Poesía

Magister musicus

MAGISTER MUSICUS

Ya te has mojado en el fuego
y teniéndote por perro no ladrabas
cuando le diste la espalda al auditorio,
confiando en el eco del rescate,
en las aulas limpias del drenaje
a la luz de túneles entre palmeras.
Te sentabas al piano, ese bronce
de oculta cruz
con costillas de hueso y de madera,
en un filo de silencios mesurados
como si fueras tú el instrumento
—porque eres tú el instrumento—
de tapa cerrada, del que había que extirpar
la voz ignota que reside en las ofrendas.
¿Cómo podía Pleyel augurarle tal trastienda
a uno de sus tantos hijos solitarios?
Luego vi el residuo de las alas
en el estambre del pentagrama,
cuando el examen te llegó como una trampa.
Y ahí seguías todavía cerrado
en tu camisa de once varas y tu sombra de perro
como un rey sin número
en una celda, para tararear una oscura confianza.
Comiéndote tus visiones nórdicas con mojo criollo,
más que Virgilio ante la bestia,
secabas el aire y ni Mozart ni castigo
ni aplauso ni arpa rota;
solo tú en tu callarte tanto,
sumando profanaciones sin sentencia.
Pero así tenía que ser lo nunca visto;
tus pedales y registros y todos tus bemoles
eran tierra de otro cielo, nácar de un líquido sin nombre,
porque tú eras el órgano,
instrumento remoto de fieles imposibles
que enmudecía frente al piano cerrado a cal y cal,
el pobre, que no sabía
ni de pie ni de cabeza cómo ejecutarte
ni que decir desde ese silencio solo tuyo
o por cuáles tactos hallarte tan ausentemente
mientras el metrónomo, más inútil que un ángel sin dios,
seguía royendo los segundos
de aquel silencio, tal vez sagrado,
donde reside todavía, desde aquella tarde
—la última tuya en la Academia—,
el ruido magistral,
jamás cifrable en clave alguna,
de tus únicas verdades.

HUEVO DE PIEDRA

Mira como se descorteza este colmo
de boca en boca,
deshaciendo frentes y canales,
nuestra Roma de a pie
curtiendo lo improbable,
Habanas de quinto creciente de años cero
para otra paz de mugre principal,
alamedas y olimpos de diente de perro
incurables de valor y trigo quemado,
forraje de esplendores en reposo,
prólogos de los pulmones intratables
con que estiramos el viejo sueño
de la esfera blanda, de la caballería intacta
de nuestra espina valvular y su anestesia,
colmo que se pela sin tijeras
con el tacto del gusano de seda
aquí, en la inutilidad de las fábricas,
en lo siniestro y feliz de mis siete flores,
entre el dolor del placer y el saco proximal
que despreviene de tanto mensaje
y tanta navaja masiva que despega.

TRASMAÑANEANDO

“Cualquier objeto que flote acaba teniendo
huéspedes, incluso la basura artificial.”

The Blue Planet, BBC

Haciendo palanca con mi cadáver
te resisto y es inútil.
Rojo por ojo y ente por diente,
no estoy ya ni de paso,
no me quiero ver con estos ojos;
a mi lado la mariposa parece una montaña
y la montaña ha dejado de existir.
Te resisto en vano,
hay que doblarse con el viento,
nunca endurecer el nervio,
porque si madura y cristaliza
el menor roce lo haría pedazos; ya lo dijo Arseni:
sé aquel niño de la tumba
que confunde sus huesos con estrellas.
Bendito pues mi frío fresador
y mi tugurio de inútiles combates
por esta vida que ha sido de todos menos mía.

CUANDO 9 O K ESTÁN EN LUGAR DE Z

¡Cuidado!
Ladera empinada cuando naces,
ladera empinada cuando mueres.
Hunde primero las manos
antes de vivir, o sea antes de matar;
húndelas en esa línea segunda
que se llama descenso del cero minúsculo
al mayúsculo.
¡Cuidado!
¡No tengas cuidado!
Tus pasos finales serán de aceite
igual que los primarios,
aceite sobre un techito de vidrio empapelado
como un juguete para entender de un gesto
toda la madrugada del Kabuki,
todo el mediodía de las últimas llamadas,
todas las buenas razones de las laderas.
Asólate y no esperes nada.
¡Sin cuidado!
Quién esté libre de resbalar,
que tire la primera piedra.

A LA INVERSA

Un paso al frente por la izquierda,
los años no cambian;
como Lijachiov en su silla de extensión,
arrinconado en la vanguardia,
tragándose los toques de queda
con semilla y todo,
en lo alto del dominio muerto.
Van a la carga del fango primordial
con medidas marciales para mínimas faltas,
deteniendo un segundo la batalla
mientras se organiza la retirada
y el salvoconducto de las camisas de fuerza.
Se elige terminar anegando los raíles
cuando ya ni llueve seriamente
y la garganta celeste resuelve su plaga.
Detrás del golfo no hay nada,
no escuches a Circe ni la inventes,
aquí termina el mundo,
en el toxico reborde del entresueño,
en estos cristales desemplomados y paternos
que el Talmud nunca predijo.

ESCRITO AL FINAL DE UN MANUAL DE CUIDADOS INTERMEDIOS

Hay un instrumento sin nombre
que ni la multitud ni el sabio reconocen
y que jamás arrancará flores ni aplausos
al término de ninguna función en el Carnegie,
la Avellaneda de antes o el Albert Hall.
No importa si estalla o si hace total silencio,
nadie sabrá siquiera que existe,
pero ese instrumento indescriptible
sin pasado ni porvenir,
sin gloria ni pobreza,
es el único que tienes la obligación de tocar.

LA CURVA INACTIVA

Por el ojo de buey
ya no veo,
ya no quiero.
Sé que hay un antibiótico astral
y que la nebulosa aquí me tiene
abrigándome para sombrear los hielos.
Pero lo que me llama de verdad
anda tirado en celdas desconocidas,
no tiene voz, pero sí ruecas y tenazas
de un líquido verde o negro,
resistencia cruzada de tigres con neomicina;
y eso y solo eso aquí me tiene de verdad
desvocalizando, sirviéndome agua por leche
en cráteras y jícaras,
agua con espinas que me trago sin preguntas,
sin responderme nada,
agua de última fila y torniquete
que me llena vaciándome
sin asco, sin nostalgia,
sin sacrificio, sin Rublev
ni Stalker ni Solaris,
sin aplanadoras ni violín,
sin correr ni detenerme, sin buscar ni regresar
hacia la comodidad de alguna semejanza.
La trago mejor que aire,
porque es lo que me agota,
lo que hambrea e ilumina
como tintura de Saturno
pura y oscuramente,
el agua negra, roja y santa que gotea
de mis ojos y de los tuyos,
lágrimas que mejor nos adivinan
porque vienen a su fuente,
agua que no se cansa de girar en redondo
y de querernos lejos
en el revés de las esferas,
después de toda tierra firme,
donde la medida de la luz se cuenta por gotas,
gotas que se lloran a sí mismas
en lechos inciertos,
en los vacíos simultáneos del abrazo sintético
con su juntura de fenol y cieno diluido.
La trago y me desamarro desde lo informe
—Houdini no lo haría mejor—;
que siga en la turba no me extraña,
es parte del mecanismo de los cuatro aires.
Solo sé que mientras manche de negro los pañuelos
la solución estará muy cerca
mirándome con miedo por el ojo de buey,
ojo sin medida ni pérdida
que por ahora me detiene.

TRAGALUZ

¿qué danza de almas de hojas?
José Martí

Una docena de perdones me buscaron
pero llegaban tarde, al nacer el día,
una llovizna casi en el viso de un follaje perfecto.

Volaba raspando contra mi suerte
el verde Belén de cien cabezas de libélula
y me alcanzaban porque estaban lejos
porque la sal es mi escombro primario
aquello que se suma al peso de mi sombra.

Vine con lo justo para vaciarme,
vi un reflejo de tenazas
y el pan violeta de las ratas de pascua
junto al farol de mi ventana.

Se perdieron mi nata y mi madeja,
como la nada laboriosa,
puliendo agua subterránea.

Era una docena y venían por mí,
los enumeraba culpándolos
tres y cuatro veces
con mi hambre de paz,
con temor de no saber donarles mi cabeza;
pero revoloteaban quemándose a paso de selva,
cuatro… nueve, diez …doce,
y volvían a enfocarme con sus dientes de azogue
entre la resurrección y el olvido,
haciendo girar ya sus cortafríos a punto de fuego.

Poco antes de tramar la retirada
hicieron caer sus flores blancas
y una docena de semillas de lentisco
en la oscuridad de la puerta;
era una trampa desesperada
y mucho más que un último aviso,
pero elegí esperar.

Tal vez no fuera tanta la deshora,
que los doce perdones llegaron puntuales con el sol,
que es difícil deshacerse de la propia herrumbre
y que suavemente me dolió salvarme de la luz:
fue una opresión casi dulce en el dorso de las manos
lo que me dejaron en señal de desencuentro;
entonces, como si sangrara, corrí a la sombra
y me oculté, como Pilatos en el guardalobos de su hora,
para mojarme en el horror y la gracia sin nombre
de un poco de agua fresca,
ese lugar siempre diverso
donde no más que antiguos dioses prevalecen.

ASCENSIÓN

“…ten paciencia, que día vendrá donde veas
cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio.
Miguel de Cervantes, Don Quijote, cap. XVIII

Nunca llega la noche que esperabas,
el yelmo es tu médula
eres un soldado,
no hay definición mejor,
y vuelven a orinarte las campanas.

Contra el viento que te rige
no te queda ya ni un lunes ni ceros aromáticos;
se te levanta un nuevo espejo acantilado
y todo un reino triturado por tu pena
llena de cortezas el camino.

Así te duermes despierto
esencial como un año pasado
o un peligro de vida
haciendo su lobera
debajo de los molinos.
Troncos de polvo en tus deberes,
de eso ya nos queda menos,
algo has madurado,
pero descubres un mar de agujas en lugar de sopa,
frío y aceitunado
como un caldo sumerio de colas de león.

Los mejores trigos ahora son raíces:
resuenan a colegio de monjas
y a enfisemas de Agnus Dei.

Tu paño es de rocas,
te aconsejo que no llores,
se huérfano del salmo entre centurias,
salva sin trompetas a la seda de la seda
en la miel perdida que te abrasa.

Como cresta de loma virgen
te abandonas en tumbas excelentes;
crees que te alejas de la brisa ardiente
saltando como quien se acuna.
Pero solo queda ladrar,
ladrar dormido por la ruta secreta
dejando en su fuente
otra Jerusalén sin puertas.

Es tu sombra lo que alumbra,
tu desagüe blanco y tus ofrendas.
Ve y desóyeme.

La caverna es un declive incendiado que te respira,
que te funde con los bisontes y los muertos
mientras afuera algo inicia su vendimia.

Parece que se nos fue la bestia
pero ella ni se mueve de la cuenca;
se sacude un poco y prueba una lágrima
y creemos que ha cambiado la velocidad del infierno.

Estamos creados para el adiós,
para derrubiar el alma con un palo de escoba,
y ella lo sabe, es lo peor,
y se recoge los velos
y se baña en un abandono de hojas de higo
como si la fiesta nunca terminara de empezar.

No importa si avanzas,
si te pierdes en las estaciones mantiformes
o si vuelves a por nadie en pos de nada
como el cántaro anterior al agua y a los verbos.

Abrázate y teje de nuevo los horrores,
el milagro es un costado inarmónico
que se rompe al caer,
déjalo ahora que apague tu voz,
tu voz que solo él conoce y desintegra
silenciosamente
como la lluvia de las dunas.

José Luis Fariñas. La Habana, 1972. Escritor y pintor.

(UNEAC, IWA). Autor de Incuria, relatos, Ed. “Z”, 1993, y de El resto más blanco, poesía, Ed. Sur, 2006. Figura en Novísimos narradores cubanos, Salvador Redonet, Universidad de Zaragoza, 1999; Heridos por la Luz, poesía, Jesús Souza, Universidad de Guadalajara, 2002, y Literatura judeolatinoamericana, Stephen Sadow, LAWI, New York, 2008, entre otras antologías. Ha ofrecido conferencias en New York City University y Cornell University. Recibió el Premio Dragón, Cubaficción 2003; la Beca Prometeo de Poesía 2001 y menciones en concursos literarios nacionales e internacionales. Su obra plástica ha merecido premios nacionales en Cuba y en España y se conserva en colecciones y museos de Europa y Estados Unidos.