Policial

Es muy fácil

—¿Dónde dejaste a tu padre? —me pregunta la vieja, mientras yo recuesto la bicicleta a un horcón del portal de mi casa.

Es muy fácil. Eso me lo aseguró Machete antes de hacerlo la primera vez, y me explicó cómo el monte y la noche son los mejores cómplices. Es muy fácil, porque nadie tiene que vernos juntos y nadie más que tú y yo tenemos que saberlo.

Y es cierto que era fácil. Y después de hacerlo la primera vez uno le coge el gusto, porque así son los malos vicios.

Es muy fácil; uno en cada orilla del camino real. Escondidos detrás de un par de matas frondosas aguantando, cada uno, una punta de la soga. La soga disimulada por el polvo y la oscuridad. Luego basta un tirón cuando viene el ciclista. Él mismo se enreda y cae al piso. Y después Machete, que le gusta eso, le va arriba con el leño y a golpes lo deja inconsciente. Y yo me llevo la bicicleta y la escondo en el montecito de atrás de mi casa. Que alguien se encarga de darle camino. Alguien que yo no conozco y que no necesito conocer. Uno que se ocupa de desbaratarla en piezas y llevársela a otro pueblo, quizás a Ríos de Primavera, que queda como cuarenta kilómetros más adentro, y venderla.

Es muy fácil. Y uno se envicia, porque desde la primera vez que lo hicimos no me ha faltado el dinero.

La gente exagera las cosas. Somos dos, tres contando al que no conozco, y ya dicen en el pueblo que es una banda. Machete y yo somos blancos, y ya dicen que son unos negros grandes. Dicen que hemos matado a cuatro y yo estoy seguro que es mentira. Nadie se muere por un par de golpes en la cabeza. Se morirán de otra cosa, del susto quizás. Además, yo trato de no preocuparme por eso; el que da los trancazos es Machete. Yo los miro revolverse en el suelo mientras Machete los golpea, los escucho gritar hasta que se callan y quedan quietecitos, haciéndose los muertos, para que Machete no les siga pegando. Pero sé que no están muertos, solo se hacen. Yo lo sé bien.

Lo mío es simplemente halar la soga y cuando mi socio termina su trabajo coger la bicicleta y salir echando para mi casa. Yo tengo mi conciencia limpia, es como encontrarse una bicicleta tirada en el camino real.

Siempre, desde la primera vez, he pensado en eso así: es como encontrarse una bicicleta tirada en el camino real. Y si un día tengo que rendirle cuentas a alguien, hasta al mismitico Dios en el juicio final, le diré eso: fue una bicicleta que me encontré tirada en el camino real.

Yo me monto en “mi bicicleta” y salgo sin apuro, porque no he hecho nada malo, rumbo a mi casa. A veces, voy directo al montecito y la dejo en el lugar que yo sé. Otras, paso por la casa porque tengo hambre. A esa hora siempre tengo hambre.

A veces me pongo a dar vueltas por los caminos, y me siento bien porque tiene un sillín cómodo, o porque camina sabroso la bicicleta y quisiera tenerla un rato más junto a mí, como a una novia.

Yo nunca he tenido una novia mía, tampoco una bicicleta. Con las mujeres y las bicicletas tengo el mismo destino. A las mujeres les toco las nalgas aprovechando la oscuridad y la apretujadera de la guagua cuando viajo a Ríos de Primavera. A veces viajaba a Ríos de Primavera a algún mandado, ahora viajo casi todas las noches para tocarle las nalgas a las mujeres. Algunas ya me conocen y por eso me miran atravesado cuando me ven montar en la guagua; otras, que también me conocen, se hacen las bobas y dejan que me les pegue, y empinan la grupa cuando les arrimo el rabo, y abren las piernas.

Un día a lo mejor yo tenga una novia mía y una bicicleta propia, pero eso no es tan fácil.

Esta bicicleta es como una de esas bichas que me conocen en la guagua. Siento el sillín que se acomoda debajo de mí, como si estuviera acostumbrada a que la montara siempre. Voy pedaleando sin prisa hacia mi casa, me demoro cogiendo por atajos y veredas.

Cada vez que llego a casa en una bicicleta, mi vieja me mira de soslayo. Yo le digo que son bicicletas que la gente me presta para que les haga mandados. Desde que me sacaron del trabajo me dedico a hacer mandados por un peso. Ella tiene miedo de que un día me asalten por esos caminos para quitarme la bicicleta que llevo. Yo le digo que no tenga miedo, que yo sé cuidarme, pero ella se pone a pelear y a decir que ya sería el colmo que me quitaran una bicicleta de Dios sabe quién y que luego la tuviera que pagar. Qué no sabe de dónde voy a sacar un dinero que no tengo.

Cuando mi madre me dice esas cosas lo hace como un regaño. Y yo me siento mal porque no es mi culpa. Ella sabe bien que no es mi culpa, y al principio no me hablaba así, pero parece que ya se cansó. Mi madre no sabe hablar de otra manera, bastante esfuerzo hizo.

La culpa de que yo no pueda trabajar es mi problema. Y la culpa de mi problema la tienen las bombas. Las bombas y los negros con las bayonetas. Ellos, los negros, se aparecen cuando menos los espero. Vuelven porque quieren pasarme la cuenta, porque no me perdonan que me haya escapado aquella vez. Yo cierro los ojos y veo las bombas cayendo a mi alrededor y entonces tengo que correr hasta el monte para salvar la vida. Pero eso no es lo peor, lo peor no es la artillería sino la infantería. Bien lo decía el Teniente: “Yo prefiero que me caiga una bomba en la cabeza a caer en las manos de esos negros”. Los negros te abrían la barriga vivo y te metían las manos adentro de las tripas, y tú gritabas hasta morirte y ellos te picaban el rabo y te lo metían en la boca. Yo los vi hacer mientras me pasaba por muerto. Y cerré los ojos para no verlos más y seguí viéndolos. Por eso todavía, cuando cierro los ojos, los veo.

Mi vieja cocina muy sabroso. Muchas veces, cuando voy directo para el montecito a llevar la bicicleta, siento el olor de los plátanos maduros fritos y de la carne que ella dice que es de carnero y no puedo aguantar la tentación. Regreso como si estuviera hipnotizado, dejo la bicicleta recostada en un horcón del portal y me siento a la mesa.

En mi casa siempre hay que darle gracias a Dios cuando nos sentamos a comer. Mi madre ora por todos y le pide que me devuelva la salud a mí para que yo pueda ayudar a mi padre, y le da gracias al Señor por proporcionarnos esa comida. Después, mientras mastica, habla de lo que se sacrifica mi padre para que yo pueda comer así, que yo necesito vitaminas y hierro que me fortalezcan el cerebro. Es más o menos lo mismo que le decía a Dios con los ojos cerrados y sin comer, pero ahora con la boca llena, en voz alta y con los ojos desorbitados, mirándome. Yo aguanto todo eso por la comida. Mi madre cocina como nadie en el mundo.

Esta noche tampoco puedo con la tentación. Cuando voy camino del montecito la veo parada junto al horcón, debajo del farol, y siento el olor de los plátanos maduros fritos. Entonces tuerzo el rumbo y salgo de nuevo al camino real.

Ella mira al camino y me ve llegar. Yo me bajo de la bicicleta y voy a recostarla al horcón. Entonces es cuando ella me pregunta:

—¿Dónde dejaste a tu padre?

Y a mí la pregunta me parece tonta. Es que a mí todo lo que me preguntan me parece extraño. A mí me llevan al médico para que el médico me pregunte cosas que yo entienda y entonces tampoco comprendo lo que el médico me pregunta.

Pero el médico me ha enseñado algo: “es muy fácil”, me ha dicho, “cuando tú no entiendas una pregunta debes mirar a tu alrededor y buscar entre las cosas que te rodean. Siempre hay algo que tiene que ver con lo que te están preguntando: esa es la respuesta”. Eso demora un poco, a veces logro entender, y hasta encuentro la respuesta, pero también pasa que no encuentro las palabras para decirla. Entonces me ofusco y me duele la cabeza. Y cierro los ojos porque me molesta la luz, y entonces vuelven los negros, y las bombas. Una vez me desmayé.

Por eso, porque me demoro mirando alrededor cuando me preguntan algo, mi madre me dice retardado. Antes, cuando no hacía lo que el médico me enseñó, me decían retrasado. El médico dice que ninguna de esas dos cosas, que yo simplemente estoy enfermo y que un día me puedo curar. Yo no entiendo mucho la diferencia entre las palabras, menos estas que se parecen tanto, pero por el tono de la voz de mi madre parece que voy mejorando, puede que un día me cure, como dice el médico, pero también parece que no es fácil.

Ahora me pongo a pensar en la pregunta de mi madre. Ella dice que dónde dejé a mi padre, pero mi padre no salió conmigo. Mi padre y yo nunca salimos juntos, él se va temprano, al sitio a trabajar la tierra y a cuidar los animales. Por las tardes mi padre se va al pueblo a hacer negocios y beber ron. Yo me voy al monte por la mañana a cazar pájaros y por las noches, cuando no me monto en la guagua de Ríos de Primavera, me voy con Machete a lo nuestro. Entonces la pregunta de mi madre me parece más tonta todavía. Pero ella sigue mirándome fijo. Yo soy lento, y lentamente hago lo que me dijo el médico: busco la respuesta a mi alrededor. Ahora la vieja mira la bicicleta, ella sabe que debe ayudarme a entender su pregunta.

La luz del farol es amarillenta y opaca, al alcance de mi vista no hay nada más que esta bicicleta que traigo de la mano, con ese sillín tan familiar como la bicha de la guagua, el cuadro metálico pintado de verde, y los guardafangos niquelados… Esta bicicleta que he visto a diario desde que era un niño.

El olor de los plátanos maduros fritos se me pierde a la vez que se apaga el farol y todo se pone oscuro… Me duele mucho la cabeza. Todo se ha puesto muy oscuro, debe ser que he cerrado los ojos.

—¡¿Dónde dejaste a tu padre?! —siento que vuelve a preguntar la vieja, ahora gritando. Y ella grita más y más alto. Y repite la pregunta. Pero yo ya no puedo oír nada…

Las bombas comienzan a estallar a mi alrededor. Salgo corriendo en busca del montecito. Si llego hasta ahí, quizás pueda salvar la vida.

Lorenzo Lunar Cardedo. Santa Clara, 1958

Es una de las voces imprescindibles de la narrativa cubana contemporánea. Ha ganado dos veces el prestigioso concurso de relatos policiales Semana Negra de Gijón, en los años 1999 y 2001 respectivamente. Tiene publicadas varias novelas en Cuba y en el extranjero, entre las que descuellan Échame a mí la culpa, La vida es un tango, Cuesta abajo, Polvo en el viento, La casa de tu vida y Que en vez de infierno encuentres gloria, galardonada como “la mejor novela negra publicada en España durante el año 2003”.