Ciencia Ficción

Mientras leo una novela de Steve Mac Bartley

Suelo molestarme con frecuencia.

Si pretendiera construir una lista de las situaciones que resultan molestas, vergonzosas o simplemente incómodas, escribiría durante horas.

Si de esa lista pidieran que señalara lo que más me molesta, no daría tiempo a dudas o titubeos: No hay nada más incómodo que compartir el banco de un parque con alguien que intenta conversar, mientras lees una novela de Steve Mac Bartley.

Hay ciertas cosas que simplemente me sacan de quicio.

Comprender mis razones no debe resultar difícil, no me considero un tipo excéntrico y mucho menos uno de esos intolerantes que no admiten un comportamiento diferente al suyo.

Ocupen, por un minuto, mi lugar:

Imaginen que están sentados en el banco de un parque, son alrededor de las diez de la mañana, hay sombra, silencio, algunos gorriones revolotean sobre el polvo de la acera y de vez en cuando alguien cruza la calle.

Abran una novela de Steve Mac Bartley, digamos que Elementos comunes o mejor aún, para armar la situación en su justa medida, pretendan comenzar el octavo capítulo de Esto funciona como una caja cerrada (Ediciones Espectro, 2003, página 240), abran las tapas, localicen el marcador, mientras un viejo, que hace un rato daba vueltas de un lado para otro con un periódico en la mano, se sienta en el banco, carraspea y dice:

—Parece que va a lloviznar, puedo oler el agua en el viento.

¿Quién aguantaría tal intromisión?

Aunque uno desee entrar de lleno en esos ambientes sórdidos que describe Mac Bartley, donde las ratas corren por las alcantarillas ante la presencia de los inspectores de salud; aunque uno quiera colgarse de la novela; meterse en el personaje; correr por las alcantarillas (ya sea como rata, o como inspector), no le queda otro remedio que regresar a la primera línea, intentarlo de nuevo, mientras el viejo despliega el periódico, carraspea con más fuerza y lee:

Sobrecumplen el plan de siembra del tomate.

Sin embargo, el destino (o el Hac-True-Ta-Seng, término que utiliza Mac Bartley para describir en su novela La oscura superficie lo preconcebido, la ruta invariable de la vida que se disfraza de azares y casualidad) comenzó a develarse. Mi encuentro con el viejo fue afortunado. Después de repetir en voz alta el mismo titular, le pedí, por favor, que dejara de importunarme:

—Leer a Mac Bartley es un acto sagrado, una especie de exorcismo, necesito concentración, debo ubicarme correctamente en la Historia, seguir los entresijos de tan turbios contextos y asumir los personajes con una visión crítica.

Coroné mis argumentos con un carraspeo más fuerte que el suyo y clavé los ojos, una vez más, en la primera línea.

Si piensan que exagero es porque nunca han leído una novela de Mac Bartley.

El hombre era testarudo, dobló el periódico, lo puso sobre sus piernas y dijo:

—No es mi intención molestar, pero debo contarle algo, de todas las personas en este parque —y miró a su alrededor, a pesar de que en el parque solo había un banco, dos personas y media docena de gorriones que no cejaban en su empeño de revolcarse sobre el polvo— es usted el único que puede ayudarme.

Separé la vista de las ratas, también de los inspectores, saqué la cabeza de la alcantarilla e intenté mirar al viejo con rabia, pero interrumpió la gestación de mi mirada y dijo:

—Usted es un escritor, escribe sobre dragones, viajes en el tiempo y fantasmas —en esta última palabra hizo hincapié, arqueó las cejas y trató de comunicarme algo que de momento no entendí. Tampoco entendí como sabía que yo era escritor, si es que nunca he publicado nada. En todas las revistas rechazan mis relatos y en los concursos me piden de favor que no me vuelva a presentar—. Si me ayuda yo podría brindarle una historia de peso, una historia excepcional —y movió los brazos en el aire como quien quiere graficar el término “excepcional”, pero solo logra acercarse al símbolo popular del término “grande”.

—¿Y cómo podría ayudarlo? —le pregunté— si es que no sé nada sobre fantasmas, mucho menos sobre dragones o viajes en el tiempo.

—Pero escribe sobre ellos —me dijo entusiasmado—. En sus relatos aparecen ritos para convocar espíritus, explica la forma de retenerlos y los caracteriza tan bien… Sus fantasmas son idénticos a los reales.

Estoy seguro que podrán imaginar la situación en la que me vi envuelto.

¿Cómo entender que aquel hombre conociera mis relatos, si solo los he leído en el Taller Literario de Ciencia Ficción, y para colmo, fueron tan criticados que los encerré en mi gaveta de noche y no los he vuelto a sacar?

¿Cómo decirle que las descripciones de los fantasmas en mis relatos fueron plagiadas cruelmente de la novela Clavar los ojos al cielo de Mac Bartley?

En algo sí debemos estar de acuerdo, como escritores, aunque no hayamos publicado nada, debemos mantener nuestros principios éticos, o al menos no decirle a un viejo que se sienta a nuestro lado en el parque que los hemos violado.

Así que me mantuve en silencio y después de dos o tres cavilaciones, bien cortas, para ser sincero, le dije que lo ayudaría.

—Debemos ir hasta mi casa —dijo el hombre—. Si usted quiere la historia debe conocer el contexto en el cual sucedieron los acontecimientos —dicho esto se puso de pie y se dio un golpecito con el periódico en la pierna, cual seña de resolución.

Cerré la novela y caminé a su lado. Me sentí más incómodo que al principio. Tanto así, que si construyera realmente la lista de cosas que molestan, colocaría en el número UNO: Acompañar a un viejo a su casa, un sitio en el que nunca has estado, más cuando te van a revelar una historia sobre fantasmas.

Anduvimos por algunas calles estrechas, ya era casi mediodía, el sol quemaba sin contemplaciones al asfalto. Comencé a sudar. El viejo me brindó un pañuelo. Me sequé la frente y el cuello. Se lo devolví todo sucio y sin doblarlo lo guardó en su bolsillo.

—Ya estamos llegando —dijo—. Es allí —señaló una casa de madera de dos plantas, una escalera frontal, también de madera, dos ventanas descascaradas y un jardín repleto de flores secas.

Cuando entramos el viejo me pidió que tomara asiento. La habitación estaba compuesta por una mesa partida a la mitad, un sillón desvencijado, un retrato en la pared bajo la custodia de un vaso de agua y un girasol extremadamente amarillo.

En un gesto intuitivo, y absurdo por demás, miré hacia todas partes buscando dónde sentarme. Él sacó su pañuelo, le sacudió el polvo al sillón y pidió nuevamente que me sentara. La madera crujió bajo el peso de mi cuerpo. La incomodidad fue creciendo a medida que intentaba balancearme.

El viejo caminó hasta la cocina por un vaso de agua, le dije que no hacía falta, que dijera de una vez y por todas en qué podía ayudarlo.

Estoy casi seguro. Si construyera una lista de situaciones molestas, pondría en el número TRES: Estar sentado en un sillón a punto de romperse, mientras esperas a que un viejo te cuente una historia de fantasmas.

—Ves aquella foto —dijo señalando el retrato—. Es mi difunta esposa. Murió hace tres años.

—¿Se te aparece en sueños? —le pregunté mientras sacaba una libreta de apuntes.

Cosa que al él no le molestó.

Un escritor, sobre todo si nunca ha sido publicado, debe estar listo para situaciones como esta.

—No —respondió.

—¿Se te aparece mientras estás despierto?

—Se me aparecía, pero hace una semana dejó de hacerlo. Ese es el problema. Ya mi vida no tiene sentido. Quiero que usted la haga regresar o que de lo contrario me pegue un tiro —y señaló un fusil que estaba escondido bajo las sombras de la mesa en el suelo—. Yo no tengo el valor para hacerlo.

Dejé de tomar apuntes, de mecerme en el sillón, incluso de mirar al viejo.

—Lo que usted me pide es absurdo —le dije—, ¿cómo piensa que podría matarlo? Y recordé la Máquina Filtradora de Contradicciones Morales que menciona Mac Bartley en su novela El sabor del hierro.

—Al menos intente hacerla regresar —pidió el hombre—. En sus cuentos siempre da resultado. No me queda otra salida, usted es mi última esperanza.

—Está bien —le dije—, lo voy a intentar.

¿Qué otra cosa podía hacer?

Díganme ustedes.

El rostro del hombre, en ese momento, fue la imagen más triste que había visto en mi vida, y mira que he digerido películas soviéticas sobre la guerra, la desesperación y la angustia. Nada era comparable con aquella tristeza casi sólida, que le bajaba por los ojos y caía sobre las frías losetas del suelo.

Abrí la novela de Mac Bartley. Seguí las instrucciones. Dibujé los símbolos sobre el suelo. Recité en voz alta las frases en latín y desde el fondo de la cocina comenzó a perfilarse la imagen de una mujer muy pálida, que, rodeada de un áurea violeta, se acercaba al centro de la sala.

El viejo intentó abrazarla pero la mujer lo detuvo:

—Ya estoy cansada de esta miseria —dijo con una voz que parecía salir de un lugar que no era su garganta—, estoy aburrida de regresar cada noche y ver que no has avanzado. Allá arriba me han hecho varias propuestas.

—¿De qué hablas? No me puedes abandonar así.

—Sí que puedo, ¿quién me lo impide? —dijo la mujer mientras comenzaba a desdibujarse.

—El Santo Matrimonio.

Hasta que la muerte los separe, ¿acaso no recuerdas esa frase?

El viejo estaba fuera de quicio, agitaba las manos y daba patadas sobre el suelo. La mujer ya había desaparecido de la cintura hacia abajo

—Tú tienes otro tipo, eso es lo que pasa. ¿¡Quien coño es el que te hace propuestas allá arriba!?

—Una persona maravillosa —dijo la mujer, quien, debemos reconocerlo, actuaba como una perfecta hija de puta—, un tipo que se hizo millonario escribiendo novelas de Fantasía y Ciencia Ficción, uno que me puede dar todos los gustos.

Pensé de repente en cuáles podrían ser los gustos de un fantasma. ¿Acaso hay hoteles, tiendas y restaurantes en el otro mundo? A lo mejor la mujer se refería a gustos más simples, o quizás más complejos, a gustos de fantasmas.

—¡Dime el nombre que lo mato! ¡Dime el nombre que lo mato, coño!  —gritó fuera de sí, amenazando al aire con los puños cerrados.

—Se llama Steve Mac Bartley y no lo puedes matar, estúpido, porque ya está muerto.

—¡Pues lo mato de nuevo! —grito— ¡Y aquí no te quiero ver más! —pero ya la mujer había desaparecido, solo quedó en el aire el color violeta que se disolvía entre el polvo y los rayos del sol que entraban a través de los resquicios de la madera en la pared.

Yo mantuve silencio hasta que el viejo comenzó a caminar de un lado al otro de la habitación rumiando ofensas contra Mac Bartley. Soporté que lo llamara cabrón, oportunista y desgraciado, tenía que entender la situación en la que se encontraba, a nadie le gusta que lo cambien por otro, ni siquiera si ese otro es Mac Bartley.

Lo que no pude soportar fue que intentara obligarme a traerlo de vuelta, para verlo de frente y cagarse en su madre.

Como me opuse, agarró la novela que en un descuido se me había caído al suelo y amenazó con despedazarla si continuaba negándome. Yo me crucé de brazos, le dije que el juego había terminado y que no podría convencerme de convocar a ningún otro fantasma.

Pensaba, aún bajo esas circunstancias, que nadie, ni siquiera él, sería capaz de destrozar una novela de Mac Bartley. Por eso en cuanto comenzó a arrancarle las hojas, lo tomé por el cuello y forcejeamos a muerte.

El viejo era más fuerte de lo que yo pensaba. Tanto, que para salvar mi pellejo, y de paso la novela, me arrastré hasta la mesa, tomé el fusil y le pegué un tiro en medio de la frente.

Ahora ya conocen la historia, no me vuelvan a preguntar por qué he dejado de asistir a los Talleres. Asumir el estilo de Mac Bartley para escribir esta novela lleva mucho tiempo, al fin tengo una historia de peso, una historia excepcional.

No puedo asegurarles que la terminaré dentro de poco, me gusta escribir en el parque, alrededor de las diez de la mañana, cuando hay sombra, silencio y los gorriones revuelcan sus alas en el polvo de la acera; el problema es que siempre que decido escribir la primera línea, y sabemos lo importante que es la primera línea en cualquier obra literaria, un viejo envuelto en un áurea violeta se sienta a mi lado, abre el periódico, carraspea con fuerza, y dice:

—Parece que va a lloviznar, puedo oler el agua en el viento.

Yonnier Torres. Placetas, 1981. Sociólogo y narrador.

Egresado del XI Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Tiene en proceso de edición los libros de cuentos Delicados procesos (Premio Luis Rogelio Nogueras de Ciencia Ficción, por Editorial Extramuros); Elementos comunes (Premio Félix Pita Rodríguez de Narrativa, por Editorial Unicornio); Esto funciona como una caja cerrada (Premio Calendario 2011, por Casa Editora Abril); y la novela Clavar los ojos al cielo (Premio de Novela Fernandina de Jagua 2011, por Editorial Mecenas).