Ciencia Ficción

Mute

Ricardo agarró la mochila y abrió la puerta de la tienda de campaña, tratando de no rozar a Laura, su esposa, quien yacía a su lado, profundamente dormida. La mujer, boca arriba, tenía el rostro delgado y pálido vuelto hacia él, y su torso semidesnudo bajaba y subía lentamente, de forma casi imperceptible. Por un momento, lo abrumó el deseo de acariciarlo, pero logró contenerse.

Casi a regañadientes, giró con cuidado y salió de la tienda. Afuera soplaba un viento frio, sostenido, que arrojaba columnas de polvo hacia arriba, opacando a ratos el brillo de la luna que relucía en un cuarto creciente inmenso, iluminando con suaves destellos amarillos el valle de Enoch.

Ricardo volteó la cabeza y echó una última ojeada a su esposa, luego cerró la puerta, se levantó, sacudió suavemente sus botas y ropas, y se colocó la mochila a la espalda. Se estiró con fuerza, y comenzó a caminar, sintiendo el pomo de agua chocar contra el pomo de refresco, el paquete de carne, las frutas y el minidisco de comunicación.

Con paso seguro, típico del que se siente cómodo recorriendo un camino ya conocido, fue sorteando los ocasionales escapes de gases que alteraban los contornos del sendero, otorgándole una cualidad fantasmal, como si decenas de espíritus tratasen de salir de las profundidades de la tierra.

Qué desperdicio de dinero, pensó por enésima vez, contemplando el desolado panorama, resultado de un increíble terremoto —9,8 en la escala de Richter— que una y otra vez volvió de revés varios miles de kilómetros, dejando irreconocible el valle de Enoch y, de paso, la zona de excavaciones ubicada en la extinta ciudad de Cerusa.

Reducida a escombros durante la última guerra, Cerusa —uno de los centros europeos productores de tecnología de punta más importantes durante casi nueve centurias— se había convertido en la presa predilecta de varias generaciones de arqueólogos enfebrecidos por el ansia de obtener fama y fortuna. Luego de ser hurgada hasta la saciedad por más de dos siglos, la urbe fue abierta al público hasta que el terremoto reavivó el interés de la comunidad científica. Quién sabe, dijeron, lo que pudo haber emergido de las entrañas de la tierra.

Así que se revocaron los permisos de visita a civiles, lo que originó que Laura —quien, además de historiadora de profesión, era descendiente directa de cerusianos— pusiese el grito en el cielo, ilusionada como estaba con pasar parte de su luna de miel en la tierra de sus antepasados.

Será como tú quieres, le prometió Ricardo, y movió sus conexiones; nacidas de pertenecer a los Viterbo, regentes de una de las cuatro compañías de construcción más importantes de Europa. Una semana después les llegaron los permisos, diligentemente firmados por el Consejo de Nacea, autorizándolos a permanecer cuatro semanas en Enoch.

Esa “deferencia”, desencadenó titulares en la prensa mundial acerca de que pasaban los siglos y continuaban existiendo privilegiados, a quienes había que complacer incluso cuando deseaban copular teniendo de fondo las ruinas tricentenarias de una ciudad.
Laura no se preocupó por esos comentarios, y añadió leña al fuego al difundir un video de su llegada a Enoch, en el que —con gesto teatral—, le decía a Ricardo: estamos viendo lo mismo que contemplaron los sobrevivientes de la guerra.

Semejante gasto de dinero para esto, fue lo único que le pasó por la cabeza a él, cuando descubrió el desastre provocado por el terremoto. Pero se limitó a sonreírle a la cámara, y se armó de paciencia con vistas a soportar el aburrimiento por venir, seguro de que Laura —coleccionista obsesiva—, dedicaría los días a explorar la zona en busca de artefactos primitivos.

Y no se equivocó, pues la mujer se embarcó en una búsqueda demencial, que iniciaba apenas amanecía, y que en las noches la hacia caer rendida, ajena al deseo que su cuerpo le provocaba. Es mi oportunidad de hacer un gran descubrimiento, respondía una y otra vez a sus reproches.

Así que el aburrimiento y el resentimiento se le fueron acumulando hasta que una semana después, cerca de medianoche, salió de la tienda a dar un paseo; para tratar de disipar la calentura que le provocaba tener a Laura a su lado, durmiendo plácidamente, mientras ignoraba sus necesidades.

Deambuló durante lo que le parecieron varias horas, hasta que cerca del lecho seco de un rio le sorprendió un agudo sonido intermitente, y luego de comprobar que no había otras personas en la zona, se encaminó hacia la fuente del ruido. Tuvo que internarse en un bosquecillo cercano ―intacto de puro milagro―, y de pronto, junto a la boca de una cueva, fue deslumbrado por el brillo verde que despedía un artefacto que sobresalía de la tierra removida.

Se acercó, y luego de que un sondeo le informase que el objeto no parecía peligroso, comenzó a desenterrarlo con sumo cuidado. Veinte minutos después, enfangado hasta la coronilla, y cansado a mas no poder, tuvo ante si lo que parecía ser un robot de forma ovoide, de metro y medio de altura, por un metro de espesor, protegido por tres cubiertas superpuestas, que resistieron sus esfuerzos por desplazarlas. Hubiese estado intentándolo durante varias horas mas, pero justo cuando trató de levantarlo, dado que era increíblemente liviano, lo sorprendió una voz metálica.

―¿Quién eres tú? ―había emitido aquello.

―Ricardo ―respondió, pese al sobresalto que le había disparado el corazón en el pecho.

―Eres afortunado por haberme encontrado ―afirmó aquello, y Ricardo miró a su alrededor antes de responder:

―¿Por qué?

―Soy un modificador universal tiempo-espacio.

―Un mute ―resumió él, sobreponiéndose al escalofrío que lo recorrió al escuchar el nombre.

Creados durante el siglo XXXVII, los mutes eran dispositivos semibiológicos que permitían acceder a secuencias de sucesos no acaecidos en el espacio-tiempo conocido. Según una de las dos teorías mas aceptadas, entre las innúmeras propuestas, el nuestro era uno de los infinitos espacio-tiempo existentes, y los mutes abrían una ventana a esos universos. La otra teoría, menos popular, insistía en que lo que veíamos a través de esos dispositivos eran universos en potencia, recreados para nosotros, y que mediante distorsiones en la materia se tornaban reales; o mas bien, uno de ellos se tornaba real, pasando el nuestro, el original, a existir solo en potencia.

Lo cierto es que el uso de una versión controlada de los dispositivos se popularizó, permitiendo visualizar esos otros universos, reales o fingidos, distinción que a los usuarios no les importaba. Causaron tal adicción en miles de millones de personas ―quienes prefirieron contemplar esas alternativas a vivir en este mundo, tal y como era―, que se llegaron a prohibir en la mayoría de los países.

Sin embargo, correspondió al siglo XXXVIII llevar la peor parte en lo que al uso de los mutes se refirió, adquiriendo, gracias a ellos, el sobrenombre de el siglo que los abarcó todos, luego de que el Gobierno de Hile del Oeste, ―dirigido por una coalición liderada por extremistas de la Iglesia de la Humanidad Eternamente Viva―, usase varios dispositivos no controlados para resucitar, a falta de palabra mejor, a los fallecidos en un accidente local, justificándose en el derecho a salvaguardar la vida humana de los daños resultantes de fallos tecnológicos. No pueden considerarse muertes naturales, señalaron.

El hecho sirvió de excusa para que otros gobiernos, a lo largo y ancho del planeta, se arrogasen atribuciones similares, hasta que la Patrulla Temporal Internacional se vio obligada a pasar, mediante un reclutamiento y entrenamiento intensivo, de ser una fuerza de vigilancia y disuasión a un ejército activo que se ocupó de revertir todas y cada una de esas “correcciones”, a las que la Corte Internacional de Justicia falló como ilegales.

El resultado: una guerra que duró veintidós años y sumió a buena parte del mundo en un caos absoluto. Al final, habían sido anulados alrededor de quince mil millones de seres humanos; se había prohibido, bajo pena de muerte, la corrección de cualquier suceso, de la índole que fuese, y llevado a cabo la destrucción de los dispositivos mute. No todos, evidentemente, razonó Ricardo.

―Creí que no quedaba ninguno ―dijo, y por un momento pensó en echar mano al minidisco de comunicación y marcar la secuencia de contacto de Laura, pero desechó la idea, seguro de que podía arréglaselas solo.

―Parece que soy el último ―explicó el mute―. Hace mucho que no percibo oscilaciones espacio – temporales.

―¿Cómo lograste sobrevivir?

―Mi creador me envió a esta época poco antes de ser ultimado.

―Vaya. ¿Y qué puedo hacer contigo? ―dijo Ricardo, conmocionado.

―Fui programado para obedecer a quien esté dispuesto a sacrificar a la persona que mas ama ―reveló el mute.

―No entiendo ―confesó Ricardo.

―Puedo corregir los sucesos que me señale la persona que esté dispuesta, a cambio, a perder a quien ame por encima de todas las demás personas.

―¿Por qué decidiste eso?

―Yo no, mi programa.

―Ya, y en realidad el capricho de tu programador.

―Bueno, puedes decirlo así ―concedió el artilugio―. ¿Estás dispuesto?

―No podría sacrificar a las personas que amo para corregir nada ―negó Ricardo.

―No a las que amas ―rectificó el mute―, a la que mas amas. Ahora.

―¿Cómo sabrías si la que te menciono es esa? ―se le escapó.

―Estoy habilitado para realizar un escaneo de tus emociones y determinar tu sinceridad ―replicó el mute, y Ricardo se encogió de hombros.

―Estoy de luna de miel ―reveló―. Tomé unas semanas libres para disfrutar de mi esposa ―añadió, y la imagen delicada de Laura se le atravesó en la memoria, embriagándole con el recuerdo de su sabor rotundo, entreverado por la frustración acumulada durante la última semana.

―Entonces sería tu esposa ―interrumpió sus pensamientos el mute, y Ricardo tuvo el impulso de alargar la mano, tomar una piedra y golpear aquella cosa. Si hubiese sido un hombre religioso, si hubiese tenido alguna noción de lo que eso era, la habría tildado de demoníaca, de ser un aparato tentador empeñado en condenar su alma. Pero amparado por su ignorancia, lo único que cruzó por su mente fue que el robot se burlaba de él―. Quizás ―continuó el mute, ignorando el caos mental de su interlocutor―, desees ver tus otros presentes, y correspondientes futuros, en este mundo.

―¿Cómo? ―preguntó, sin poder evitarlo, y el artefacto osciló, descorriendo una de sus cubiertas, y revelando debajo una pequeña pantalla.

―¿Sabes? ―señaló el mute―, todo existe al mismo tiempo. Pero ustedes, por su naturaleza, viven encadenados a una única serie de sucesos, sin poder alterarlos. Yo puedo mostrarte los demás. Para que sepas, exactamente, en que secuencia deseas vivir. Y sin costo alguno ―agregó.

Se demoró un momento en asimilar esa información. Siempre se había sentido más que satisfecho con su vida, y en estos momentos le parecía inmejorable, pero, ¿acaso podría haber algo que la superase? En fin de cuentas, solo seria un vistazo, o dos, le susurró una vocecilla nacida de su interior. Que puede tener de malo, siguió esa vocecilla, conocer lo que podría haber sido, lo que podría ser. Cierto, se dijo, aceptando el diálogo consigo mismo, y se acercó mas al aparato. Quizás, pensó, la verdadera causa de que fuesen proscritos era que le daban a cada cual la posibilidad de vivir la vida más perfecta que concebirse pudiera, y fue esa idea la que le hizo decidirse.

―Muéstrame mis futuros ―pidió.

Y el mute lo hizo. Una y otra vez, porque que mortal puede resistirse a ver cada variante posible de si mismo. Permaneció esa noche, y las diecinueve siguientes, luego de que Laura se dormía, contemplando las visiones del mute. Visiones de alegría, horror, misterio, felicidad, melancolía; todas y cada una, tenuemente al principio, más poderosamente después, empañadas por la agonía de saber que su luna de miel debía acabar y abandonaría ese lugar.

Esa agonía se filtró en sus gestos y expresiones durante el día, volviéndose una sombra que impregnó a su esposa de un desasosiego nacido de escucharle decir que todo iba bien, justo como lo soñaba, mientras pasaba las horas con la mirada perdida en el horizonte, a ratos feliz, a ratos triste, murmurando incoherencias, como quien rememora lo que nunca ha sido, pero que ha visto en un sueño.

Tres noches antes, desesperado, había insinuado al mute la posibilidad de llevárselo consigo. Ante su negativa le pidió que al menos lo devolviese al momento del primer encuentro, pero tampoco accedió. No lo permite mi programa, explicó el artilugio.

Así que esa noche, cuando como todas se arrodilló en la entrada de la cueva y tocó al mute, activándolo, lo hizo con la conciencia de que era el último encuentro. Estaba tan ensimismado, que solo cuando sintió una mano en su espalda, se percató de que no estaba solo.

Cuando volteó, Laura lo contemplaba.

―¿Qué haces con eso? ―preguntó la mujer, a medio camino entre el desconcierto y la exasperación.

Ricardo miró fugazmente en dirección al mute, mientras negaba con la cabeza.

―Nada ―atinó a responder.

―¿Nada? ―inquirió ella y se le acercó, hasta que el espacio entre ellos fue mínimo―. Eso es un mute ―dijo―. ¿Estás loco?

Él retrocedió hasta que las ramas de los árboles del bosquecillo lo detuvieron.

―Lo uso ―tartamudeó.

―¿Para qué? ―preguntó ella, y cuando él se lo contó quedó horrorizada.

―¿Es que no sabes que aficionarse a los mutes desencadenó la peor guerra de la historia humana? ―musitó―. No hay droga que supere eso, y este es el peor ―afirmó, señalando al aparato―es como uno de esos djins de las leyendas que fastidiaban tu existencia tergiversando tus deseos, o como los aparecidos que a cambio de un tesoro pedían la vida de un familiar.

―Es solo un entretenimiento ―balbuceó él, y Laura lo apartó de un empujón, quedándose frente al mute.

―Debemos reportarlo ―dijo, y alzó su minidisco de comunicación, justo para ser detenida por el impacto del cuerpo de Ricardo contra el suyo.

Cayeron entremezclados sobre la tierra seca, forcejeando como enemigos encarnizados; ella, con el ansia de borrar la tentación del mute de la vida de ellos; él, tratando de alargar ese influjo hasta quedar completamente saciado. Pelearon hasta que las razones se desvanecieron, y solo quedó, en ella y él, la furia de imponerse; una furia que estalló cuando Ricardo apresó con la mano izquierda la cabeza de Laura contra la tierra y enarbolando con la derecha una piedra, destrozó a golpes el cráneo de su esposa. Luego, se echó a un lado, aspirando y expulsando el aire con la intensidad de un asmático, mientras los fragmentos de la cabeza de Laura brillaban rojos a la luz de la luna.

―¿Quieres que la recupere para ti? ―dijo el mute, atravesando la bruma de perplejidad en que se hallaba sumido. Lo miró, parpadeando, hasta que las palabras pronunciadas por el aparato adquirieron sentido.

Sintió el impulso de gritar que si, pero en vez de eso otras palabras brotaron de su boca:

―Enséñame que ocurre después de que la recuperas ―pidió, y se quedó mirando, gran parte de la noche, las distintas variantes.

A esa petición siguieron otras: ¿Qué ocurría si la dejaba muerta? ¿Era descubierto su crimen? ¿Qué pensaría su familia? ¿Sus amigos? ¿Qué posibilidades tendría de volver a ser amado? Casi al amanecer, cuando se detuvo el flujo de imágenes, se levantó y el mute reiteró su ofrecimiento:

―¿La recupero para ti?

Se quedó meditando la pregunta, como si fuese la primera vez que la escuchase; y decidido, sin dolor, culpa o remordimiento alguno, respondió, mientras se ponía la mochila:

―No, ya me sé esas vidas. Hasta mañana, Hill.

―¿Hill?

―Necesitas un nombre ―afirmó.

―Entiendo.

―Hasta mañana, Hill ―repitió, mirándolo a medias.

―Hasta mañana, Ricardo ―respondió el mute, y se apagó hasta la próxima noche.

Yunieski Betancourt. Yaguajay, Sancti Spíritus, 1976. Narrador.

Máster en Sociología por la Universidad de La Habana, con especialidad en Sociología de la Educación. Ha publicado el libro Los rostros que habita (Editorial Emooby, Portugal, 2011). Ha obtenido Premio en el Concurso Mabuya de Literatura, 2011 (categoría de Autor Aficionado) y en el II Concurso de Cuento Oscar Hurtado, 2010 (género Fantasía), así como Primera Mención en el III Concurso de Cuento Oscar Hurtado, 2011 (Ciencia Ficción). Resultó finalista en el IX Certamen Internacional de Microcuento Fantástico miNatura, 2011 y en el Concurso Mabuya de Literatura, 2012 (categoría de Autores no Profesionales). Textos suyos han aparecido en las revistas La isla en peso, La Jiribilla, Axxón, miNatura, NM, Papirando, Almiar, Korad, Aurora Bitzine, Letralia y Otro Lunes. Fue incluido en Al este del arco iris: Antología de Microrrelatistas Latinos (Spanish Edition, Latin Heritage Foundation, Estados Unidos, 2011). Labora como profesor y es miembro de la Red Mundial de Escritores en Español (REMES).