Policial

El anfitrión

Camila estaba a su lado, inmóvil. Bien. No fue más que una pesadilla. Se vio recorriendo un mercado en el que vendían cadáveres de hermosas mujeres. Era el único cliente por lo cual los mercaderes se disputaban su atención elogiando piernas, senos y nalgas.

“Mire qué apretadas carnes, don Diego. Todavía están calientes”. Se trataba de los cadáveres de una pelirroja y una negra bellísimas. El vendedor, sin dejar de sonreír, oprimía con sus manazas los muslos de las mercancías yacentes sobre el mostrador del tenducho.

En ese momento Diego vio a Camila, desnuda, que se escurría entre las carpas y timbiriches. La persiguió, desdeñando el vocerío que reclamaba su atención; derribó cajas repletas de manos perfectas; cayó en pegajosos charcos, y aunque se ponía en pie y corría sin cesar, no daba alcance a la muchacha, que desaparecía tras una carpa, o entre la jauría de mercaderes que parecían no verla, y se abalanzaban sobre él para ofrecer cabezas femeninas de “los más bellos rostros. Tenemos asiáticos, europeos, latinoamericanos”.

Como si hubiese recibido un sedante en vena, a poco tiempo de despertar, notó que su cuerpo adquiría una calma paradisíaca. Los músculos se relajaban a medida que contemplaba la carita angelical de Camila, un poco estropeada (qué se le iba a hacer) por la mordaza.

Luego la mirada de Diego transcurrió con parsimonia desde el cuello a las axilas, tan tiernitas, y siempre a la vista, debido a que los brazos debían estar amarrados con nudos marineros a los extremos de la cama, qué se iba a hacer. Una vez, solo una, ella había intentado cometer un acto peligroso con sus bracitos. No podía existir una segunda oportunidad.

—Buenos días —dijo en cuanto Camila abrió los ojos—. ¿Dormiste bien? ¿Un cafecito?

Por respuesta, la muchacha clavó la mirada en el techo.

—No, profe, gracias… —empezó Diego imitando la voz de ella. De inmediato se rectificó—. No, gracias, papito. El café matutino me cae mal en el estómago.

—¿Un jugo?

—No, mi papacito. Ahorita. Me quedaré un rato en la cama. Prepárate algo. Déjame sola un poco, ¿sí?

Una lágrima transcurrió por la sien izquierda de la muchacha y cayó en la almohada. Hizo un circulito húmedo que se expandió sobre otro más amplio creado por una lágrima anterior.

Diego recordó lo jubilosa que se veía su criaturita aquel lejano día que él hizo saltar guijarros sobre la superficie del lago. Los círculos concéntricos creados por las piedras al saltar, se expandían y confundían entre sí. Otra vez, otra vez, tío… suplicaba la carita angelical de la niña Camila. “Vaya, te has ganado el premio gordo”, decían los padres de ella.

Y era esa su idea de la felicidad. Cuatro personas divertidas. Camila y él descubriendo las libélulas que vagaban en las orillas del lago, mientras los padres de la niña, bajo una sombrilla playera, daban cuenta de frutas y pasteles y planificaban el modo de huir del país.

Todos, además, llenándose los pulmones de aire puro.

Pero entonces Camila creció. Creció rápido. Demasiado rápido para la mente de un profesor de Historia acostumbrado a entender procesos psicosociales que duraban siglos. Diego supo que las cosas habían cambiado cuando la expresión “tío Diego” se convirtió en “profe Diego”, o peor, en “profe” a secas.

Y bien debía saber ella, cojones, que todos los deseos cambian salvo el de recuperar el paraíso. El Paraíso Perdido, había escrito Milton, y debió sentirse bien, muy muy bien cuando escribió a continuación su Paraíso Recuperado. Muy bien, sí, señor. Desde luego que Camila sabía eso, sí que lo sabía. Ahí estaban sus lágrimas. Eran lágrimas de alegría, no cabía duda. Diego había ganado el premio gordo una vez más, y ahora preparaba una taza de café recién colado en el mismísimo Edén. El mismísimo paraíso, si ahora se añadía un paquete de naipes que Diego, sin prisa, distribuía sobre la mesa en siete columnas iguales. Complacido, miró subir el hilillo de humo de su cigarro. Un hilillo azulado que combinaba agradablemente con el hilillo gris que despedía la taza de café colocada sobre la mesa del comedor.

Parecía que vivir consistía en eso. En colocar un seis de bastos sobre un siete de oro, al tiempo que se bebía un cafecito matutino y se chupaba un cigarrillo, ambos humeantes, un hilo gris, otro azul. Entretanto la chica amada estaría desnudita sobre la cama del dormitorio, meditando en el modo de perpetuar la felicidad hogareña. Podría ocurrir también que la muchacha amada —siempre desnudita— estuviera a la espalda de uno contemplando la colocación del seis sobre el siete y los hilillos ascendentes, aunque esta vez tendría un cuchillo en la mano, a punto de encajárselo a uno en la nuca.

Diego se volvió a la velocidad de un gato que escucha un estruendo. A sus espaldas no había nadie; solo la puerta que conducía a la habitación contigua.

Una exhalación entrecortada salió de su boca y nariz. Cuando se cercioró de que en la habitación no había ni un alma, recogió el cigarrillo y varios naipes que habían caído al suelo. En seguida entró al dormitorio y comprobó por cuarta vez en la mañana que los nudos que inmovilizaban a Camila eran seguros, muy seguros.

— ¡Deslizábase hacia ellos la lisonjera serpiente, enroscando en complicados nudos sus escamas, y dando ya indicios de su fatal malicia, no conocida aún! —recitó Diego, los ojos enrojecidos y duros. Un quejido sofocado por la mordaza escapó de la boca de Camila.

—Pero tú no eres la Sierpe —añadió al tiempo que deslizaba un dedo entre los senos hasta el ombligo de Camila—. Te has convertido en la Venus de Cabanel, un cuerpo de mazapán y rosa que flota sobre la espuma del mar. No llores, preciosa. Nadie nos va a separar.

En ese momento una gran mancha líquida se expandió bajo las nalgas de Camila. La Venus de Cabanel se orinaba y no sobre la espuma del mar.

Absolutamente nada. Ni un ápice de deleite debía transparentar ante la turba de animalejos que la tradición insistía en denominar “alumnos”. El Instituto no era el mismo de aquellos tiempos en los que impartía clases el poeta Carlos Galindo. Ahora estaba lleno de gentuza con los corazones repletos de bajas pasiones. Nadie en quien creer; profesores estúpidos y alimañas que no se merecían ni pizca del olor del paraíso, por lo que Diego, al atravesar el pasillo que conducía a su aula (a su jaula, gustaba decir), llevaba una mueca de victoria en la boca; una mueca que tiraba de sus comisuras hacia abajo.

Media hora antes había lavado a Camila con la devoción de un mortal a quien le han permitido rozar la divinidad. Después se bañó y rasuró y a continuación se roció el rostro con un perfume barato. Los animalejos no sospecharían nada, porque se trataba del mismo perfume apestoso que ellos usaban; un perfume de un dólar y cincuenta centavos.

Entró al aula y se dirigió directamente al buró, sin prestar atención a las pelotitas de papel que saltaban entre las mesas, de una mano a otra; ni a los tórtolos del fondo que se chupaban las lenguas. Colocó el borrador y las tizas en el extremo inferior de la deteriorada pizarra y luego extrajo del portafolio el estuche de los espejuelos, el registro de asistencias y su libreta de notas. Al levantar la vista, la jaula se encontraba casi en orden. Las risotadas de las chicas habían desaparecido, y los varones se hallaban en sus respectivos asientos. Solo algunos murmuradores insistían en extender los cinco minutos de asueto que separaban una clase de otra.

—Buenos días —dijo.

Algunos respondieron al saludo. Eran los que merecían vivir. Los otros soportarían una vida de porquería, serían reducidos al sistema de vasallaje, tendrían dos o tres hijos chillones que devorarían la escasa economía familiar y aturdirían los sentidos. Al final, morirían de infarto o de cáncer de próstata en cualquier sucio asilo, olvidados por esos mismos hijos maleducados que tanto despreciaran a sus padres.

En cambio, los que merecían vivir intentarían encontrar su paraíso personal. El único modo posible: sacándole la lengua a las instituciones (sin que la Policía se percatara, por supuesto). Pero por lo común la Policía se percataba de las estrategias de los transgresores, como ilustraba la Historia tantísimas veces ¿Estarían ahora registrando la casa?; así que Diego tartajeó en varias ocasiones al dictar el asunto de la clase, que era bastante largo, mierda; y notó que en cada tartaleo ¿Aparecería Camila en la puerta y lo señalaría?, Anabel, una de las chicas que merecía vivir, levantaba la vista de la libreta y examinaba la expresión de él.

En ese instante se abrió la puerta y apareció la secretaria docente; y, después del sobresalto, a Diego no le cupo duda de que Anabel había descubierto su secreto.

La secretaria fue breve: se excusó e informó “que a la 1:00 de la tarde había una reunión de profesores”. Los ojos más abiertos de lo normal destacaban la importancia de asistir. Diego se limitó a asentir. La palidez de los labios congeló sus palabras. De inmediato, su mirada coincidió con la de Anabel.

—Profe, ¿y Camila? —dijo la alumna, que en realidad merecía morir. Ahora, incluso los murmuradores y los tórtolos del fondo espiaban la reacción de él.

—Camila, la… la Policía… Todavía no la han encontrado. La Policía no la ha encontrado todavía. La están buscando en todas las provincias.

Anabel compuso una expresión que significaba “qué pena, profe”.

Así que de eso se trata, se dijo Diego.

— ¿Alguno de ustedes oyó algo? —añadió, un poco aliviado, pero cuidando de no transformar su mueca de “oh, desgracia” que tan coherente les parecía a los animalejos. Todos bajaban la vista en cuanto él los miraba directo a los ojos.

Se volvió hacia la pizarra para transcribir la otra parte del tema de la clase. Bien, qué podrían sospechar esos mentecatos de gomina y Adidas, de boutique, que no sabían siquiera quién carajo fue y sigue siendo el espíritu de Carlomagno; o sea, que no sabían dónde coño estaban parados, qué momento del Juego vivían.

Pero a medida que avanzaba en la transcripción (Medios de gobierno-Vasallaje y monarquía-la Iglesia Carolingia) un silencio rotundo se apoderaba del aula y, en consecuencia, en la mente de Diego se abría paso la idea de que, a sus espaldas, los animalejos adoptaban expresiones sardónicas, de ojos intensos y sonrisas macabras; y que, no bien se volteara, estallarían todos en una carcajada horrísona, que significaría “No nos puede engañar, profe, lo sabemos todo”.

— ¡Raúl! —exclamó para que su propia voz desplazara al silencio invasor.

— ¿Sí, profe? —respondió Raúl, entre sorprendido y jadeante, pues acababa de sacar la lengua del interior de la boca de su chica. Una brisa de risitas recorrió el aula.

—Tu amiga, ¿a qué grupo pertenece?

Las risitas se repitieron, por lo que Diego no se atrevió a voltearse. Un leve rocío de sudor helado le adornaba la frente.

—Al C —respondió la chica aludida.

— ¿Y qué haces aquí?

—Raúl y yo estamos enamorados.

Esta vez un júbilo expectante se expandió por el aula, parecido al que recorre las gradas en el partido decisivo de la serie nacional. Diego, ahora convencido de que no se trataba de una trampa, se volteó, pero sin levantar la vista.

—¿Enamorados? —dijo al tiempo que se enjugaba el sudor de la frente.

—Sí, enamorados. ¿Ud. no sabe lo que es estar enamorado?

Al levantar la vista, Diego tropezó con el rostro de una chica que, desde el fondo del aula, lo miraba a lo zaino, nariz levantada y ojos de gatita de Mari Ramos. Raúl la pellizcó en un muslo, pero ella sostuvo la mirada del profesor.

Dos días atrás Camila había adoptado una expresión semejante, pero con los ojos desbordados. A las 10:00 de la noche, en pleno apagón, tocó como loca a la puerta de su tío. En cuanto él abrió, Camila se arrojó a sus brazos, sollozando. Ya calmada (taza de té humeante, luz de varias velas), contó que a su padre le había llegado el bombo de New Jersey, que tenía todo el dinero reunido para los gastos de pasaporte y chequeo médico, y lo malo: que quería obligarla a irse. Pero ella no quería irse, tío, porque “estoy enamorada de César. Dile a papi, tío, que yo me quedo aquí contigo”. Como Diego titubeaba al responder, la chica añadió: Si no puedo quedarme, me suicido. ¡Me suicido, tío! ¡Puedes estar seguro!, y levantó la barbilla adoptando una estúpida expresión prepotente que contrastaba con las lágrimas que inundaban sus bellos ojos.

—Sal del aula —ordenó el profesor a la chica que se creía muy experimentada en el amor—. ¡Ya! ¡Ahora!

La densidad del silencio se apropió otra vez del lugar. La chica abrió la boca pero Diego se adelantó:

—Si replicas, haré que te expulsen de la escuela. ¡Puedes estar segura! ¿Entendiste? ¿Alguien no entendió?

Antes de ponerse en pie, la chica susurró al oído de Raúl: “Eres muy lindo, pero eres un pendejo”. Cuando pasó delante del profesor, le miró de modo desafiante, y al salir dio un portazo.

No obstante su efímera victoria, a Diego no se le escapaba que un tratamiento distinto merecían los profesores. A estos no se les podía expulsar del aula, ni maltratar bajo el anuncio de un examen próximo y difícil.

Mientras atravesaba, portafolio en mano, el pasillo que conducía a la sala de reuniones, notó que la longitud de sus pasos se acortaba a medida que se aproximaba al lugar. En un momento se detuvo y respiró hondo.

Tal vez detrás de la puerta, frente a la que se encontraba ahora, los profesores estarían en contubernio con policías escondidos en los closets, que al menor indicio de su culpa saldrían de sus respectivos escondites y lo esposarían.

Se dispuso a tocar, pero el brazo quedó suspendido en el gesto congelado de un puño en el aire.

Esa noche, una parte del cerebro de Diego estuvo atenta al teléfono, a la espera de una llamada de la secretaria docente, que le reprocharía su ausencia a la reunión.

Aunque había logrado que Camila bebiera su sopón sin gritar, so pena de cortarle un dedo (una mentirilla), no dejaba de pensar que el teléfono sonaría de un momento a otro. La posibilidad de descolgar el teléfono (“un descuido”) o de desconectarlo (“no estaba en casa”) podría generar sospechas, y todo imbécil enfermo de sospechas al momento se cree en el derecho de averiguar, de saciar su estúpida curiosidad, y por ende, de inmiscuirse en el Edén, o sea, en su Edén. Tocaría a la puerta, sin dudas. Todos los terrícolas, desde la serpiente, se han arrogado el derecho a meter las narices en la intimidad ajena, cojones.

Diego desarmó el juego de solitario que había comenzado. Caminó hacia el dormitorio para leerle a Camila algún cuento o anécdota relacionada con personajes famosos, pero volvió sobre sus pasos. Ya había leído a su niña tres cuentos, y aún faltaba media hora para que comenzara la película de “Sala Siglo XX”, que verían juntos. Sí, como decía la canción, “juntitos los dos, cerquita de Dios”. Pero aún faltaba media hora. Media hora. Media hora. Tomó la cafetera y por segunda vez en la noche echó el agua, el polvo de café, enroscó la parte superior en la inferior y colocó a la maldita sobre el fuego. Tardaría poco tiempo en colar. Si ponía la candela bajita tardaría más. Lo hizo. Entonces se sentó a esperar.

De súbito, una idea estrafalaria se instaló en su mente: Camila, la linda Camila, su criaturita, había invadido su intimidad; sin moverse de la cama, sin hablar, ordenaba los actos de él, los convertía en actos forzados. Un esclavo de la inmovilidad, ese era su papel.

“Tienes al invasor en casa”, le susurraba la Sierpe.

Claro que no, claro que no. Los invasores son gente ajena. Hunos, godos, macedonios, yankees. Él había estudiado Historia, qué se había creído el estúpido reptil. Él no era ningún animalejo de Instituto, él no estaba desorientado; y Camilita no era una vecina agresiva, reguetonera, ni representaba a organización política alguna. Era su niñita. Bueno, cuando dos días atrás se arrojó en sus brazos tenía un olor distinto. No era su olor de niña. Diego pensó que se trataba de una alucinación olfativa. El nuevo y tierno olor penetró en él como un paracaídas gigante que sostiene un enorme yunque. Descendió sin prisa y depositó su peso de hierro sobre algo tan frágil como las membranas de los pulmones. Al tiempo que Camila lloraba entre sus brazos, Diego sentía la opresión del olor.

Después, bajo la luz de las velas, apreció la carita sedosa de Camila, los ojos húmedos, las pestañas embellecidas por las lágrimas; poco más abajo de los senos pequeños y dulces, estaba el ombliguito donde cabía, sin dudas, la punta de una lengua, por ejemplo, la de él. Y en fin, las ropitas suaves, de puro algodón, que insinuaban redondeces y curvas de un cuerpo, Dios, tan insufriblemente delicado. Fue en el momento en que Diego luchaba contra esos demonios, que Camila dijo: “Pero yo no quiero irme, tío. Yo estoy enamorada de César. Dile a papi, tío, que yo me quedo aquí contigo. Anda, ¿se lo vas a decir?”.

Yo me quedo aquí contigo. Yo me quedo aquí contigo. Yo estoy enamorada de César (¿y ese quién será?). Díselo a papi.

—Sí, pero… —tartamudeó Diego.

Como réplica, Camila amenazó suicidarse.

No, no. Cómo su niñita del alma iba a pensar en eso. Toma un poco de té; cálmate. Él hablaría con su papá, desde luego.

—Ahora regresa a tu casa. Yo te acompaño.

—No, tío. Yo no quiero verlos a ellos. Yo me quedo aquí contigo. Digo, si no te molesta.

“Yo me quedo contigo. Yo me quedo contigo”. Susurró la Sierpe.

—No, no, claro, ¿por qué habría…? ¿Quieres otro poco de té?

—Sí.

— ¿Ellos no saben que estás aquí?

— No… Ah, tío, si tienes una aspirina, un Tylenol o algo… Me duele —y puso una de sus manitas perfectas sobre la sien izquierda.

No fue difícil. Diego disolvió dos difenhidraminas en el té, por indicación de la vocecilla sibilante, y luego puso un Tylenol en la mano de Camila.

Al poco rato, depositó a la chica, bocarriba, sobre la cama. La desnudó (también fue fácil) y quedó contemplándola, como quien descubre a Dios bajo la forma de algún objeto familiar.

O me suicido

Yo estoy enamorada de César

Dile a papi…

Yo me quedo contigo.

¿La vas a perder? —susurró la vocecilla—. ¿Cómo a Jorge?

Diego cerró los ojos con fuerza. “Señor, o como te llames, líbrame de la confusión. Ilumíname”. No bien dijo eso, y las luces del dormitorio y el comedor se encendieron. Gritos de júbilo recorrieron las casas del edificio y el barrio en general.

En contraste, Diego quedó petrificado, como quien acababa de ver moverse a un cadáver. El fin del apagón era una señal. Dios le había respondido. Y la respuesta no podía ser más visible: Camila era un ángel enviado y debía ser resguardada de todos los males acechantes.

De modo que ella era un huésped —se dijo ahora mientras inclinaba la cafetera borboteante sobre un jarro—. El ángel-huésped enviado que huía y pedía asilo en su casa. ¿Entendía el rastrero animal? Un huésped no era un invasor. Y acogerle era el deber del anfitrión, según las atávicas leyes de la hospitalidad. “Quienquiera que rehúse al huésped recién llegado a un techo o un hogar, pagará tres sueldos de multa”, dictaba la ley burgundia. No solo eso. Al huésped había que protegerlo de los agresores, de los perseguidores, ¿eh?, ¿qué decía ahora la viperina?

Su misión estaba clara: Él protegería a su niña de la tentación de suicidarse. Tampoco permitiría que saliera embarazada del tal César y se convirtiera en un animalejo más de los que pasan el fin de su vida en asilos para ancianos. Nadie se la llevaría del país en contra de su voluntad; nadie la obligaría a un cambio de idiosincrasia, a perder sus afectos. ¡Nadie! ¿Comprendido? ¿Alguien no había comprendido?

Nadie le contestó, por lo que Diego vertió el café en la taza y acto seguido prendió un cigarro. Jorge le había enseñado a fumar. Jorge era un oficial cariñoso que en el Servicio Militar le había enseñado a fumar y hacer nudos marineros. De él solo quedó como souvenir el hábito de fumar, de fumar mucho, de “por qué fumas tanto, tío”.

Si Camila algún día partiera, también debía llevarse, como todo huésped, un souvenir. Algo que la acompañara siempre.

—¿Qué quisieras llevar de recuerdo, Camilita?… ¿Quieres un indio de plástico que le robé a mi hermano cuando éramos niños? ¿Lo quieres?

Abrió el armario y revolvió un cajón de juguetes. En el interior de una de las puertas del mueble estaba la última foto tomada al Che, yacente, muerto, los ojos casi en blanco. Al verlo, Camila emitió un gruñido ronco.

—¿No quieres ningún juguete, verdad? Sí, lo puedo entender.

Quedó pensando un rato, procurando no desviar la mirada hacia el cuerpo de Camila que había adelgazado varios kilos en apenas dos días.

—Ya sé. Ya lo sé —se veía jubiloso.

Buscó debajo de la cama un pequeño baúl.

—Te regalo esto —dio un manotazo sobre el baúl. Una nubecilla de polvo se levantó de manera efímera—. La Historia de la Asfixia. ¿No crees que sea un gran regalo? Está un poco desactualizado. Bueno, yo no soy Le Riverend, pero sé algo. Toma, son tuyos. Mis diarios. Son tuyos. En realidad, algunos pertenecieron a mis padres. ¿Qué te parece? Te puede ayudar a no convertirte en un animalejo de asilo.

Aunque el estómago de Camila no paraba de temblar, la chica no apartaba la vista de la expresión de su tío: ojos desmesurados y sonrisa dura.

Diego abrió el baúl y tomó uno de los cuadernos rayados. Después de hojearlo tosió un poco.

20 de noviembre de 1991.

“Ya se ha perdido la fe. Esta vez de manera definitiva. Lo peor no son los tiempos que se anuncian; lo peor es que todos los súbditos han perdido la fe. Ya no creen ni media palabra. Yo también creía, Dios mío, si aún pudiera creer. Empieza (¿o continúa esta vez de forma masiva?) el vagabundeo espiritual, el sinsentido”.

—¡Mira! —dijo eufórico y señaló una hoja del cuaderno.

12 de mayo de 1989.

“Nació Camila. Es preciosa. Es Blancanieves. Carlos no cabía en sí. Me miró por encima del hombro y dijo: ‘Es mi obra’, y acentuó el mi”.

—Toma. De verdad que te lo mereces. Es mi regalo de anfitrión.

Puso el cuaderno sobre el vientre de Camila. Era hermoso verle ahí, subir y bajar, como si la vida quisiera salirse de sus páginas.

Sonó el teléfono. Diego entró a la sala y miró el teléfono vibrar, todavía pensando en el cuaderno que subía y bajaba. Tal vez debería regalarle a Camila la cabeza de la secretaria docente. Sonrió. Esperó otro poco. A la séptima llamada descolgó el auricular.

—Dieguito, Dieguito Velázquez, Dieguito Rivera.

Era la voz de Carlos. Estaba borracho.

—Oye, Dieguito. ¿Sabes que Camilita se desapareció?, ¿lo sabes, eh?

—Sí.

—Esa niña siempre me ha descojona’o la cabeza. Tú no sabes que cuando tenía seis años le pregunté: “¿Qué tú quieres ser cuando seas grande?”, “Extranjera”, me dijo. Jaja. Quería ser extranjera, viejo. Y mira las cosas de esta puta vida. Ahora me llegó el bombo y… Dieguito, mi hermano, cuando uno está jodí’o hasta los perros lo mean… Rosa… Rosa también se fue.

—¿Cómo?

—Cojones, ¿tú no eres profesor?, ¿tú no entiendes el Español o qué? Que se fue, que me dejó… Decía que Camila se había perdido por mi culpa, que yo soy muy autoritario y toda esa mierda. Pues que se vaya pa’ donde le salga… El que sí se va de aquí soy yo. Yo mismo. Solo. Me voy solito. ¿Tú quieres irte conmigo?

—No.

—Pues te quedas también. ¡Te jodes!

—Carlos, ¿por qué no te das un baño? Tú verás que Rosa regresa…

—¡Te jodes! ¡Todos se joden! Y yo, fui-fuá, me salvo.

—Báñate.

—Pero va a ser tarde. Yo me salvo, y después ustedes van a querer que los salve, pero va a ser tarde… aunque a ti… aunque tú eres mi sangre…Oye… tú… ¿Tú estabas durmiendo?

—No.

—Ah, bueno. Yo sí voy a acostarme un rato que me duele la cabeza… Oye…

— ¿Sí?

—Te quiero, ¿oíste? Tú eres mi sangre, ¿oíste?

—Okey.

— ¿Tú me oíste?

—Sí.

— ¿Qué tú eres?

—Báñate, Carlitos, y acuéstate.

—Dime que qué cojones tú eres.

—Tu sangre.

—Anjá. Eso…Oye, me duele la cabeza. Me voy a recostar un poquito aquí, así…

No habló más. Diego escuchó el ruido que hizo al caer el auricular del otro lado.

Volvió al comedor y se puso las manos en la cabeza. Se cubrió los oídos. Bebió un sorbo de café frío y enseguida lo escupió en el desagüe del fregadero. Volvió a la posición de las manos en los oídos, los codos apoyados en la mesa. Permaneció así una hora. Usando un dedo hizo dibujitos con las lágrimas que caían sobre la mesa. Luego recostó la cabeza sobre los dibujos líquidos. Con el ojo que hacía ángulo pudo ver a una hormiga que atravesaba la gran superficie de madera. Caminaba trabajosamente dando la impresión de que no llegaría nunca a su destino.

En el estante, junto a los platos, estaba el cuchillo de picar la carne. Diego lo tomó y se acercó a la hormiga. La dejó caminar otro poco. Cuando casi alcanzaba el borde de la mesa, el cuerpo del insecto fue dividido en dos partes. Así estaba mejor.

Ernesto Peña González. Santa Clara, 1976. Poeta, ensayista y narrador

Ha merecido en dos ocasiones el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, en 2002 y 2007. Ha publicado, entre otros, el volumen de cuentos La hierba frondosa (Editorial Capiro, 2003); el poemario Vestigios de Síbaris (Ediciones Sed de Belleza, 2005); así como Museo de ángeles caídos (Capiro) e Interior de una casa inexistente (Reina del Mar Editores). En 2010 ganó el Premio Alejo Carpentier por su novela Una biblia perdida (Editorial Letras Cubanas, 2010).