaja, y en el centro canta Aquiles. La tonada nubla sus encías, el frenillo y la lengua. ¡Enséñale a ese quién eres, Rosalito!

Aquiles muestra a todos la navaja. Ya no hay canto, solo baba cuando se mezclan los olores de los machos.

¿Grande y caliente ha dicho Ricardito?

Grande y caliente.

Ricardito no sabe que los soles queman.

Aquiles clava sus encías en la espalda de Ricardo el grande. ¿Puta ha dicho? Pues de baba y frenillo será el pecho del villano.

Grande y caliente.

Grande y linda mi madre. Grande y caliente entre los matorrales.

Grande y caliente será el navajazo en la cara, como a su madre el día que firmó el papel.

¿Ha dicho puta Ricardito?

El navajazo en el cuello del villano, para que recuerde siempre que no se juega a los machos con Aquiles.

¡Oh, cólera! La sangre en la navaja del niño, para que Ricardito aprenda a respetar a los hombres.

Ya no hay Ricardo el villano.

Aquiles es el campeón. Muestra su triunfo y pide aplausos, hasta que escucha a lo lejos un silbato.

¡El hombre de las esposas y la pistola!

“Corre, Rosalito”, le gritan los amigos.

“Escóndete, Rosales”, aconsejan los agradecidos.

“Esfúmate, mi amor, y llévame contigo”, creyó leer en los labios de Alma Negra.

Ya llega el hombre de las esposas y la pistola, acompañado por los verdugos que Aquiles el poderoso no puede ignorar.

¡Es él! ¡El hombre de las esposas y la pistola! ¡El verdugo gordo! ¡Quien siempre da la orden de golpear! ¡Quien lo toma por las orejas y le dice que la pasará tan bien como su madre!

Y el profesor de inglés, ¿para qué levanta el hacha? El niño sabe que se come las emes de su nombre, pero no quiere sufrir por eso el olor a orina de su portañuela. El problema es que se pone nervioso cuando Alma Negra lo mira con esos ojazos que parecen soles, y por eso no le salen bien las emes. Pero él se esfuerza. Tal vez el profesor tenga razón y Aquiles esté hambriento de todas las emes del mundo. Por favor, señor, ¿tendrá alguna sobrita para mí? Aquiles se esfuerza, intenta aprender inglés para servir a su país entre el suave aliento de las rubias de los senos pequeños.

¡Una cueva! Aquiles no debe hacer caso de sus musarañas. El niño necesita un lugar secreto para escribir cien veces en una hoja yo debo portarme bien. ¡Olvida, Aquiles, no hay verdugos, son solo los bichos que nublan la inteligencia! ¡Corre, con todas las fuerzas de tus piernas! ¡Defiende a tu Alma Negra del peligro!

Corre y canta.

Aquiles corre con todas las fuerzas de sus pies torcidos, porque son veloces los verdugos que quieren desnudarlo. Corre, porque él no es flojo, ni pato, ni cherna ni hembrita, y sabe muy bien a qué han venido las musarañas. ¿Son verdugos de verdad, o solo son las musarañas de su pensamiento? Él los vio voltear hacia él sus caras de hombres sin novias. Sintió el olor a orina de su portañuela. Existen. No son musarañas de su pensamiento.

Aquiles corre. Y arrastra a Alma Negra consigo. No permitirá que la pongan de rodillas y atoren su garganta. Por eso canta como le enseñó su madre, porque no es de hombres llorar por las almas de hembritas de los verdugos.

El niño corre. Sabe que es fuerte el profesor de inglés, y no querrá llorar si el hombre lo amenaza con el hacha para empujarle dentro su calor insolente. Hambriento hasta el cansancio. Incapaz de desahogar su catarro de nieve con sus novias de papel. Tan diferente de su Alma Negra, que sabe cómo separar sus labios y mostrar su cangrejito descarnado para él.

Aquiles necesita una cueva. Huir; porque es tan cierto como una canción que él solo crucificará sus alas bajo los pies de la niña orgullosa. ¡Pobre de él!

El niño es libre y corre hacia una cueva donde no caben los verdugos, aunque sabe que ya nunca lo dejarán en paz.

¡Oh, cólera! ¡Mira a tu hijo, es Aquiles el conquistador!

Nunca lo dejarán en paz. Por eso corre, pero su saliva es una nata que le cubre los dientes con los primeros acordes de la tonada.

El niño mata.

Nadie encierra a Aquiles Rosales.

El niño mata hasta el silencio. Mata y canta. Canta y olvida, para obedecer a su madre. ¡Qué lástima la loca que cazaba gusarapos! ¡Pobre loca jorobada! Canta. Y Alma Negra le hace el coro.

El niño canta. Con las manos limpias, como debe comenzar el nuevo día su negra alma de boleros.

Rebeca Murga. La Habana, 1973. Narradora y crítica literaria

En el Concurso Internacional de Relatos Policíacos de la Semana Negra de Gijón, España, recibió el Accésit en 2003 y en 2004 obtuvo el Premio. Ha colaborado con la revista especializada en literatura negra La Gangsterera, de España. Tiene publicados, entre otros, los libros: La enfermedad del beso y otras dolencias de amor (Ediciones Unión, La Habana, Cuba, 2008) y El esclavo y la palabra (Ediciones San Librario, Bogotá, Colombia, 2008).