Narrativa

El galán de las lechugas

Mi empate con el ángel claroscuro ha estremecido a la fauna cuyo hábitat principal se reparte entre El Antro, La Marquesina y el Parque. Yo los tenía acostumbrados a darme mi jebita linda a menudo. O linda o riquita, o inteligente, o de moda. Vaya, jebitas de esas que marcan puntos. A veces incluso me daba jebas que combinaban un par de cualidades. Linda y de moda, inteligente y riquita. Pero es que el ángel claroscuro lo tiene todo. Es en mujer el equivalente de un buen perro de raza. Y no estoy comparando a la mujer con un perro, no vaya a ser que empiecen a resingarme la vida las feministas. Para empezar, las mujeres me gustan y los perros no, además sería incapaz de acostarme con una perra, ni siquiera con una gran danesa o una pastora alemana, tampoco me gustan las extranjeras. Y mucho menos vayan a acusarme de xenofobia, que en este país nunca se sabe cómo quedar bien. Me refiero a que el ángel claroscuro es preciosa de cara, bien proporcionada de cuerpo, con un pelo largo, lacio y sedoso, de piel suave y brillante, cualidades que posee cualquier buen perro de raza. A esto se une una clara inteligencia, un excelente sentido del humor y un exquisito gusto en el vestir, cualidades que no conseguiría el mejor perro de raza ni aunque viviera cien años, para tranquilidad de las feministas.

La prueba fehaciente de mi nuevo status la tuve nada más de entrar a la cafetería La Marquesina; me encontré ante el honor de que Ernesto y Emilio me invitaran a su mesa. Ernesto y Emilio, o Emilio y Ernesto, como también se les conoce, son dos individuos estrechamente ligados, como Simon and Garfunkel, Juan y Junior o Marx y Engels. Incluso, yo diría, tan estrechamente vinculados entre sí hasta casi convertirse en un solo individuo, como Arango y Parreño. Se les podía ver a cualquier hora del día o de la noche en cualquiera de los lugares citados, incluso a veces parecían estar en los tres a la vez. Uno salía de La Marquesina dejándolos allí y al llegar al Antro (por el camino más corto) ya ellos estaban. Salías del Antro para el Parque (también por el camino más corto) y te los encontrabas cómodamente sentados en un banco, debajo de un flamboyán. Parecían tener el don de la ubicuidad, como el buen Dios. Uno es licenciado en cultura física y el otro en economía, pero es evidente que no ejercen porque siempre tienen dinero. Son ambos altos, bien parecidos y elegantes, y siempre andan rodeados por un grupo de personas, hembritas y varoncitos, o las dos cosas a la vez, como suele suceder en Santa Clara. Yo nunca había sido invitado a su cortejo, hasta esa tarde en que para variar estaban solos.

—Maestro —me había llamado Ernesto cortésmente—, no hay ninguna mesa vacía, pero puede sentarse aquí con nosotros.

Agradecí, me senté y Emilio me preguntó qué quería tomar.

—Cualquier cosa —le respondí mirando con avidez la botella casi llena en la mesa.

—Cualquier cosa no —me aclaró Ernesto—. Y menos esa mierda en moneda nacional. Dígame qué le gusta tomar a usted.

—Bueno, si se trata de lo que yo prefiero, vodka con naranja.

—¡Henry! —gritó Emilio—. Un cañón de vodka y dos cajitas de jugo de naranja.

—De las grandes —añadió Ernesto.

—¿Y a qué debo yo tantas atenciones? —pregunté ya bastante intrigado.

—A nada, Maestro —me respondió Ernesto—. Sencillamente a que hemos coincidido en mil lugares un motón de veces y nunca habíamos tenido el placer de compartir.

—Mira, socio —me soltó Emilio mirándome a la cara—, hay una cosa que nos tiene locos a los dos. ¿Cómo coño usted se empató con el ángel?

Y ahí mismo fue cuando yo me paré con la botella cogía por el pico. Porque yo no seré el tipo más lindo del mundo, vaya, ni remotamente el segundo tipo más lindo del mundo, pero no me sale de la pinga que ningún comepinga me lo venga a decir en la cara. Además, si no soy lindo por lo menos tengo presencia y me sé vestir. Además tengo una tranca que cuando se para rinde por cuatro porque para que se baje hay que darle bastante jan.

—Me resingo en la madre de los dos. Eso si son hermanos, y en las madres de los dos si es que no lo son.

—Este tipo —le dijo Ernesto a Emilio sin inmutarse— hasta cuando se encabrona habla bien.

Ahí fue donde más me empingué, porque yo seré filólogo pero cuando uno es hombre no hay universidad que te eche a perder el código de la calle.

—¿Por cuál empiezo? —pregunté blandiendo la botella—. ¿O van a ser los dos a la vez?

—Maestro… —comenzó Ernesto.

—Maestro ni pinga, que yo a ti nunca te he dado clases.

—Compadre —intervino Emilio conciliador—, yo no quise ofender, discúlpeme.

—Siéntate, hermano —añadió Ernesto—. No hay ánimo de ofender. Lo que pasa es que lo mismo Emilio que yo le hemos entrado a esa mujer con todo lo que tenemos y ni caso nos ha hecho.

—No tendrán lo que tienen que tener —les respondí y por un momento me sentí Poeta Nacional.

En ese momento llegó Henry con el pedido y se quedó mirándonos.

—¿Van a consumir o se van a fajar? Pregunto pa saber si me llevo la botella y les traigo tres cuchillos. A mí me da lo mismo.

—Por mí no hay problema. Prefiero tomar —dije yo, totalmente calmado ante la simple presencia del vodka.

—Por nosotros tampoco —entonaron Ernesto y Emilio a dúo.

—Por mí menos que menos —cerró el concierto Henry mientras servía—. Sobre todo si dejan propina.

—Déjate de gracias que tú sabes que nosotros siempre te dejamos —le respondió Ernesto y le dio un billete grande. Hicimos una pausa mientras Henry se iba y mezclábamos el vodka, el jugo y el hielo.

—Yo te hacía la pregunta —volvió Emilio al tema después del primer trago— porque, sin que te vayas a encabronar otra vez, nosotros somos más bonitos que tú, manejamos un baro más largo, le dijimos lo que cualquier hombre le dice a una mujer y sin embargo la jeba nos dio el bate.

—Porque la cosa no está en qué se le dice sino en cómo se le dice.

—Eso debe ser —intervino Ernesto—, que tú tienes tremendas labia. Entre nosotros, socio, de hombre a hombre, dinos cómo fue esa muela.

—De hombre a hombre —le respondí mirándolo directamente a los ojos—, tú sabes que eso no te lo puedo decir. Si tú quieres tomamos, hablamos de jebas, de lo que tú quieras, pero de otra cosa que no sea eso.

Y así fue, porque entre caballeros cuando se habla de mujeres se puede mencionar el milagro pero no el santo, y como ellos ya conocían el santo yo no podía contarles cuál fue el milagro que me condujo hasta allá. Eso aparte de que no hubo ningún milagro, lo único que le dije fue que me parecía una persona muy especial y que por qué no comenzábamos una relación a ver qué pasaba. El primer sorprendido cuando me contestó que sí fui yo, pero eso no lo iba a confesar. La tarde con Ernesto y Emilio fue convirtiéndose en noche. Fue llegando cada vez más gente y apareciendo más botellas hasta que en un momento que no puedo precisar llegó el blackout, como siempre me sucede cuando tomo lo que me gusta: me quitaron el catao, me fui del aire.

Por eso hoy he amanecido así. Llevo no más de diez minutos despierto y ya el dolor de cabeza amenaza con hacerme estallar el cráneo, además tengo la boca pastosa, una sed de tres pares de cojones y deseos de vomitar. Por los síntomas saco la enfermedad: resaca, una de las peores. Una arqueada me tira contra el borde de la cama justo a tiempo para que el vómito caiga en el suelo y no en la sábana. Menuda sorpresa. ¡Trozos de jamón y queso! De esa parte ni me acuerdo. Parece que Ernesto y Emilio se la botaron. Le ronca la pinga, el tiempo que hacía que no comía jamón y queso y que no solo no recuerde haberlo disfrutado sino que ahora, además, lo vomite. Me parece que me están dando macetazos en la cabeza, pero no, es que están tocando a la puerta. Que se revienten, pienso. Pero entonces oigo la voz de Taíma llamándome y me tiro de la cama como un resorte, porque Taíma es una rubia de ojos oscuros con la que estoy en el ligue hace rato sin lograr nada y hoy viene a que yo con mis relaciones la embarque para Camagüey a pasar las vacaciones. Así que si no es hoy tengo que esperar dos meses. Le abro la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, como si ella fuera Alicia y yo el gato de Cheshire.

—¡Qué mal aspecto! —me dice y me empuja para entrar—. Y qué peste, ¿dónde está el vómito?

Se lo señalo y deja las cosas encima de la cama, busca la bayeta y un cubo y se dispone a secarlo.

—Ve tú a bañarte que yo me encargo de esto.

Bañarme acabado de levantar no me hace ninguna gracia. No soy como mi socio William, que cada vez que se emborracha se baña al levantarse. O sea, todos los días se baña al levantarse. La ducha fría, sin embargo, me hace bien, siento cómo se me van hasta las impurezas mentales, se me alivia el dolor de cabeza. Al terminar no solo me siento más fresco sino también renovado. Salgo todavía húmedo y envuelto en la toalla. Ya Taíma terminó y me espera sentada en la cama que también arregló.

—Taíma, amor —le digo con ternura y una fingida indiferencia mientras busco qué ponerme—, ahora mismo me visto y te acompaño a la Terminal de Ómnibus.

—¿Cuál es el apuro? —me contesta y algo en su voz me hace mirarla.

Tiene un brillito en los ojos que no le había visto nunca.

—¿Tú ves? Ahora sí pareces un ser humano —me dice y se me acerca hasta casi rozarme—, mmmh, qué olor más rico.

La abrazo y la beso fuerte en los labios. Hacía tiempo que estaba loco por besar esos labios gorditos y pálidos.

—Esto es un asalto, arriba las manos —le digo al oído, y cuando alza los brazos le saco el vestido de un tirón. Con el gesto se me cae la toalla y quedamos frente a frente, completamente desnudos los dos, como dos plátanos burros a la hora del almuerzo. Ella se queda con los labios entreabiertos y húmedos, mirándome la pinga, que comienza a hincharse y levantarse. Este es exactamente el momento preciso. Para estar a la altura de mi nuevo status como domador del ángel claroscuro, decido hacer las cosas por el libro, o sea, hacer las cosas como Dios manda. En estos casos Dios manda usar el Kamasutra, y este a su vez indica comenzar con sexo oral, pero como el sexo oral es para las intelectuales y Taíma apenas acaba de terminar el primer año de letras, lo que hago es empezar con una rotunda mamada.

Con ella acostada de espaldas con las nalgonas sobre el borde de la cama y mis manos levantándole las piernas me queda totalmente expuesta su peludita rosa, tierna, de un rosado pálido, con esas nalgas que le sirven de altar sin necesidad de almohada calzadora, porque Taíma es uno de esos raros productos denominado blanca con culo de negra. Empiezo con una lamida suave y de abajo hacia arriba. Después combino un movimiento circular de la lengua con breves y rápidas succiones de la perillita. Quince minutos más tarde llega el momento de pasar a succiones profundas y continuadas combinadas con pequeñas mordiditas y rápidas sacudidas de cabeza mientras las manos, de las corvas, pasan a acariciar y pellizcar las tetas. Después de alrededor de diez minutos en esto el libro indica que ella debe estar lanzando gemidos y estremeciéndose incontrolablemente. Pero no, esta mujer está tranquilita, callada y con los ojos abiertos y fijos en el techo. ¿Qué cojones le pasará al Kamasutra? Como sí está lo bastante empapada, yo diría que inundada, decido pasar a la siguiente fase. La acomodo en la cama y se la empiezo a meter despacio, aplastando su cuerpo con el mío, sorbiéndole los labios y sobándole las tetas. Una vez ensartada empiezo el vaivén, atrás adelante, atrás adelante, y después le incorporo el ondular de las caderas, los cambios de ritmo y caricias, besos, lamidas, pellizcos y mordidas, todo siempre por el libro y con la cabeza despejada, como le corresponde a un experto conquistador de ángeles.

Quince minutos en esto y sigue sin inmutarse, casi sin moverse, y yo comienzo a preguntarme si en una vida anterior habrá tenido algún romance con Amado Nervo y fue a ella a quien el muy maricón le dedicó el poema “La amada inmóvil”. No importa, yo sigo con lo mío. A estas alturas la teoría indica cambio de posición. Me viro bocarriba y me la subo encima, clavada hasta los tuétanos, me le muevo abajo, y, como ella sigue como la mujer de Lot después de lo que le pasó por chismosa, la agarro por las nalgas y la muevo yo. Y con esas nalgas entre mis manos y esas tetazas colgándome delante, aunque el libro no diga nada sobre eso, a los cinco minutos soy yo el que está lanzando gemidos y moviéndome incontrolablemente, hasta que me vengo salvajemente y me quedo rendido, sin fuerzas ni para abrir los ojos, perdido en no sé qué nube rosada y acogedora. Cuando regreso a este mundo de mierda me la encuentro en la misma posición, pero arreglándose el pelo.

—Papi —me dice muy tranquila, al verme mirándola—, yo horita no te quise interrumpir en el medio de la cosa, pero yo estaba pensando por qué en vez de a la Terminal de Ómnibus no vamos mejor a la de trenes, que es más fácil sacar pasajes.

Me cago en el coño de la madre del hijo de puta que escribió el Kamasutra. Y de paso le envío mis saludos a la máxima autoridad que tuviera que ver con el transporte interprovincial en la época en que transcurre esta historia. Si la comunidad se entera de mi incapacidad para conmover a esta estatua pierdo mi recién adquirido status.

Una vez enviada la novia de Amado Nervo para su tierra natal, y como ya eran las cuatro de la tarde, me dirijo hacia La Marquesina, pensando que si alguien de la pincha me ve diré que amanecí con falta de aire. Mi viejo padecimiento de asma es el encargado de sacarme siempre de apuros en los frecuentes casos de impuntualidad laboral. Cuando llego, Ernesto y Emilio, junto a buena parte de su corte, están en su apogeo. A juzgar por la algarabía con que me reciben, la botella que está sobre la mesa es por lo menos la tataranieta de la que debe haber empezado la tarde.

—Propongo —dice Emilio, levantándose con dignidad— un brindis por el tipo que tiene la mejor muela del país.

—Un nuevo Chespier —dice Ernesto y todo el mundo se levanta y choca los vasos plásticos.

—Van a tener que explicarme de dónde sacan eso de la muela —añado yo después de sonarme medio vaso de un tirón, que por ser el primer trago del día me llega al mismísimo culo—, porque de la borrachera de ayer no recuerdo ni el momento en que me comí el entremés de jamón y queso.

Mi comentario provoca una carcajada en Ernesto, Emilio, y dos o tres de los presentes.

—Bueno —suelto ya un poco amoscado—, cuéntenme pa poder gozar yo también ¿no?

—La cosa es, socio —me dice Ernesto en un aparte—, que ayer usted de ninguna forma quiso decir lo que le había soltado al ángel para conquistarla. Pero a tanta insistencia mía y de Emilio, y ya con más de media botella dentro, consintió en darnos una muestra si le comprábamos un entremés de jamón y queso. Te comiste el entremés y dejaste nada más una hoja de lechuga que venía de adorno. Te bajaste medio vaso de “escrudraiver”, dijiste que lo que ibas a decir ni era lo que le dijiste al ángel ni iba dedicado a ninguna jeba y te quedaste mirando fijo a la hoja de lechuga. ¡Óigame! Y acto seguido le ha metío usted una muela a esa hoja de lechuga que Emilio y yo, que no somos maricones ni nada de eso, estuvimos a punto de bajarnos los pantalones y darle el culo. Y si te fuiste sin jeba fue por el clase de peo que levantaste, que si no te hubieras llevado la niña que te hubiera dado la gana de las que estaban aquí.

Así que para eso había quedado yo, para galán de hojas de lechuga. Sabría Dios cuántas mierdas habría hablado. Un día de estos voy a tener que dejar de beber. Pero hoy no, y menos ahora que Ernesto pidió una botella de whisky.

En la mesa hay un par de jebas que me gustan. Si se acaba la botella antes de que se vayan las jebas voy a tratar de llevarme una de ellas. La pelicolorá me gusta más. Eso sí, si me la ligo, Kamasutra ni pinga. Me la voy a singar por La Biblia o El Capital, a ver si, al menos por un ratico, cuando termine de templármela encuentro uno de esos paraísos que hace tantos años me prometieron Jesús y el viejo Marx.

Baudilio Espinosa Huet (Bao). Sagua la Grande, 1959. Narrador, actor y humorista

Licenciado en Filología por la Universidad Central de Las Villas. Integró durante los años 80 la agrupación Leña de Humor de Santa Clara. Ha incursionado como actor en el cine, el teatro y la televisión, en la que, además, trabaja como guionista y conductor. Ha obtenido los premios Aquelarre y Caricatos por sus obras para teatro y ha publicado el libro de cuentos El galán de las lechugas (Ediciones San Librario, Colombia, 2011).