Narrativa

Ojos azules

Óleo de mujer de ojos azules, por Roberto Gutiérrez Currás

En el principio todo era un caos sin fin, así que vino Dios y creó los cielos y la tierra. Dijo Haya luz, y hubo luz y, como la luz estaba pero que muy bien, Dios mismo separó la luz recién creada de la eterna oscuridad y la luz se llamó día, y la oscuridad se llamó «noche».

Ese fue el primer día de la creación.

Dijo Dios en el segundo día: Haya un firmamento por en medio de las aguas, que las aparte unas de otras y se hizo el firmamento; apartándose las aguas de abajo de las de arriba y el firmamento fue llamado cielo.

Hasta ahí el segundo día.

En el tercer día Dios separó la tierra de los océanos. También dijo: Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas y árboles que den fruto.

En el cuarto día fueron creados el sol y la luna.

En el quinto Dios creó los peces que navegan los mares y las aves que recorren los aires.

En el sexto nacieron los animales, al igual que el hombre y la mujer. Todo eso en el sexto día.

En el séptimo día Dios vio todo lo creado, suspiró satisfecho y se sentó a descansar. Durmió y su sueño fue reparador, por lo que pudo levantarse a la mañana siguiente aún con fuerzas creadoras entre sus manos poderosas.

Y así fue como, en la mañana del octavo día, Dios creó el Edificio.

O, por lo menos, eso dicen los más viejos.

Yo realmente no sé si hacerles caso o no. Decía mi madre que a los viejos siempre hay que respetarlos, pero una cosa es respetarlos y otra bien distinta es creer todo lo que salga de esas viejas mentes retorcidas y cansadas.

Así que, como he dicho antes, yo no sé si hacerles caso o no. Mi madre diría que sí, pero ella no está aquí conmigo. Mi madre se fue al cielo junto con mi padre y mis hermanos, cuando las primeras bombas empezaron a caer como gotas tempranas de lluvia desde un cielo claro y azul. Las bombas cayeron sobre las ciudades, sobre las playas, sobre los supermercados llenos de comida para perros, revistas de modas y relojes Swatch de siete dólares con noventicinco centavos. Cayeron sobre los edificios de apartamentos y renta barata, sobre los restaurantes franceses, donde un plato costaba lo mismo que un Ferrari del ´87 y cayeron sobre los puestos de comida rápida; muslos de pollo a veinticinco centavos y bolsas de nylon llenas de crujientes palomitas de maíz.

Florecieron como rosas en el atardecer y su perfume fue letal para muchos. Aproximadamente cuatro mil millones de muertos descansan ahora sobre el esqueleto de las carreteras interestatales, cubriendo de polvo blanco y gris las facciones del mundo.

Ahora mi madre, mi padre y mis hermanos están en el cielo, haciendo latir gozosos los anchos corazones de los ángeles.

Yo me salvé.

No sé como, pero me salvé.

Diana también y está aquí conmigo, piedras los ojos, piedras los puños, lágrimas en la punta de la nariz, pero salvada.

Por eso estamos aquí, en el Edificio. Aquí nos trajeron a los supervivientes de todo el mundo. Al gigantesco desierto de Arizona, donde solían estar Las Vegas. Aunque no sé si valga la pena decir eso del desierto, porque ahora todo el mundo es un como un gran plato lleno de arena y ceniza hasta los bordes.

Todo el mundo es un desierto.

Dice Diana que el Edificio fue construido a mediados del siglo XX, por un tipo llamado Charles Weiland, un millonario chiflado que escogió el sitio menos indicado de Las Vegas para abrir un hotel. Lejos de todos los casinos, lejos de todas las carreteras, lejos de toda la gente. Como se puede suponer, nadie nunca vino.

Nadie nunca supo sobre el Edificio. Toda esa piedra y esos paneles de vidrio acerado erigiéndose por gusto como ventanas ultramarinas sobre una alfombra de arena y calor en el medio de ninguna parte.

Por eso ninguna bomba lo tocó, dice Diana, y no sé si creerle a ella, o a los viejos.

De todas formas, el Edificio parece haber estado aquí durante toda una eternidad, pero nunca se había visto tan grande como ahora.

Después de las bombas se dieron cuenta de su existencia y lo remodelaron. Le fueron añadiendo partes de otros edificios, ventanas ajenas, tragaluces, torres, almenas y pasillos apócrifos, hasta rellenar una estructura que se eleva infinita hasta el cielo, agujereando las nubes que se atreven a cruzarse a su paso.

Ciento veinte pisos y un hormiguero superpoblado de gente pisándose unos a otros, viviendo promiscuamente en apartamentos 7 por 7, oliendo, comiendo, respirando, sudando, todos juntos. Qué horror.

Qué asco.

A Diana y a mí, por suerte, nos ha tocado un buen apartamento, cerca de las estrellas, a cinco metros de la cornisa oeste del Edificio. La vista aquí es inmejorable: como desde la cima de una montaña podemos ver con todo detalle la artificialidad barroca del Edificio. Todas las cornisas acanaladas pertenecientes a la casa de algún lord inglés, ventanas de canto venidas a menos en la planta de enfrente, ladrillos verdes tomados de falsos profetas. Como decía, una vista inmejorable.

Cien metros más abajo se extiende el desierto y no es raro el día en que despertamos para ver sobre la arena parda de Arizona la sombra ensangrentada de algún suicida madrugador, tiñendo de rojo el polvo gris.

Es un panorama delicioso para las ejecuciones también. El juzgado está tres puertas más allá y el verdugo es gran amigo de nosotros. Nos ha prometido una muerte rápida e indolora si alguna vez cometemos pecado capital. Nada de atravesar volando decenas de metros hasta reventarte las entrañas contra el suelo, como dictan las leyes. Nada de ir agitando los brazos ni desbaratar tus pulmones en un grito sin fin, dice el verdugo, nada de eso. Nos ha prometido una muerte rápida y sabemos que así será.

Aunque, por el momento, no tenemos idea alguna de incumplir las leyes.

No matarás.

No robarás.

Procrearás todo lo que puedas y un poco más allá.

Después de todo, no son tan difíciles de cumplir.

Antes era horrible. Vivíamos hacinadas, Diana y yo. Pero, por suerte, una mañana los diecisiete indonesios que convivían a nuestro lado decidieron cometer suicidio en masa, por eso Diana y yo tenemos un apartamento completo para nosotros.

Así están las cosas.

El desierto alrededor y el Edificio como el pulgar de Dios, conteniendo en su interior los gastados restos de la decadente humanidad.

Todas las mañanas el sol hace caer gotas de sudor sobre las pesadas alfombras de terciopelo labrado de los pasillos del Edificio. El calor hace hervir la arena y las noches son calurosas también. Algunas tardes llueve, y es un verdadero milagro el ver caer como delgadas promesas esas gotas de agua, empañando los cristales, humedeciendo los ojos.

En una de esas tardes lluviosas llegaron los chicos de ojos azules y chaquetas de cuero. Vinieron apartando muebles a su alrededor y el iris dentro de sus ojos estaba hecho de hielo puro, y sus sonrisas también eran heladas cuando nos dijeron que nos echáramos a un lado para ellos poder dormir.

Los chicos de ojos azules dormían de día y vivían de noche.

Quizás por eso Diana llegó a la conclusión de que eran vampiros. No sé que dirían los viejos sobre esto, porque nunca les preguntamos. Quizás se hubieran encogido de hombros y hubieran continuado mirando hacia afuera, con miradas vidriosas y expresiones ausentes.

Ella prefirió decírmelo a mi y, visto desde cierto punto de vista, la idea tenía sentido. Si reúnes en un solo lugar a todos los representantes de la humanidad, la posibilidad de que hubiera vampiros entre ellos aumentaba grandemente.

Llegó un momento en que pensé que Diana tenía razón, pero había ciertos puntos oscuros que necesitaban ser aclarados.

Si son vampiros ¿donde están sus víctimas?, le pregunté, pero ella tenía respuesta para todo: Los tiran al desierto, los hacen aparecer como suicidas ¿no son inteligentes?

Sí, tuve que admitir que eran inteligentes.

Eran dos. Casi no hablaban con nosotros y por eso pudimos discutir tranquilamente sobre la mejor forma de poner fin a sus vidas.

Una vez leí algo sobre eso, dije y hablé sobre estacas y balas de plata.

Tonterías, me dijo Diana, solo se puede matar a esta clase de vampiros arrancándoles los ojos. Es la única manera.

¿Por qué los ojos?, le pregunté.

Porque este tipo de vampiros no chupa sangre, sino estamina, me explicó ella.

Absorben la estamina a través de sus miradas, hasta dejar seco al portador. Después dejan volar el cuerpo vacío hasta la arena y allá va otro suicida más para las estadísticas oficiales.

¿Como sabes tanto sobre ellos?, le pregunté, pero ella se encogió de hombros.

Vamos a sacarles los ojos entonces, dije pero Diana dijo que todavía no. No puede ser así como así, hacen falta ciertos preparativos.

A veces Diana es relámpago en la oscuridad, a veces es cadena de ángeles dormidos. Yo entonces me convierto en mera sombra de alquiler para poder pasar sobre su cuerpo en la oscuridad de la madrugada, pero no quise ser simplemente sombra, sino detective por una temporada. Me dediqué a seguir a los chicos de los ojos azules en sus vueltas por el Edificio. No obstante, ellos siempre lograban despistarme: se metían en un elevador demasiado lleno, o bajaban corriendo las escaleras hasta el piso 58, para después desaparecer entre mesas de juego y espectáculos obscenos ejecutados en las penumbras de algún cabaret.

Nunca pude enterarme que hacían realmente aquellos chicos, pero lo cierto es que los suicidios proseguían. Todas las mañanas se descubrían sobre la arena caliente de Arizona los cuerpos demacrados de dos o tres víctimas más.

Bailarinas de strip tease, megalómanos frustrados, coleccionistas de monedas raras, camareras, contadores, sicólogos, sociólogos. Toda una muestra de las varias condiciones del ser humano. Los chicos de ojos azules y chaquetas de cuero estaban haciendo las cosas que las bombas no pudieron hacer.

Una tarde llegué al apartamento y lo encontré lleno de arena y polvo gris. Las alfombras, los muebles, los cables de la electricidad, los desagües; todo estaba cubierto de arena y Diana en medio de la sala sobre los chicos que dormían y un cuchillo en sus manos.

He estado esperando esta oportunidad durante semanas, me dijo y, de un tajo rápido, le arrancó los ojos a uno de los chicos.

El grito retumbó como ráfaga de viento y lluvia. El dolor atravesó las paredes y rompió en mil pedazos los cristales de las ventanas. El otro chico despertó y, al ver lo que ocurría, se tiró sobre Diana.

Ella arrojó un puñado de arena sobre los ojos azules del chico de la chaqueta de cuero y él se vio cegado. Se manoteó los ojos pero Diana era rápida con el cuchillo.

Tomó los globos ensangrentados en la palma de sus manos y me los mostró. Las pupilas habían dejado de ser hielo, y ahora eran rojos atardeceres. Apretó los dedos y los globos estallaron, con los mismos sonidos ahogados con que mueren las olas del mar frente a una costa rocosa.

Fue en ese mismo momento cuando llegaron los policías, para ver a que se debía todo el alboroto.

Ahora ella está aquí tras las rejas y me pregunta si la voy a extrañar. Yo me encojo de hombros; de todas formas ella no espera respuesta alguna. El verdugo está detrás de nosotras y sé que le ha prometido a Diana una muerte rápida. Lo sé porque ella misma me lo ha dicho.

Vas a tener todo el apartamento para ti, me dice y yo le digo que sí pero, en realidad, no lo sé.

He estado pensando en irme lejos, abandonar el Edificio e irme a vivir a alguna otra parte.

Lejos, bien lejos.

¿Las razones? No las sé muy bien. Quizás tenga que ver el que nunca haya sabido muy bien porque se suicidaron aquellos diecisiete indonesios que convivían en nuestro apartamento.

O quizás la sensación de que al verdugo le va a costar cierto trabajo el matar a Diana.

Por supuesto, no le digo nada de esto a ella. Le digo que sí, es una suerte total, voy a tener un apartamento completamente para mi ¿no es una delicia?

Ella vuelve a sonreír. Después se inclina adelante y me mira fijo. El sol del atardecer se refleja en sus pupilas.

¿Es impresión mía, o te están cambiando los ojos de color?, me pregunta entonces y yo no sé que contestarle.

Raúl Flores Iriarte. La Habana, 1977. Narrador

Ha publicado, entre otros, los libros El lado oscuro de la luna (Editorial Extramuros, 2000); El hombre que vendió el mundo (Letras Cubanas, 2001); Bronceado de luna (Extramuros, 2003); Días de lluvia (Editorial Unicornio, 2004); Rayo de luz (Casa Editora Abril, 2005) y Balada de Jeanette (Ediciones Loynaz, 2007). Ha obtenido, entre otros, el Premio Pinos Nuevos, el Luis Rogelio Nogueras, el Félix Pita Rodríguez, el Calendario de Ciencia Ficción y de Narrativa, y el Cirilo Villaverde de Novela. Ha colaborado con diferentes publicaciones culturales como El Caimán Barbudo. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y de la Asociación Hermanos Saíz.