Narrativa

Herejes

La mañana del 27 de mayo de 1939 cuando Joseph Kaminsky y su sobrino Daniel llegaron al puerto, aún no había amanecido. Pero, gracias a los reflectores colocados en la Alameda de Paula y el muelle de Caballería, descubrieron con júbilo que el lujoso trasatlántico ya estaba anclado en la bahía, pues había llegado varias horas antes de lo previsto, azuzado por la presencia de otros navíos cargados de pasajeros judíos, también en busca de un puerto americano dispuesto a aceptarlos. Lo primero en llamar la atención de Pepe Cartera fue que la nave había debido fondear lejos de los puntos por donde solían atracar los barcos de pasajeros: o el muelle de Casablanca, donde se hallaba el Departamento de Inmigración, o el de la línea Hapag, la Hamburgo-Amerikan Linen, a la cual pertenecía el Saint Louis y por donde desembarcaban los turistas de paso por La Habana.

En las inmediaciones del puerto ya se habían reunido cientos de personas, la mayoría judíos, pero también muchísimos curiosos, periodistas, policías. Y al borde de las seis y treinta de la mañana, cuando se encendieron las luces de cubierta y se escuchó la señal de sirena ordenada por el capitán del buque para abrir los salones del desayuno, muchos de los reunidos en el muelle saltaron de alegría, provocando una prolongada algarabía a la que se sumaron los pasajeros, pues unos y otros la asumieron como la indicación del inminente desembarco.

Con los años y gracias a la información recogida, Daniel Kaminsky llegó a comprender que aquella aventura destinada a trazar la suerte de su familia había nacido torcida de un modo macabro. En realidad, mientras el Saint Louis navegaba hacia La Habana, ya estaban marcados cada uno de los pasos de la tragedia en la que terminaría aquel episodio, uno los más bochornosos y mezquinos de la política en todo el siglo XX. Porque en la suerte de los judíos embarcados en el Saint Louis se vinieron a cruzar, como si quisieran dar forma a las espirales de un lazo para la horca, los intereses políticos y propagandísticos de los nazis, empeñados en mostrar que ellos permitían emigrar a los judíos, y las estrictas políticas migratorias reclamadas por las distintas facciones del gobierno de Estados Unidos, más el peso decisivo que sus presiones ejercían sobre los gobernantes cubanos. Al lastre de aquellas realidades y manejos políticos, se sumaría, como colofón, el mayor mal que azotó a Cuba durante aquellos años: la corrupción.

Los imprescindibles permisos de viaje concedidos por la agencia cubana radicada en Berlín fueron una pieza clave en el juego perverso que envolvería a los padres y la hermana de Daniel y a otros muchos de los novecientos treinta y siete judíos embarcados en el trasatlántico. Muy pronto se sabría que su venta formaba parte de un negocio montado por el senador y ex coronel del ejército Manuel Benítez González, que, gracias a la cercanía de su hijo con el poderoso general Batista, detentaba por ese entonces el cargo de Director de Emigración… A través de su agencia de viajes, Benítez llegó a vender unos cuatro mil permisos de entrada en Cuba, a ciento cincuenta pesos cada uno, lo que generó la fabulosa ganancia de seiscientos mil pesos de la época, una plata con la cual debió mojarse mucha gente, quizás hasta el mismo Batista, a cuyas manos iban a dar todos los hilos que movieron al país desde su Rebelión de los Sargentos de 1933 hasta su bochornosa huida en la primera madrugada de 1959.

Por supuesto, al enterarse de aquellos movimientos, el entonces presidente cubano, Federico Laredo Bru, decidió que había llegado la hora de entrar en el juego. Movido por presiones de algunos de sus ministros, pretendió mostrar su fortaleza ante el poder de Batista, pero también, como era la usanza nacional, se dispuso a obtener una tajada en el pastel. El primer gesto presidencial fue aprobar un decreto mediante el cual cada refugiado que pretendiese llegar a Cuba debía aportar quinientos pesos para demostrar que no sería una carga pública. Y cuando ya los permisos de Benítez y los pasajes del Saint Louis estaban vendidos, dictó otra ley con la cual invalidaba las visas de turistas dadas con anterioridad, y a través de la cual exigía a los pasajeros el pago de casi medio millón de dólares al gobierno cubano para permitir su ingreso en la isla en calidad de refugiados.

Los embarcados en el trasatlántico, por supuesto, no podían aportar aquellas sumas. Al abandonar suelo alemán, a los presuntos turistas solo se les había permitido salir con una maleta de ropa y diez marcos, equivalentes a unos cuatro dólares. Pero, como parte de su juego, Goebbles, el jefe de la propaganda alemana y demiurgo de aquel episodio, había hecho circular el rumor de que los refugiados viajaban con dinero, diamantes, joyas que sumaban una enorme fortuna. Y el presidente cubano y sus asesores le dieron al jerarca nazi mucho más que el beneficio de la duda.

Cuando amaneció, el gentío arracimado en el puerto ya sobrepasaba las cinco, seis mil personas. El niño Daniel Kaminsky no entendía nada, pues los comentarios que circulaban eran continuos y contradictorios: unos provocaban la esperanza y otros el desconsuelo. La gente incluso corría apuestas: a que desembarcan o a que no desembarcan, y apoyaban sus decisiones con diversos argumentos. Para consuelo de los pasajeros y de sus parientes alguien informó que los trámites del descenso solo se habían pospuesto por ser fin de semana y estar de asueto la mayoría de los funcionarios cubanos. Pero la mayor confianza en el bando de los familiares estaba depositada en la certeza de que en Cuba todo se podía comprar o vender, y por tal razón pronto llegarían a La Habana unos enviados del Comité para la Distribución de refugiados judíos, dispuestos a negociar los precios fijados por el gobierno cubano…

En realidad Joseph Kaminsky y su sobrino Daniel tenían una muy poderosa razón para estar más optimistas que el resto de los familiares de los viajeros hacinados en el puerto de La Habana. El tío Pepe Cartera ya le había confiado al muchacho, en el mayor secreto, que sus padres y su hermana tenían en las manos algo mucho más cotizado que unas visas: poseían una llave capaz de abrirles, de par en par, las puertas de la isla a los tres Kaminsky embarcados en el Saint Louis. Porque con ellos viajaba, de algún modo hurtada a las requisas nazis, la pequeña tela con una pintura antigua que por años había estado colgada en alguna pared de la casa familiar. Aquella obra, firmada por un famoso y muy cotizado pintor holandés, ya era capaz de alcanzar un valor que, suponía Joseph, sobrepasaría con creces las exigencias de cualquier funcionario de la policía o de la secretaría de emigración cubanas, cuyas bondades, aseguraba el hombre, se solían comprar por muchísimo menos dinero.

A lo largo de casi tres siglos la pintura que representaba la cara de un hombre clásicamente judío pero a la vez clásicamente parecido a la imagen iconográfica del Jesús de los cristianos, había pasado por varios estados de relación con la familia Kaminsky: un secreto, una reliquia familiar y, al final, una joya sobre la cual los últimos Kaminsky que disfrutaron su posesión apostarían sus mayores esperanzas de salvación.

En la casa de Cracovia donde Daniel había nacido en 1930, los Kaminsky, aunque ya no tenían el desahogo económico de unas décadas atrás, vivían con las comodidades de una típica familia judía pequeñoburguesa. Algunas fotos salvadas del desastre lo demostraban. Muebles de maderas nobles, espejos alemanes, viejos jarrones de porcelana de Delf se veían en esas cartulinas teñidas de sepia. Y sobre todo lo revelaba aquella precisa foto de Daniel a los cuatro, cinco años, acompañado por su madre Esther, una instantánea tomada en el luminoso salón que hacía las veces de comedor. En aquella imagen se veía, justo detrás del niño y por encima de una mesa engalanada con un jarrón cargado de flores, el marco de ébano labrado en el cual Isaías había hecho montar, como si fuese el blasón del clan, la pintura que representaba a un hombre trascendente con trazas de judío y la mirada perdida en lo infinito.

Cuarenta años atrás el tratante de pieles Benjamín Kaminsky, padre de Joseph, del ya difunto Israel y de Isaías, había logrado amasar una generosa fortuna y, decidido a garantizar el futuro de sus hijos, había insistido en legarles algo que nadie podría arrebatarles: sus estudios. Antes de que se iniciara la guerra de 1914 había enviado a Bohemia al primogénito Joseph, para que allí desarrollara sus notables habilidades manuales entrenándose con los mejores artífices del trabajo con pieles, muy reconocidos en aquella región del mundo. De esta manera, el día que heredara el negocio familiar, lo haría con una preparación capaz de garantizarle un rápido progreso. Después Benjamín había encaminado al malogrado Israel a estudiar ingeniería en París, donde el joven muy pronto decidió establecerse, deslumbrado por la ciudad y la cultura francesa. Para su desgracia, en su proceso de afrancesamiento Israel acabaría enrolándose en el ejército francés para terminar sus días en una trinchera desbordada de barro, sangre y mierda en las inmediaciones de Verdún. Después de la Gran Guerra, aún en medio de la crisis que acabó con tantas fortunas y de la inestabilidad política en que se vivía, el peletero invirtió sus últimos activos en enviar a su propio benjamín, Isaías, a hacerse médico en la universidad de Leipzig. Fue en esa época cuando el joven había conocido a Esther Kellerstein, hija de una solvente y conocida familia de la ciudad, la bella muchacha con la que se había casado y, en 1928, establecido en Cracovia, la patria ancestral de los Kaminsky.

Muerto en la guerra el hermano Israel y confesadas las intenciones de Joseph de largarse a buscarse la vida en un nuevo mundo donde no se viviera en constante temor a un pogromo, el padre de Isaías le había dado al hijo menor la custodia de aquella pintura antigua que, por varias generaciones, siempre fuera entregada al primogénito varón de la estirpe. Por primera vez la propiedad futura de la obra, de cuyo valor ya tenían noticias más confiables, sería compartida entre dos hermanos, aunque desde el principio, Joseph, siempre frugal, con cierta vocación de ermitaño y despojado de grandes ambiciones, prefirió dejarla al cuidado de su hermano “intelectual”, como solía decirle al médico, pues, además, debido a su tendencia a la ortodoxia religiosa, nunca había tenido una relación de simpatía con aquel retrato. Más bien lo contrario. Gracias a todas esas condiciones fue que, años más tarde, cuando Joseph supo de las dificultades económicas entre las cuales Isaías trataba de obtener una vía de escape de Alemania para él y su familia, le resultó fácil tomar una determinación. Aquel hombre que solía contar los centavos y tenía al sobrino Daniel —y a sí mismo— siempre al borde de la inanición para no hacer gastos excesivos en cosas que, al final, decía, se convertían en mierda (debido a su estreñimiento crónico, vivió hasta la muerte obsesionado con la mierda y preocupado por el acto traumático de su evacuación), le había escrito a su hermano confirmándole que podía disponer con toda libertad del cuadro si llegaba el momento en que, con su venta, garantizaba su supervivencia. Tal vez ese era el destino manifiesto de aquella controvertida y herética joya rocambolescamente obtenida por la familia casi trescientos años atrás.

Nadie sabía a ciencia cierta cómo aquella pintura, un lienzo más bien pequeño, había llegado a manos de unos remotos Kaminsky, según todo parecía indicar, por la mitad del siglo xvii, poco después de haber sido pintada. Aquella época precisa había sido la más terrible vivida por la comunidad judía de Polonia, aunque muy pronto sería superada en crueldad y cantidad de víctimas. A pesar del mucho tiempo transcurrido, para todos los judíos del mundo resultaba muy conocida la historia de la persecución, martirio y muerte de varios miles de hebreos por las hordas borrachas de sadismo y odio de los cosacos y los tártaros, una carnicería llevada hasta más allá de todos los extremos entre los años de 1648 y 1653.

La crónica familiar en torno a la pintura que los Kaminsky poseían desde esos tiempos turbulentos se había montado a partir de una fabulosa, romántica y para muchos de ellos falsa historia de un rabino que, huyendo del avance de las tropas cosacas, había escapado casi por milagro del sitio de la ciudad de Nemirov, primero, y de Zamocs, después. El mítico rabino, decían, había conseguido llegar a Cracovia, donde, para su mala fortuna, lo había atrapado otro enemigo tan implacable como los cosacos: la epidemia de peste que en un verano acabó con la vida de veinte mil judíos, solo en aquella ciudad. De generación en generación los miembros del clan se contarían que el médico Moshe Kaminsky había atendido al rabino en sus últimos trances, y cómo aquel sabio (cuya familia había sido masacrada por los cosacos del célebre Chemiel el Perseguidor, un asesino para los judíos y héroe justiciero para los ucranianos), al comprender cuál sería el desenlace, había entregado unas cartas y tres pequeños lienzos al médico. Las pinturas eran aquella cabeza de un hombre, a todas luces judío, que de una manera muy naturalista pretendía ser una representación del Jesús cristiano, aunque con la evidente intención de resultar más humano y terrenal que la figura establecida por la iconografía católica de la época; un pequeño paisaje de la campiña holandesa; y el retrato de una joven, vestida a la usanza holandesa de aquellos tiempos. Las cartas nadie supo lo que decían, pues estaban escritas en un idioma incomprensible para judíos del este y los polacos, y en algún momento tomaron un rumbo desconocido, al menos para los descendientes del médico que conservaron y trasmitieron la historia del rabino y las pinturas. Según aquella leyenda familiar, el rabino le había contado al doctor Moshe Kaminsky que había recibido las telas y cartas de manos de un sefardí que decía ser pintor. El sefardí le había asegurado que el retrato de la joven era obra suya, que el paisaje lo había pintado un amigo suyo, mientras la cabeza de Jesús o de un joven judío parecido al Jesús de los cristianos, en realidad era un retrato de él mismo, el joven sefardí, y había salido de las manos de su maestro, el más grande pintor de retratos de todo el mundo conocido… un holandés llamado Rembrandt van Rijn, cuyas iniciales se podían leer en el borde inferior de la tela, junto a la fecha de ejecución: 1647.

Desde entonces la familia Kaminsky, también por puro prodigio escapada de las matanzas y las enfermedades de aquellos años tenebrosos, había conservado los lienzos y el relato bastante inverosímil que, según sabían, el remoto doctor había escuchado de labios del delirante rabino sobreviviente de varios asaltos cosacos. ¿Qué integrante de la comunidad judía polaca de la mitad del siglo XVII, desangrada y horrorizada por la violencia genocida que la diezmaba, podía creerse aquella historia de un judío sefardí, por más señas pintor, perdido por esos lares? ¿Cuál de aquellos hijos de Israel, por aquel tiempo fanatizados hasta la desesperación con las andanzas por Palestina de un tal Sabbatai Zeví que se había proclamado el verdadero Mesías capaz de redimirlos, cuál de aquellos judíos iba a creer que por los campos de la Pequeña Rusia pudiese andar un sefardí, venido a Ámsterdam quien, para colmo de despropósito, se reconocía pintor? Porque ¿dónde se había visto alguna vez un judío pintor? ¿Y cómo ese increíble judío pintor podría y se atrevería a andar por aquellos territorios con tres óleos, entre ellos un retrato suyo demasiado parecido al de Cristo? ¿No era más posible que en alguno de los ataques de cosacos y tártaros el supuesto rabino se hubiera apropiado, por sabe Dios qué mañas, de aquellas pinturas? ¿O que el ladrón fuese el mismo doctor Moshe Kaminsky, creador de la torpe fábula del sefardí pintor y el rabino muerto para ocultar tras esos personajes algún acto oscuro realizado durante los años de la peste y la matanza? Fuera o no verdadera la historia, lo cierto fue que el médico entró en posesión de las obras y las guardó hasta el final de su vida sin mostrárselas a nadie, por temor a ser considerado un adorador de imágenes idolátricas. Por desgracia, decían los descendientes que por siglos fueron trasmitiendo la crónica y la herencia, el pequeño paisaje de la campiña holandesa había llegado muy deteriorado a las manos de Moshe Kaminsky, mientras, con los años, la pintura que reproducía el rostro de la muchacha judía, tal vez por la mala calidad de los pigmentos o de la tela, se fue desvaneciendo y agrietando, hasta esfumarse, escama a escama. Pero el retrato del joven judío, no. Como cabía esperar, por varias generaciones de Kaminsky aquella pieza, quizás hasta valiosa, se mantuvo oculta de las miradas públicas, muy en especial de las miradas de otros judíos polacos, cada vez más ortodoxos y radicales, pues el acto de exhibirla podía ser considerado una enorme violación de la Ley sagrada, ya que no solo se trataba de una imagen humana, sino de una imagen de un judío que encarnaba al pretendido mesías.

Fue el padre de Benjamín y bisabuelo de Daniel Kaminsky el primero del clan que se atrevió a colocar en un lugar visible de su casa aquella pintura. Para algo era medio ateo, como buen socialista, y hasta llegó a ser un líder obrero más o menos importante en la Cracovia de la mitad del siglo xix. Desde entonces la crónica familiar sobre el cuadro adquirió nuevos ribetes dramáticos, pues uno de aquellos socialistas judíos, compañero de luchas del bisabuelo de Daniel Kaminsky, resultó ser un sindicalista francés y, según decía él mismo, íntimo amigo de Camille Pissarro, ese sí judío y pintor, y mucho se ufanaba de sus conocimientos de la pintura europea. Desde el primer día que el francés vio en la casa el retrato de la cabeza del joven judío, le aseguró a su camarada Kaminsky que tenía en una pared nada más y nada menos que una pieza del holandés Rembrandt, uno de los artistas más admirados por los pintores parisinos de aquella época, incluido su amigo Pissarro.

Pero fue Benjamín Kaminsky, el abuelo de Daniel, que no era socialista y sí un hombre muy interesado en hacer dinero por cualquier vía, el que un día cargó con el cuadro y lo llevó al mejor especialista de Varsovia. El técnico le certificó que se trataba, en efecto, de una pintura holandesa del siglo xvii, pero no pudo garantizar si se trataba de una obra de Rembrandt, aunque tuviera muchos elementos de su estilo. El principal problema para su autenticación se debía a que en el estudio de Rembrandt se habían pintado varias cabezas como aquella, más o menos acabadas, y existía entre los catalogadores una gran confusión respecto a cuáles eran obras del maestro y cuáles de sus alumnos, a los que muchas veces hacía pintar piezas con él o a partir de las suyas. En ocasiones, si le satisfacía el resultado, el maestro incluso las firmaba y luego las vendía como suyas… Por eso el especialista polaco, ateniéndose a ciertas soluciones demasiado fáciles, como de obra inacabada, se inclinaba a pensar que se trataba de una obra pintada por un discípulo de Rembrandt, en el taller de Rembrandt, y mencionó varios posibles autores. No obstante, dijo el hombre, se trataba de una tela sin duda importante (aunque no demasiado valiosa en términos económicos por no ser obra de Rembrandt), pero advertía que su juicio no debía ser tomado como definitivo. Tal vez los especialistas holandeses o los puntillosos catalogadores alemanes…

El hecho de estar un poco decepcionado por la más que posible pertenencia del cuadro a un alumno y no al cada vez más valorado maestro holandés, hizo que Benjamín Kaminsky no le diera a la pintura otro destino que un modesto marco destinado a la sala de la casa familiar. Porque, de haber tenido la certeza de su valor, lo más seguro es que hubiera convertido la reliquia en dinero, un dinero que, también lo más seguro, se habría hecho agua y sal durante cualquiera de las crisis de aquellos años terribles, anteriores y posteriores a la Guerra Mundial.

Sería el mismo doctor Isaías Kaminsky quien por fin decidió someter al cuadro a un análisis riguroso. Hombre más curioso y espiritual que su progenitor, decidió salir de dudas y lo llevó consigo a Berlín cuando viajó a Alemania para casarse con la bella Esther Kellerstein en 1928. Entonces se citó con dos especialistas de la ciudad, profundos conocedores de la pintura holandesa del período clásico, y les presentó el retrato del joven judío semejante al Jesús de la iconografía cristiana y… ambos certificaron que, aunque más bien parecía un estudio que una obra terminada, sin duda se trataba de una tela de la serie de los tronies (como le llamaban los holandeses a los retratos de bustos) pintados en la década de 1640 en el taller de Rembrandt, con la imagen de un Cristo muy humano. Pero, agregaron, aquella en específico, casi con toda seguridad, había sido pintada… ¡por Rembrandt!

Cuando tuvo la certeza del origen y valor de la obra, Isaías Kaminsky había encargado su limpieza y restauración, al tiempo que le escribía una larga carta a su hermano Joseph, ya radicado en La Habana y en proceso de convertirse en Pepe Cartera, narrándole los detalles de la fabulosa confirmación. Gracias al juicio de los especialistas, Isaías ahora pensaba que debía haber mucho de verdad en lo que, supuestamente, había dicho aquel mítico judío sefardí holandés, supuestamente pintor, cuando supuestamente entregó la tela al rabino —¿por qué?, ¿por qué dársela a alguien si ya por aquella época debía ser muy valiosa?— que, luego de escapar tantas veces de las espadas y caballos de los cosacos, terminó atrapado por la peste negra que asolaba la ciudad de Cracovia y vino a agonizar en los brazos del doctor Moshe Kaminsky. El generoso rabino que, antes de morir, supuestamente le había regalado al médico tres pinturas al óleo, un puñado de cartas y aquel extraordinario relato sobre la existencia de un sefardí holandés apasionado por la pintura, perdido en las inmensas praderas de la Pequeña Rusia. Una historia en la cual, comprobado el origen del cuadro, ahora los Kaminsky tenían más motivos para creer.

Leonardo Padura. La Habana, 1955. Narrador, ensayista, guionista de cine y periodista.

Licenciado en Filología por la Universidad de La Habana. Fue redactor de la revista El Caimán Barbudo y del diario Juventud Rebelde, así como jefe de redacción de La Gaceta de Cuba. Es autor de la tetralogía Las Cuatro Estaciones (protagonizada por el popular detective Mario Conde), que incluye Pasado perfecto (1991) Vientos de cuaresma (1994), Máscaras (1997) y Paisaje de otoño (1998). Además, ha publicado las novelas Fiebre de caballos (1988); Adiós, Hemingway (2001); La novela de mi vida (2002); La neblina del ayer (2005); El hombre que amaba a los perros (2009) y ya se anuncia la aparición de Herejes. Entre sus títulos de no-ficción se cuentan: El alma en el terreno; El viaje más largo; Los rostros de la salsa; Entre dos siglos; La memoria y el olvido y Un hombre en una isla. Ha obtenido, entre otros, el Premio UNEAC 1993, el Café Gijón 1995, el Premio Hammett (1997, 1998 y 2005), el Premio de las Islas 2000 y el Roger Caillois 2011 de Literatura Latinoamericana (los dos últimos en Francia). En 2012 se convirtió en el primer cubano prestigiado con la Semana de Autor de Casa de Las Américas y fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura de Cuba por la obra de toda la vida.