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Mi vida como escritor en Nueva York

Estar alejado de mi cultura ha sido mi condición desde que comencé a escribir. No tiene mayor significancia para mí, por el contrario, lo veo como un reto estimulante. Aquí en Nueva York la New York Public Library es el centro de mi existencia literaria, el lugar a donde más pertenezco. El año pasado festejaron los cien años de la biblioteca y escribí un ensayo para un volumen que Penguin publicó con textos de cien escritores, sobre el uso que le dan a la biblioteca, las horas que pasan en ella. ¿Sobre quién quieres escribir? Sobre Cervantes, dije. Y ahí aparezco fotografiado con un ejemplar de la primera edición del Quijote. Podría —les dije— escribir también algo sobre Borges. Y al instante me vi hojeando el manuscrito de “La lotería de Babilonia”, una libretita de escolar cuadriculada, garrapateada por Borges con letra minúscula. Así de sorprendente es este lugar, mi sitio preferido de trabajo aquí.

Claro, lo más difícil para un escritor en el exilio es la ausencia de contexto, la necesidad de recontextualizarte. Está ese ensayo de Joseph Brodsky, “Esa condición que llamamos exilio”, donde habla en extenso de ello. En 2005 tuve la idea de crear una organización que agrupara a los escritores que escriben en español en la ciudad de Nueva York, nos contextualizara, en una palabra. Le mencioné la idea al escritor mexicano a Nayef Yeyah en el legendario Cedar Tavern, de Village, famoso en su época por ser lugar de reunión de los Beatniks. A Carmen Boullosa, que había llegado a Nueva York el año anterior, le pareció una excelente propuesta y luego bautizamos a nuestro grupo como Café Nueva York. En ese punto se sumaron el novelista español Eduardo Lago y la académica y también escritora Silvia Molloy. Café Nueva York tuvo corta vida por razones que no tiene caso mencionar aquí, pero justamente fue un intento de organizarnos en una ciudad ajena, en un entorno en cierto modo hostil, antes que nada por la lengua o más bien por esa única razón.

Por todo lo demás, New York es una ciudad extremadamente literaria. Sólo que, cosa lógica, su mundo literario funciona en inglés. Hay ciertamente otros escritores de España y Latinoamérica que viven aquí (Antonio Muñoz Molina, Diamella Eltit que pasa un semestre cada año, la novelista y poeta argentina María Negroni, entre otros), pero no hay un espacio o campo de juego propiamente en español. En lo que va de año he presentado tres libros en McNally and Robinson, la librería en la que un joven uruguayo, Javier Molea, lleva un programa literario en español. Lo interesante es que funciona muy bien y por ahí pasa prácticamente todo el mundo, pero no deja de tener una proyección limitada, de figurar como una honrosa excepción.

Están también instituciones más importantes como el Instituto Cervantes o el Americas Society, pero sin duda el espacio literario en español más relevante en USA yo diría que son las universidades que cuentan con el público cautivo del alumnado, de los especialistas en literatura de Hispanoamérica. Suelen pagarte más o menos generosamente por las charlas y también, algo que constituye una novedad en español —aunque tradición añeja en las universidades de aquí—, han comenzado programas de “escritura creativa” en español. La Universidad de Nueva York tiene el programa que lanzó Silvya Molloy y que ha sido todo un éxito. Impartí unos seminarios con ellos, y uno encuentra allí el grupo más activo y entusiasta de aprendices de escritores.

Ahora bien, tras los años que llevo aquí mi inserción al inglés ha crecido exponencialmente, los libros que leo, los volúmenes que día a día engrosan mi biblioteca, los escritores que frecuento. Sin que haya considerado jamás pasar a escribir en inglés. Algo que algunos amigos de aquí esperan con toda sinceridad o quizá deba decir con toda ingenuidad. No les pasa por la cabeza que sencillamente uno no quiera o que bien, claro, simplemente no pueda. Yo insisto en escribir en español y gracias a Dios tengo una excelente traductora, Esther Allen, que pone mis libros impecablemente en inglés.

La “escena literaria” neoyorquina es “vibrante”, como dicen aquí. Abres el Time Out y hay cinco lecturas a la misma hora. Tengo amigos entre los escritores locales, sigo sus libros. Para no ir más lejos, y es algo que digo con orgullo, entre los escritores con los que pasé un año en la New York Public Library, en el Cullman Center, hay ya dos premios Pulitzer: el del historiador T.J. Stiles, por su biografía sobre el Cornelius Vanderbilt y el de la novelista Jennifer Egan, por su libro A visit from the Goon Squad. Con Jennifer hice muy buenas migas cuando compartimos en el centro. Están luego las grandes ocasiones, el Festival Internacional del PEN donde viene todo el mundo, y ves salir de un elevador a Claudio Magris, muy atildado y maravillosamente amable. Hablas luego con Umberto Eco, le dices que leíste El nombre de la rosa pero te callas lo malo que te pareció su siguiente libro. Tienes ocasión de asombrarte de lo malgenioso que parece ser Martin Amis, que critica a algo o alguien mordazmente, y esa misma noche, junto a la champagne gratis, descubres la cabellera blanca de Margaret Atwood, que se siente obligada a decirte algo entusiasta sobre Cuba. Por último, en una ocasión intercambié teléfonos y correo (y nunca la llamé ni le escribí) con Zadie Smith, más entusiasmado por su belleza que por sus libros, que todavía no leo. Y así en largo etcétera. You name it, como dicen en inglés. No sé, francamente, si es bueno o malo o, más bien, irrelevante. Simplemente lo menciono, es parte de la vida como escritor aquí.

Mi exilio (¿de México? ¿De Rusia? ¿De Cuba?) ha sido voluntario y la condición en la que he escrito mi literatura. Lo que más me estimula de vivir en un país extranjero es la posibilidad (o tal vez la necesidad) de incorporarlo a mi literatura. Una operación a la que mi existencia itinerante me ha obligado reiteradamente y que, al contrario de lo que pueda parecer, no es tan común, no es todo el mundo quien lo hace. Siempre pienso en Vladimir Nabokov, que supo hacerlo tan magistralmente. En lo que respecta a mí he corrido con suerte: cuando salió Livadia en ruso, por ejemplo, tuve muy buenas reseñas allá, lo que fue un alivio porque en esencia, era su territorio literario, por decirlo así. Ahora acabo de terminar una novela que pasa en Nueva York aunque tiene mucho de mi vida en México también. Veremos qué ocurre. Lo cierto es que estoy pensando regresar a Cuba, literariamente hablando: tengo la idea de una novela que pasa allí. Aunque tengo cuentos y dos novelas “cubanas” que nunca publiqué. En Cuba, por lo demás, tan solo he publicado un pequeño libro de cuentos. Los tres países que menciono más arriba: Rusia, México y Estados Unidos ahora son también mis patrias literarias, México en primer lugar.

Aparecido originalmente en el suplemento El Laberinto del diario mexicano Milenio.

José Manuel Prieto. La Habana, 1962. Narrador, ensayista y traductor

Estudió Ingeniería Electrónica en Novosibirsk, Rusia. Hizo un Doctorado en Historia en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y enseñó en el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) de ese mismo país entre 1994 y 2004. Ha obtenido las becas Margaret and Herman Sokol Fellow at The Dorothy and Lewis B. Cullman Center for Scholars and Writers, en la Biblioteca Pública de Nueva York; Sistema Nacional de Creadores de México; Santa Maddalena Foundation (Florencia) y John Simon Guggenheim Memorial Foundation. Ha publicado los libros Nunca antes había visto el rojo (La Habana, 1996, cuentos); Livadia (Mondadori, 1999, novela); Enciclopedia de una vida en Rusia (Ed. CONACULTA, 1998, novela); El tartamudo y la rusa (Tusquets Editores, 2002, cuentos); Treinta días en Moscú (Mondadori, 2001, novela) y Rex (Anagrama, 2007, novela). En la actualidad reside en Nueva York, donde concluyó recientemente la novela Voz humana.