Ciencia Ficción

No es tiempo de campeones

Foto por sporlab en Unsplash

Tras media hora de carrera el ritmo se hace más lento. Se ensanchan los pulmones, se dilatan las pupilas, se condensan los deseos de avanzar por la pista. Va quinto. Es un buen resultado si se tiene en cuenta que los demás corredores son de países africanos, eternos dominadores de esta prueba gracias a sus cuerpos aerodinámicos y a sus entrenamientos en el desierto del Sahara, donde dejan una larga línea de huellas sobre la arena caliente y ríspida. 

Acaso esto representaba la mayor ventaja de esos corredores. Después de entrenar sobre la arena del desierto, embalarse en una pista de atletismo hecha de tartán, diseñada para que el viento no afectara demasiado y la fuerza de rozamiento fuera mínima, debía resultarles un reto casi ridículo. Los ha visto ganar tantas veces que no puede evitar cierta admiración, visceral y redonda, como se admira a los que se interponen entre uno y su sueño. Sin embargo, cada una de las veces en que los ha visto triunfar le ha servido para reafirmarse mentalmente en su propósito. La pista es su testigo. Con sus cuatrocientos metros de longitud, el sol del mediodía y un puñado de corredores antepuestos entre él y la línea de meta. En cuanto pasa la curva sale por fuera. Es la única forma de adelantarse al pelotón, aunque eso de correr por los carriles exteriores requiere de voluntad, esfuerzo y un par de huevos. 

Algunos corredores lo observan adelantarse, pero no lo tienen en cuenta y si lo tienen, están lo suficientemente agotados como para no seguirlo. En un par de minutos consigue ponerse cuarto. Ya alcanza a ver, unos diez metros adelante, el nombre que llevan en sus camisetas los tres primeros competidores. Los favoritos. Dos etíopes y un ghanés. Ahora toca continuar con la estrategia de carrera. 

Casi a mitad de la recta se deshace de su antebrazo izquierdo que rebota varias veces sobre la pista. El impulso es notable, aunque enseguida su asimetría lo hace perder el paso. Era uno de los tantos inconvenientes analizados y la solución es bastante obvia: liberarse también del antebrazo derecho. Las zancadas adquieren entonces esa aceleración y estabilidad de los grandes corredores de fondo. Se siente como uno. Desprenderse de esos kilogramos de peso le permite recortar unos cuantos metros de distancia con los que marchan al frente de la competencia. Los ve voltearse uno tras otro para observarlo. Es un imprevisto. Nadie contaba con su presencia a esta altura de la carrera y mucho menos tan adelante, poniendo nerviosos a los líderes. 

Antes de decidirse a sobrepasar a los tres primeros corredores busca una ubicación favorable, justo detrás de los etíopes, quienes cumplen a la perfección su estratega de liebre y cada 30 metros se alternan la punta con tal de evitar el desgaste excesivo. En esfuerzos tan extremos es vital que de alguna manera el cuerpo se sienta mimado. Casi rebasan los 8000 metros. Es la etapa de la carrera donde la mayoría de los competidores abandonan, sufren depresiones o bajan tanto el ritmo de las zancadas que terminan fuera del podio. 

Para ganar una medalla se necesita algo más. Lo sabía. Lo sabía su entrenador. Lo sabía su fisioterapeuta. Lo sabían todos. Por eso consultaron libros, entrevistaron médicos, estudiaron estrategias de otros competidores y evaluaron las mejores opciones durante varios meses, antes de escoger la correcta: a mayor peso perdido, más impulso. Esa es la clave.

Mientras pasa junto al tercer y al segundo corredor deja escapar el brazo izquierdo. Casi tres kilogramos de huesos y tendones que, después de tropezar entre varias piernas, terminan por volverse una masa indefinible en medio de la pista. Un segundo después, el brazo derecho sigue el mismo camino. Le sobran fuerzas. Levanta la vista y abre la boca un poco más de lo normal para lanzar un grito que pudo ser interpretado de mil maneras, pero no era más que un grito de alegría. Se siente a tope.Al sonar la campana que anuncia la última vuelta, inicia el sprint y se libera de su pierna izquierda. Avanza mediante saltos enormes apoyándose en la derecha, pero su falta de dirección después de tomar la curva lo obliga a desprenderse de ella. Vuela sobre la pista, aunque se requiere algo más, y mientras sacrifica el vientre y la caja torácica consigue ver al primer corredor, el ghanés. Sería un final cerrado, de esos que siempre parecen dejar muchas dudas y deben ser esclarecidos con la tecnología. El fotofinish fue preciso, real, inobjetable: lo primero en pasar la línea de meta fue una solitaria cabeza con su cuello. Es más que suficiente.

Marlon Duménigo. Trinidad, 1987

Narrador cubano. Ingeniero en Ciencias Informáticas. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Miembro de la AHS. Mención en el Concurso de Cuentos Casa Tomada 2011 y 2013 y en la categoría de Cuento Fantástico en el Oscar Hurtado 2012 y 2021. Finalista del Concurso de Cuentos Policiales Fantoches 2012. Finalista del Primer Concurso de Narrativa Erótica “Los cuerpos del deseo” y en los I Juegos Florales “Mangle Rojo” 2012. Obtuvo una de las becas del Concurso “El caballo de coral” 2013 y resultó finalista del Premio Cesar Galeano 2013, ambos convocados por el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Finalista del Concurso Literario Portus Patris 2016. Premio en el Concurso Mabuya 2016y Gran Premio en el Ernest Hemingway 2018. Ha publicado Hombres de rutina (cuentos, Editorial Primigenios, 2020).