Policial

Serie Misterios

Misterio en Nueva York

Misterio en Nueva York
Misterio en Nueva York

2. ACECHADOS EN MANHATTAN

—Hace frío —dijo Alitzel, subió la cremallera de su colorida chaqueta, y disfrutó como algo casi personal la decoración navideña del conjunto de edificios del Rockefeller Center. Se habían detenido ante la escalinata que descendía hasta la pista de patinaje, donde algunas personas practicaban sus habilidades con los patines y otras sólo se divertían mientras trataban de mantenerse en pie en medio de resbalones y risas nerviosas.

—Vamos a desayunar aquí —sugirió Barry, y señaló para la puerta del Rock Center Café cercana a la pista, justo cuando les pasó por el lado un joven alto, delgado y desgarbado, con un indómito mechón de pelo sobre la frente, y entró a la cafetería.

—¿Viste, Ras? —dijo Alitzel mientras halaba la manga del abrigo de Rasmey —. Ése es el chico que te sonrió en el elevador del hotel. Le gustaste y nos siguió.

—Siempre inventando enamorados. No quiero que se fijen en mí.

Habían conocido al joven muy temprano esa mañana cuando salieron de la suite que ocupaban y se dirigían al vestíbulo con Vicky, quien iba a dedicar el día al principal motivo del viaje: el noticiario para el que trabajaba la había enviado a realizar un reportaje sobre refugiados. En el ascensor, a Rasmey se le había caído el pañuelo de cabeza y el joven lo recogió y se lo entregó, con una sonrisa que los abarcó a todos. 

Antes de abandonar Times Square, los chicos habían disfrutado el naciente movimiento urbano de vehículos y turistas bajo las múltiples pantallas lumínicas gigantes que cubrían las fachadas de los edificios. Pero Wambo se había sentido intranquilo. Desde que hacían fotos en la escalinata roja, presintió que alguien los vigilaba. Conservaba intacto el instinto que desarrolló en su infancia, cuando percibir a tiempo un peligro era la diferencia entre la vida y la muerte. 

Ante la catedral de San Patricio, dedicada al santo patrón de los irlandeses, a los cuatro les había resultado curioso que, a pesar de sus torres alargadas en busca del cielo, se percibía pequeña rodeada por modernos rascacielos. A Wambo, la tensión lo había seguido dominando hasta que cruzaron la Quinta Avenida y Rasmey abrió los brazos y anunció:

—Éste es el Canal de los Jardines. Estamos en el Rockefeller Center. 

Ante ellos, enmarcado entre dos edificios, se abría un amplio pasillo con estanques de vistosas flores y estatuas de las que brotaba el agua, flanqueados por decenas de ángeles de cristal con trompetas de bronce para anunciar la Navidad. Al entrar ahora al Rock Center Café, los muchachos se frustraron porque no había mesas vacías cercanas a la pista de hielo. El joven del rebelde mechón de pelo se percató y, moviendo una mano, los invitó a que se sentaran junto a él. Alitzel caminó hacia la mesa, y a sus tres hermanos no les quedó más remedio que seguirla. 

***

Oleg caminó junto a la baranda de la pista de patinaje. La orden era precisa: si Yuri hablaba con alguno de sus familiares de Nueva York, sería su sentencia de muerte. Eso le había dicho Rasputín, quien todo lo hacía bien: lo mismo cuando quemaba un establecimiento de alguien que se negaba a pagar como cuando cosía a puñaladas a un rival. 

***

Se quitaron los abrigos y los colocaron en el respaldar de sus sillas. Esa mesa les permitía disfrutar la inmediata pista de patinaje. El joven les dijo que se llamaba Calixto García, era de San Antonio, y venía a pasar un examen de ingreso en New York University.

—Y ustedes… —inició Calixto, invitándolos a contarle.

Barry hizo las presentaciones:

—Wambo, Rasmey, Alitzel… Barry. Vivimos en Miami. Somos hermanos —dijo, y Calixto mostró sorpresa.

Alitzel le explicó que Vicky había ido a California a reportar un ataque terrorista y terminó adoptando a Barry. La recogió a ella de bebé al morir sus padres en el tren La Bestia, en México. A la periodista la secuestraron en el Congo, y a Wambo le ordenaron custodiarla, pero acabaron escapando los dos. Y Vicky reveló una red de esclavitud en Tailandia, y después conoció a Rasmey, que había quedado huérfana.

A Wambo no le agradó que su hermanita contara intimidades familiares a un extraño pero más aún se molestó cuando, después que Calixto dijera que quería conocer Nueva York, pero temía perderse, Alitzel lo invitó a pasear con ellos. 

***

Apostado tras una columna en la entrada a las tiendas de The Concourse, Oleg acechaba a través del ventanal del Rock Center Café. Rasputín le había indicado: “Si te doy la orden, tienes que borrar esa amenaza del modo más discreto posible, como si fuera una operación quirúrgica. Yuri podría tener un accidente. A los otros los eliminamos sólo si fuera necesario”. 

***

A Wambo, la duda se le convirtió en certeza: un hombre los vigilaba. Se ocultaba por momentos tras una columna, a la derecha de la dorada estatua de bronce de Prometeo, custodiada por chorros de agua, Era rubio, de pelo muy corto, altísimo y fornido: su rostro le pareció conocido, pero no pudo recordar de dónde. Wambo se inclinó en la mesa hacia Barry. 

—Mira con disimulo hacia la entrada a las tiendas. Aquel grandullón rubio nos está siguiendo.

Barry distinguió enseguida al hombre.

—Nunca antes lo he visto —aseguró.

Rasmey señaló hacia los edificios que se erguían más allá de la pista de patinaje.

—De aquí podemos ir al mirador del Empire State para ver toda Nueva York —dijo.

Barry pensó que en el mirador habría mucho frío. Se volvió hacia su abrigo, sobre el respaldar de la silla, y se percató de que la tela estaba rasgada y faltaba el broche. ¡Lo habían arrancado! Pero, ¿por qué alguien querría robar ese pasador de latón, sin valor alguno?  

Abrió el móvil y buscó fotos del cofrecillo que le habían dejado sus padres con unas pocas joyas y otras pertenencias. Vicky lo mantenía en una caja de seguridad de un banco y sólo lo había sacado por unas horas cuando él cumplió diez años. Ese día, quedó maravillado por el broche con forma de mariposa y desde entonces lo llevaba prendido a su ropa.

***

La estatua de La Doncella ante la escalinata de descenso a la pista de patinaje servía de atalaya a una mujer que apenas ocultaba su cabello largo y negro bajo su boina y su abrigo azul celeste. Tenía enfocado su minitelescopio hacia Oleg. Por momentos movía el lente hasta el ventanal del Rock Center Café, y veía divertirse a los muchachos mientras se hacían fotos. Por unos segundos, abandonó su vigilancia y escribió en su móvil: “El Guerrero sigue vigilando a los cachorros”. Después que envió el mensaje, volvió a alzar el minitelescopio. 

***

Caminaban por la Quinta Avenida y contemplaban cómo el sol parecía oro en los cristales de los rascacielos. Barry sólo pensaba en el broche, y decidió contarle a Wambo.

—Alguien me robó el broche —le confió, y le mostró el abrigo rasgado.

Wambo señaló unos zapatos en la vidriera de una tienda pero en realidad aprovechó sus movimientos para lanzar una mirada alrededor, hasta que detectó al rubio: a menos de media cuadra de distancia, contemplaba la fachada de un edificio. El hombre se pasó por sus cortos cabellos una mano a la que le faltaba un dedo, y como un flashazo, a Wambo le vino el recuerdo del gigante que tropezó con él en el aeropuerto: el mismo gesto, la misma mano mutilada.

—Allí está —le dijo a Barry—. Seguro que fue él.

—No —rechazó su hermano—. Nunca estuvo cerca de nosotros.

Wambo aceptó que Barry tenía razón, y ambos se apuraron para alcanzar a sus hermanas y a Calixto, que ya entraban al Empire State. 

***

Desde la tienda de suvenires en la acera opuesta al Empire State, Oleg estaba convencido de que los muchachos ni imaginaban que él los acechaba.  El gigante no tenía ni idea de que una mujer de boina azul que leía el menú del McDonald´s aledaño a la tienda, lo vigilaba. La mujer estaba muy lejos de saber que un hombre con gorra y bufanda que acababa de entrar al Empire State se había percatado de que Oleg espiaba a los muchachos y ella al ruso y a los chicos.

***

El brilloso mármol marrón y dorado del vestíbulo deslumbró a Rasmey.

—¡Parece que estamos en los años treinta! —dijo, justo en el momento en que Wambo recordó que alguien había tropezado ligeramente con la silla de Barry en el Rock Center Café: un hombre con una gorra y una bufanda. 

Subieron una escalera mecánica, hicieron una larga fila para comprar los boletos y un primer ascensor los llevó hasta el piso 80. Mientras en su tableta Rasmey les leía a Alitzel y Calixto que los 102 pisos del Empire State se construyeron en sólo catorce meses en 1931, Barry le mostraba a Wambo las fotos que hizo en el Rock Center Café. En una de ellas se veía, sentado en una mesa cercana, a un hombre con una gorra gris y con una bufanda que casi le cubría el rostro.

—¡Ése tropezó con tu silla! —aseguró Wambo. 

Barry se sorprendió al comprobar que el hombre tenía un ojo color ámbar y el otro azul. De nuevo se preguntó para qué alguien querría un broche que sólo tenía un valor sentimental. 

Entraron al segundo ascensor y, antes de que se cerraran las puertas, Wambo miró afuera y se cercioró de que el rubio fornido no estaba entre el centenar de personas que los seguían en su recorrido hasta la plataforma de observación. El elevador se abrió en la planta 86, y los muchachos se sintieron frustrados. El mirador que rodeaba la azotea y permitía que la vista se perdiera en el horizonte hacia los cuatro puntos cardinales estaba atestado de turistas.

Pero un minuto después, Rasmey, Alitzel y Calixto aprovecharon que alguien se apartaba y ocuparon un espacio que les regaló el maravilloso panorama del sur de Manhattan, estrechándose hasta la unión del East River con el río Hudson. Rasmey hizo fotos del One World Trade Center, la Estatua de la Libertad y de extensas áreas de Nueva Jersey y de Brooklyn. Alitzel sintió vértigo al mirar abajo: los vehículos se veían diminutos en la ciudad que se extendía a sus pies.

Wambo se acercó al lado norte del mirador. Ante él, una colección de rascacielos empequeñecía a edificios que en cualquier otra ciudad serían gigantescos, hasta que el rectángulo verde del Parque Central aplanaba el paisaje. Pero el muchacho estaba más interesado en vigilar los ascensores para detectar a tiempo la llegada del rubio forzudo. En el lado este, Barry se hacía una selfie con los edificios MetLife, Chrysler y Naciones Unidas a sus espaldas, para enviársela a Leonor, cuando un hombre que usaba gorra y bufanda se inclinó hacia él. 

—Yuri —le dijo con voz queda.

—No, me llamo Barry —le aclaró el muchacho, pero al mirar al sujeto, descubrió que tenía los ojos de diferentes colores, y supo que era el ladrón—. ¡Oiga, devuélvame mi broche! 

El hombre extrajo de su abrigo una foto y se la mostró a Barry. Al verla, el muchacho se puso lívido. Eran sus padres, más jóvenes de lo que él recordaba. Pero Chester se veía rubio y Laura pelirroja. Barry estaba perplejo. 

—¿Por qué tiene una foto de mis padres? —preguntó.

—Me la dio Pavel —dijo el individuo, en un tono de voz casi afectuoso, y señaló a la foto.

—No. Es Chester Symms, mi padre, y mi madre Laura —aclaró Barry, pero volvió a mirar la foto, intrigado—. ¿Por qué tienen sus cabellos teñidos?

—Tu padre se llama Pavel Klimov, es ruso, y tu mamá se llama Tamara, y es ucraniana. —Y preguntó, sin poder ocultar su preocupación—: ¿Dónde están?

Barry no podía aceptar lo que acababa de escuchar sobre sus padres, pero la foto lo había conmocionado y decidió decir la verdad:

—Murieron.

El hombre recibió la noticia como un golpe: se tambaleó y estuvo a punto de caer. Barry se apresuró a sostenerlo. No entendía lo que ocurría, pero se compadeció de esa persona que se había afectado tanto al enterarse de la muerte de sus padres.

—¿Usted los conoció?

El hombre se esforzó por recuperar la compostura. 

—¿Cómo murieron? —preguntó.

Barry nunca había hablado con nadie, menos aún con un extraño, sobre la muerte de sus padres. Pero sintió un raro impulso y le respondió:

—En un atentado terrorista.

El hombre palideció de repente.

—¿Capturaron a los culpables? —preguntó.

—No, pero junto a los explosivos hallaron panfletos de extremistas islámicos.

—¡No fue terrorismo! —aseguró el hombre, con total convicción, y a Barry le pareció percibir mucho miedo en su mirada—. Lo hicieron ellos, en venganza. A tus padres los asesinó la Mafia Odesa.

Misterio en Nueva York – Rodolfo Pérez Valero – Policial

Rodolfo Pérez Valero. La Habana, 1947.

Su novela No es tiempo de ceremonias (1974) ganó el Concurso Aniversario de la Revolución y lo convirtió en una de las principales figuras del policial cubano de esa época. Repitió lauros en ese concurso en los géneros de Cuento, con Para vivir más de una vida (1976); y de Teatro, con Crimen en Noche de máscaras (1981). Publicó, además, las novelas Confrontación y El misterio de Las Cuevas del Pirata; y los cuentos de Para vivir más de una vida y Descanse en paz, Agatha Christie. En La Habana de 1986, participó en la reunión (junto a otros seis autores) donde se fundó la Asociación Internacional de Escritores Policiacos (AIEP) y la revista Enigma, devenida órgano de la AIEP. Hombre de teatro, por dos décadas integró el célebre grupo teatral Rita Montaner y creó para la escena obras para adultos (Tobita y Estación de cambio) y niños (El rey Tragamás y Los apuros de Popito). Cuando se volvió asiduo a la Semana Negra de Gijón, se agenció el Primer Premio de Cuento de ese evento por cinco ocasiones (1990, 1993, 1996, 2006, 2009). Paco Ignacio Taibo II lo llamó “el gran cuentista del neopolicial latinoamericano” y quedó demostrado al aparecer el volumen recopilatorio Un hombre toca a la puerta bajo la lluvia (2010). Tras fijar residencia en Miami, trabaja en la televisión hispana de Estados Unidos y se hizo Máster en Español por la Universidad Internacional de la Florida. Con la novela Habana Madrid (2012) se alzó con el Premio Internacional Voces del Chamamé, de Asturias; y luego emprendió una serie de novelas policiales de corte juvenil con los títulos Misterio en el Caribe (2015), Misterio en Venecia (2016), Misterio en Nueva York (2017). En 2019 lanzó su más reciente novela, La noche que te regalé París (2019).