Narrativa

Los venenos

Para Julio Cortázar

Las más grandes y feas son las que están en el corral de los puercos. En el baño viejo al final del patio, donde los machos orinamos para que el de casa no apeste, también las he visto así. Ni siquiera las que mamá vio en el rancho, donde se guardan los sacos de arroz y de frijoles, pueden ser del tamaño de estas. Se lo digo a Papá y él dice que no me preocupe, que pronto acabará con todas.

Corro adonde Jaime y reacciona como esperaba: pone los ojos enormes y dice quiero verlas. Lo cargo y lo llevo hasta el corral, pero ahora ninguna intenta asomar la cabeza ni se arriesga a pasar entre los lechones que duermen. Me canso y lo bajo prometiendo enseñárselas pronto. Ahora me alisto con sendas piedras entre el corral y el gallinero, donde en las mañanas papá encuentra siempre unas plumitas, y espero a que salgan para matarlas de una pedrada como otras veces les he hecho a los lagartijos verdeazules y a las bayoyas. Desde aquí puedo ver el patio de Claudia y su melenita negra que se bambolea al ritmo de sus saltos, pero ni pista de las ratas.

Dentro de la casa es difícil encontrar alguna de ese tamaño, aunque son tan atrevidas que a veces se cuelan y uno las ve al levantarse en la madrugada a orinar, o te despierta el grito de Mamá al ponerles los pies encima. Pero sí hay unas pequeñitas que Papá me explicó no son ratas sino ratones, distintas especies pero de la misma familia, la de los roedores. Son los mamíferos más abundantes en el planeta; se reproducen con mucha rapidez, dice Papá, pues lo escuchó en un documental y ahora se cree especialista en el tema.

Siempre antes de dormir recuerdo a Verdugo, que ladraba cada vez que las sentía cerca. A veces era capaz de agarrar algunas y tempranito las hallábamos con las tripas afuera. Hasta el día en que metió el hocico en uno de los huecos del corral y lo sacó llenito de sangre; se revolcaba mugiendo como loco en la tierra. Papá lo llevó al médico de los perros y jamás lo volvimos a ver. Dice que la rata lo enfermó y que era un peligro traerlo a casa.

Papá hoy trajo un cartucho lleno de croquetas marrón con las que dice desaparecerán; lo mismo dijo cuando llegó con aquellas trampas que solo sirvieron para matar algunos de los chiquitos. No entiendo cómo piensa hacerlo dándoles más alimento, pero me explica que esos mojoncitos tienen como un cemento, y cuando se lo coman el estómago se les va a poner duro como una piedra hasta morir, y lo ayudo durante la tarde a regarlos por todo el patio y dentro de la casa. Luego llama a Jaime y le enseña una de las croqueticas y le dice esto es caca y Jaime asiente, caca, no se toca, y vuelve a asentir, y ahora lo mira serio y le recalca esto es veneno, ¿oíste?, ve-ne-no, y todos nos reímos cuando Jaime dice en su raro dialecto ve-ne-no, y se pasa toda la noche repitiendo en cualquier momento ve-ne-no y volvemos a reír.

Siempre le cuento a Claudia lo de las ratas. Cuando pasa frente a la casa con la jabita del pan salgo a su encuentro y conversamos hasta que a alguno de los dos nos llaman para hacer un mandado. Me encanta ver su carita incrédula cuando le digo lo enormes que son. Ella no entiende cómo pueden existir tantos animalejos de esos en mi patio mientras en el de ella, tan cerca, jamás las ha visto. A lo mejor es porque mi papá cría puercos, conejos y gallinas y eso las atrae, o quizás sí hay y nunca las has visto; son muy rápidas, para notarlas tiene que ser en la noche cuando salen, o sorprendiéndolas por casualidad. Ya le están gritando desde su casa que se apure con el pan y algo extraño siento en el estómago al verla alejarse. Si los mojoncitos le hacen esto mismo a las ratas seguro que pronto morirán.

Al otro día me pongo a buscar los mojoncitos y al llegar Papá del trabajo le cuento que casi ninguno está en su lugar, pronto aparecerán las muy cochinas muertecitas, con el estómago hecho una tabla. Pero al tercer día, cuando ya hemos encontrado muertos tres ratones en la casa, una rata dentro del rancho, y cinco pollitos en el gallinero, comienzan a aparecer los venenos en cualquier lugar, menos donde nosotros los habíamos puesto. Papá se enfurece y lanza todos los que encuentra para el potrero al final del patio, se sienta en el portal y yo a su lado, sin hablar, como sé que debo hacer cuando está enojado, y espero que me pase la mano por la cabeza, como hace siempre que se le aplacan los berrinches, para decirle que no se preocupe; con mis piedras las voy a matar cuando salgan. Ni siquiera me mira, pero dice algo bajito que no logro escuchar.

Ahora estoy acostado y no logro dormir. Escuché una conversación entre Mamá y Papá donde hablaban de mí y de Jaime y de algo que se llama leptospirosis. Mamá le decía que debía tener mucho cuidado con el veneno y precaver bien dónde lo echaba, y él sólo respondía que no se preocupara. Luego fueron susurros bajos, de los que sólo escuché la palabra rara; no sé qué puede ser, aunque no creo que sea algo bueno con ese nombre. El tono de su voz era tan cortado que pienso algo malo pasa que ni Jaime ni yo sabemos, y no puedo preguntar si no quiero delatarme.

Caminando hacia la escuela le pregunto a Claudia si sabe qué es. Ella dice que le suena como a una pastilla, no está muy segura, pero la ha escuchado en casa. Recuerdo lo amargas que estaban las últimas pastillas que tomé para los parásitos y de súbito he comprendido que lo que hablaban mamá y papá era de darme otras, pues aquellas seguro no sirvieron de nada, que van a estar peor. Pobrecito Jaime, que las va a tener que tomar también.

Apenas me cambio de ropa llega Papá del trabajo y sin bajar de la bicicleta dice ahora sí se jodieron las muy cabronas, y busca enseguida algo que trae en la mochila y me enseña un líquido azuloso que bailotea dentro de un pomo que aún conserva su etiqueta de aceite de girasol. Le cuenta a mamá que anduvo muy lejos donde un tal Pedro que trabaja en la empresa y días atrás había prometido regalarle ese líquido que es, y ahora se vira hacia mí, veneno y no lo puedo tocar si quiero permanecer en este mundo. Ve-ne-no, me repite como si yo fuera Jaime.

Saca la mochila de fumigar del cuarto y pronto todo está listo para fulminar ratas. Lo acompaño y veo cómo echa el veneno debajo del corral, del gallinero y en los rincones del rancho. Me explica que el veneno es tan fuerte que hay que tener mucho cuidado de no matar a los demás animales. Cerca de las jaulas de los conejos no echa ni una gota, pues son muy débiles y su higiene debe ser impecable para que no mueran. En la casa riega el líquido dentro del aparador, encima de los closets, debajo de las camas, y nos manda a todos afuera durante una hora, pues dice que no debemos respirar ese olor en estancias cerradas.

Al otro día su voz me despierta como un trueno diciendo que debo ver lo que hicimos. En el patio hay apiladas seis ratas enormes con las patas tiesas al lado de dos ratones en idéntica postura. Comienzo a dar brincos y quiero despertar a Jaime para que las vea, pero Mamá dice que debo dejarlo dormir. Ya imagino la cara que va a poner Claudia cuando le cuente todo. Me visto corriendo y estoy parado frente a su casa gritando Claudia, Claudia, pero quien sale es su madre explicándome que no podrá ir a clases porque tiene fiebre, que por favor se lo diga a la maestra. Marcho a la escuela pensando que sin Claudia me da igual que las ratas estén vivas o muertas.

Al regresar, el número de víctimas es mayor y sigue aumentando durante toda la semana, pues Papá no deja de fumigar cuando vuelve del trabajo. Vamos a acabar con todas, me dice entusiasmado. Estoy en el patio toda la tarde, pero más que al tanto de las ratas lo estoy del patio de Claudia, donde deseo que aparezca dando saltos. Luego veo a su madre buscando el pan y comprendo que sigue enferma. Paso la semana diciéndole a la maestra que Claudia continúa en cama con altas fiebres. Hasta que una mañana el recado es distinto. Ahora Claudia está ingresada en el hospital. Le pregunto a Mamá si podría ir a verla, pero dice que el hospital no es un buen lugar para los niños sanos y apenas Claudia esté de vuelta hablaré con su mamá para que puedas visitarla.

Pero Claudia demora en regresar al barrio y las ratas comienzan a ser historia en nuestras mentes; ya ni siquiera aparece alguna muerta para enseñársela cuando regrese. Hasta una tarde que regreso de la escuela y encuentro el barrio igual al día que murió el abuelo. Los vecinos que charlan cabizbajos me ven pasar como un ovejo indefenso. Mamá que espera en el portal, y yo, que lo sé todo y me hago el desentendido, dejo que me abrace. Habla entrecortada, y cuando escucho la palabra rara salgo corriendo por toda la casa hasta llegar al patio y trancarme en el rancho donde Papá guarda las herramientas, los sacos de arroz y los venenos.

Heriberto Machado Galiana. Ciego de Ávila, 1987. Poeta y narrador.

Licenciado en Estudios Socioculturales. Miembro de la AHS. Egresado del XIII Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio Jorge Cardoso en 2011. Ha merecido los premios Poesía de Primavera (2011), Ernest Hemingway (2011), Mangle Rojo (2013), y Calendario (2015). Tiene publicados los poemarios Las horas inertes (Ed. Ávila, 2012), Acantilado (Ed. La Luz, Holguín, 2015), Nacido muerto (Ed. Abril, 2016) y el libro de cuentos El escribano (Ed. Ávila). Cuentos y poemas suyos aparecen publicados en diferentes selecciones de Cuba y el extranjero.