Poetas

Poesía de México

Poemas de Abigael Bohórquez

Abigael Bohórquez. Dramaturgo y poeta mexicano. Estudió arte dramático en el INBA y en el Instituto Cinematográfico de Radio y Televisión de la ANDA. Fue secretario del Departamento de Extensión Universitaria de la Universidad de Sonora; catedrático de la Academia de Arte Dramático; secretario del Departamento de Difusión Cultural del INBA; jefe del Departamento de Literatura del Organismo de Promoción Internacional de Cultura de la SRE; director de la Sala de Arte Opic; colaborador en el Instituto Sonorense de Cultura; director de Parva; impulsor de programas literario-culturales en diversas instituciones, como el IMSS y NOTIMEX.

Dirigió dos grupos de teatro y estrenó varias de sus obras. Colaboró en El Nacional y El Sonorense (columnista de “De domingo a domingo te tengo que ver”). Primer lugar en el Concurso del Libro Sonorense 1957 con Poesía y teatro. Primer lugar en los Juegos Florales 1957 del Primer Centenario de la Invasión Filibustera Norteamericana a Caborca en 1857. Primer lugar del Primer Concurso Latinoamericano XEW de Poesía Ciudad de México. Premio del Libro Sonorense 1990.

Llanto por la Muerte de un Perro

Hoy me llegó la carta de mi madre
y me dice, entre otras cosas: —besos y palabras—
que alguien mató a mi perro.

“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo,
—me cuenta—,
y se fue tras de su alma
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado.
No supimos la causa de su sangre,
llegó chorreando angustia,
tambaleándose,
arrastrándose casi con su aullido,
como si desde su paisaje desgarrado
hubiera
querido despedirse de nosotros;
tristemente tendido quedó
—blanco y quebrado—,
a los pies de la que antes fue tu cama de fierro.
Lo hemos llorado mucho…”

Y, ¿por qué no?
yo también lo he llorado;
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro que habla,
y engaña, y ríe, y asesina.
Mi perro siendo perro no mordía.
Mi perro no envidiaba ni mordía.
No engañaba ni mordía.
Como los que no siendo perros descuartizan,
destazan,
muerden
en las magistraturas,
en las fábricas,
en los ingenios,
en las fundiciones,
al obrero,
al empleado,
el mecanógrafo,
a la costurera,
hombre, mujer,
adolescente o vieja.

Mi perro era corriente,
humilde ciudadano del ladrido-carrera,
mi perro no tenía argolla en el pescuezo,
ni listón ni sonaja,
pero era bullanguero, enamorado y fiero.
A los siete años tuve escarlatina,
y por aquello del llanto y el capricho
de estar pidiendo dinero a cada rato,
me trajeron al perro de muy lejos
en una caja de zapatos. Era
minúsculo y sencillo como el trigo;
luego fue creciendo admirado y displicente
al par que mis tobillos y mi sexo;
supo de mi primera lágrima:
la novia que partía,
la novia de las trenzas de racimo y de la voz de lirio;
supo de mi primer poema balbuceante
cuando murió la abuela;
al perro fue en su tiempo de ladridos
mi amigo más amigo.

“Ladrándole a la muerte,
como antes a la luna y al silencio,
el perro abandonó la casa de su cuerpo
—dice mi madre—
y se fue tras de su alma —los perros tienen alma:
una mojadita como un trino—
con su paso extraviado y generoso
el miércoles pasado…”
Ay, en esta triste tristeza en que me hundo,
la muerte de mi perro sin palabras
me duele más que la del perro
que habla,
y extorsiona,
y discrimina,
y burla;
mi perro era corriente,
pero dejaba un corazón por huella;
no tenía argolla ni sonaja,
pero sus ojos eran dos panderos;
no tenía listón en el pescuezo,
pero tenía un girasol por cola
y era la paz de sus orejas largas
dos lenguas
de diamantes.

Madre ya he crecido

Madre,
cuando después del golpe más profundo
y luego que tu entrega
fue una ronca palabra desolada
y fuiste henchida;
cuando subí hasta el centro de tu vida
y fui la inefable señal,
tu paso
se volvió cauteloso
porque iba en ti el misterio,
ay, tu voz se hizo lenta, encubierta,
como tus lágrimas,
y cuando fuiste como la brisa entre las cosas
porque temías despertarme.
Cuando yo fui en tu alcándara la ropa,
cuando me di en tus ojos
y fui en tu soltería violentada
aquel: ¿cómo será?,
cuando fuiste la celda y me embebía
lo mejor de tus húmedos temblores,
cuando en tu juventud escarnecida
fui la certeza, las ánforas colmadas:
tu andar aminoró blando, callado,
se volvió sigiloso como el pavor
y buscaste las cosas en silencio
porque temías despertarme.
Cuando fui disidencia
y gota a gota de tu entraña fuiste forjando mi esqueleto
caminaste con miedo por los cuartos
porque temías despertarme.
Y por mí, que venía,
se ensanchó tu cintura diminuta,
y el seno humedecido
por la espesa camelia de la leche
se enriqueció con el fervor nocturno de rezar.
Para mí que venía,
tu cuerpo maduró de amaneceres,
de esos amaneceres del insomnio
donde fue tu aguardar dolido culto.
Entonces
ya no pudiste ir por las alcobas
porque yo te cansaba desde adentro
y porque,
madre,
rodeada de tus faltas y tu exilio
eras el hálito inerme de la tierra;
adivinaste
la hondura maternal de la mañana
y el sentido del viento,
y hasta del suelo que pisabas, torpe y henchida,
levantaste la hierba para el nido,
porque dentro de ti te duplicabas
tan pequeña, tan sola;
te movías extraña entre las cosas,
y llorabas, pero en silencio, cautelosamente,
porque temías despertarme.
Luego menguó tu cuerpo,
vació la copa su escanciada imagen
y en tu grito
mordido y necesario me tuviste,
pero calladamente, porque temías despertarme;
ya que miraste mi fealdad minúscula,
habituaste a tus brazos con mi peso,
meciste en el impulso de besarme
la formamuerte de mi cuerpo amargo,
y en el vaivén del ritmo señalado
me miraste hacia adentro, estremecida,
y presentiste mi semblante breve,
mi destino poeta,
la dura suerte de sufrir temprano.
Ay, cuando me mecías
cómo cantaba Dios en tu garganta.
Madre, ya he crecido,
en las manos
padezco los estigmas de aquel pueblo,
en la mirada llevo
las normas de humildad que me legaste
y en mis labios tu voz
que tomó rosas de las rosas;
madre, ya he crecido,
no me pidas buscar los huecos de la infancia
para llenarlos de recuerdos,
no me pidas me borren la sien de la locura
con un pañuelo tuyo,
ya he crecido.
Sé que no tengo noches venideras ni esperanza posible,
sé que el poema es vuelo subterráneo
a la espera de luz que lo rescate;
ya he crecido,
pero sé que la herida sigue abriéndose
porque no empaño ya, madre, los espejos,
y nadie querrá ya decir mi nombre,
yo sé que busco las jóvenes cinturas,
los peces de mi signo penetrándose,
que a la azucena tengo encarcelada al doblar de la esquina,
que el sueño me da vueltas,
y que aguardo mi noche bajo el íntimo vidrio
de todas las estrellas;
yo sé que he de buscar el cielo roto
en que cansé tu vientre de raíces
para saber cómo éramos entonces;
tú que fuiste en mi ser estas dos cosas:
el ignorado padre de mi cuerpo
y la serena madre de mi muerte,
no me hagas recordar si ya presientes
mi semblante que esconde su agonía,
mi destino poeta,
mi dura suerte de morir temprano,
cuando se huyan las horas por las huellas del aire,
y se libere el fruto de su cáscara infame,
y el sol de todo un día se apague en las rendijas.
Ahora te peso más y más te canso,
ahora te duele más mi vida
y aún temes despertarme;
au, no termina tu dolor conmigo ni mi dolor contigo.
Han pasado veinte años.
Hoy que ya me conoces
y que sigo pensándote y doliéndote,
es la crudeza de vivir y el miedo de vivir
lo que muy hondo
como un río de bocas me taladra.
Porque yo quiero dormir el sueño blando
en que sumerge su mentón la noche
tras el diluvio cal de as estrellas,
porque yo quiero dormir en las orillas
donde el tumulto reza por un muerto,
para ya no dolerte más,
para que temas despertarme
cuando tu paso huya por los puentes,
y todos se den cuenta que me he muerto,
y no olvides mi nombre casi angustia:
Abigael… Abigael…
para que temas despertarme cuando sepas
que me he dormido para siempre

De Poesida

(Fragmentos)

Cuando ya hube roído pan familiar
untado de abstinencia,
y hube bebido agua de fosa séptica
donde orinan las bestias;
y robado a hurtadillas
tortilla y sal y huesos
de las cenadurías;
y caminado a pie calles y calles,
sin nómina,
levantando colillas de cigarros;
y hubime detenido en los destazaderos
ladrando como perro sin dueño,
suelo al cielo, mirando a los abastecidos.
Cuando ya hube sentido
en pleno vientre el hueco
resquebrajado y yermo
del hontanar vacío,
y metido las manos a los bolsillos locos
y, aún así, levantando la frágil ayunanza
del alma en claro,
me conformo, me he dicho:
Dios asiste, y espero.
Cuando ya hube saboreado
sexo y carne y entraña.
y vendido mi cuerpo en los subastaderos,
cuando hube paladeado
boca, lengua y pistilo,
y comprado el amor entre vendimiadores,
cuando hube devorado
ave y pez y rizoma
y cuadrúpedo y hoja
y sentado a la mesa alba y sofisticada
y dormido en recámara amurallada de oro,
y gustado y tactado y haber visto y oído,
me conformo, me he dicho:
Dios asiste. Y camino.
Cuando ya hube salido
de cárceles, burdeles, montepíos, deliquios,
confesionarios, trueques, bonanzas, altibajos,
elíxires, destierros, desprestigios, miseria,
extorsiones, poesía, encumbramientos, gracia,
me conformo, me he dicho:
Dios asiste. Y acato.
Por eso, ahora lejos
de lo que fue mi casa,
mi solar por treinta años,
mi heredad amantísima,
mis palomas, mis libros,
mis árboles, mi niño,
mis perras, mis volcanes,
mis quehaceres, la chofi,
sólo escribo a pesares:
Dios me asiste.
Y confío.
Y de repente, el SIDA.
¿Por qué este mal de muerte en esta playa vieja
ya de sí moridero y desamores,
en esta costra antigua
a diario levantada y revivida,
en esta pobre hombruna
de suyo empobrecida y extenuada
por la raza baldía? Sida.
Qué palabra tan honda
que encoge el corazón
y nos lo aprieta.
Afuera, al sol,
juguetean los niños, agrio viento,
con un barco menudo
en mar revuelto.

***

Este era Pájara Gustavo.
Fue profesor de educación primaria
y tuvo el alma de cristal (soplado),
por eso lo corrieron de trabajar;
hizo versitos, coronas para muertos,
valses para quinceaños;
rezaba novenarios,
hablaba solo con la Vírgen María,
se le apareció El Diablo,
y una mañana
lo descubrieron tieso, con el alma trizada,
en libertad de alcohol y de tabaco,
amoratada pájara tucana,
alma de Dios,
salvada de sin amor, de sin calor
humano. Ni divino.

***

Este fue Jesús el Revelado
tuvo diez hijos a la luz pública
y era pastor de evangelizaciones
pero en las noches
era Dalila, Semíramis, Astarté
y bailaba entre címbalos y coros de mancebos
que gritaban mucha ropa pelos pelos
en la iglesia sodómica

***

Oh trasvestis casi perfectos de los carnavalitos,
oh vedettes culimpinados de los gimnasios,
oh locorronas de las sacristías,
oh pobrecitos de aldea
apedreados por el vecindario,
cercados por los perros,
ahorcados y quemados en la noche sin tregua;
Oh Rubén de la eterna noche de mi desconsuelo
bebiendo, tronándotelas, de a soledad,
soportando una esposa que no pediste,
echando paliacate con el lechero,
en sartén con el velador, pinicuchado,
de a rápido;
oh Alejandro malvada
vistiéndote de madrota
porque estabas re feo,
oh damas caballeros de la fosa común:
por ellos supe, de niño
lo que quiere decir ese mote quemante,
palabra lapidaria
que escuché muchas veces por la vida
y que aún zumba el tímpano:
entremedio,
lucisombra,
cachagranizo,
leandro;
por eso sé que
ahora sé
qué canto.

Canciones de soledad para no estar tan solo

II

Y digo entonces
para no estar tan solo,
que ésta es mi voz,
no otra;
la que se duerme en ti:
soledad en mi casa
de terrestre ceniza y flor remota;
y desde ti me nombro
puerta quemada, ojo
que el amor se ha comido,
topacio de la oscura violencia,
mordedura del hombre donde, acaso,
estuvo alguna vez el paraíso.
Y digo entonces que no es
mi voz;
que es otra: ésta;
porque pensar en ti
es un poco pensar en todo
lo que ha precedido,
en todo lo que vendrá después
y en lo que no será nunca
y estoy triste
por todo esto demasiado tarde
o demasiado temprano;
y digo que estaré esperando,
aún sin esperanzas,
de regreso de todo,
hasta de ti,
aunque ni a ti te importe
y no escuches.

Salí a reconocerme por la ciudad
y me encontré de pronto, convocado,
vuelto a punta de pies hasta mi origen,
—puedes vestirte ya—,
náufrago de mi niñez;
—muerte, desentúmete un poco—
y acabo de dejarte,
y te has ido de nuevo,
y digo entonces
que no es ésta mi voz,
que es otra,
la que tú te llevaste,
la que tienes
y heme ahora, aquí,
preguntando para qué soy,
para qué sirvo,
para qué la poesía,
qué cumplo,
preguntando:
cómo es mi voz, dónde,
dónde tú, en cuál lugar,
dónde el amor, con quién,
qué caso tiene el amor
y nadie…
nadie…
y desnudo y pequeño y regresado
me abro
a llorar

Negra Noche

Aguardo a que la noche
se tienda sobre este forastero que soy;
que el viento exista porfiadamente;
que el ruido se desclave
de los innumerables remiendos;
que la sal vuelva al agua en sudor
de los amantes adrede
y mi madre se duerma harta de trabajar
veinticuatro horas en el corazón de la pobreza;
espero a que la noche
pague su alto precio de soledad,
que la pródiga crianza salga al sueño
y los perros estén ahora más acá de sí mismos
y no haya a quién volver la mirada;
doy tiempo a que no venga nadie
y a que nosotros, los perversantemente sufridos,
poetas del mal amor,
no nos importe mucho estar cercados,
desahuciados, a medio vivir,
y a que sigamos siendo los pospuestos,
los baldados,
los quietecitos, los enclenques herederos;
a que haya en mi corazón un día largo de
[impugnaciones;
y a que tenga que reconocer que aquí sí pasa algo
que no es la felicidad.

Espío a que no vengas
y a que las calles no desembarquen ya
sus habituales pertinencias;
a que debes estar triste por no encontrar
dónde enterrarme;
y a que estoy pobre, pobre como los asnos
que todos los días a las once de la mañana
rebuznan, como nada que pueda alegrarme;
y a que este jueves de mi novecientos setenta
cumplo los treinta y tres años que no he terminado
de nacer;
espero a que se parta en dos la medianoche,
a que el gorrión suspenda su menudo cadáver,
el gallo se alce de hombros,
el polvo vuelvo al polvo su inefable materia,
y a que sea verdad que no tenga cómo disimular
tanta desesperanza.

Aguardo a que la noche
su tienda sobre este forastero que soy,
para decirte
que me acabo, aun cuando sea en vano,
y envejezco
de no poder hacer más que la vida,
amarga a boca llena.
Me acabo de existir a mediambre,
a mediagua,
a mediapenas.
Me acabo acorralado,
descontentísimo,
enojado de mi palabra,
de mis ojos daltónicos,
de mi fracaso categórico como hombre para sembrar,
de que sólo me queda
otra lista de cárceles qué visitar,
de que, escribiéndote,
no atino más que el llanto.

Ah, Poesía,
si no fuera el racionado de soñar,
el varias veces arrendado,
el violentado de no saber
de cuál lado acostarse para que no amanezca,
el despojado de quién irá a cerrar sus ojos
a la hora de la hora,
el que no tiene puños para obligar al mundo a que lo
salve,
el tonto hasta en la manera de estar de sobra
y sin remedio,
aquel niño precoz,
aquel adolescente escarnecido,
aquel joven de la difícil facilidad,
aquel mano tendida para ganar ingratitudes,
el en algún tiempo tenaz,
el perdónalo todo y casi todo,
el sirve para todo y para nada,
el desencantado de los espejos,
el gravemente melancólico,
el afanoso dos veces incurable de creer
que la ternura servía para algo,
el alquilado de su lealtad,
el creyente de Judas,
el arrebatado hasta de su camisa para el que tiene frío,
el ruidoso de silencios,
el que solía volverle el niño desde el pecho,
el reclavado a los recuerdos,
el que gritaba que cambiara el mundo y lo apaleaban,
el que, desde la infancia, retenía al dolor
como al más fiel inquilino de su casa,
el que sobre su vida temblaban
las oscuras constancias del amor,
el que no sabía cómo alguna vez
pudo ocurrirnos la pureza,
el de la esperanza que comía panes desesperados,
el de la inocencia de no haber sido un inocente,
el que debió haberse sentado cien veces
a la mesa de la última cena,
el que mandar estar, permanecer
en este orden de esplendorosos y rapaces excrementos,
el del rabioso seguir viviendo
pese a que ya no hay tiempo,
el de la saliva que no se gasta para los amorosos viajeros,
el del hombre triste muy cerca de los ojos,
el buscador de las abejas para creer en los que venden
miel,
el de las sandalias fastidiadas de tanto andar
harturas de injusticia,
el que ahora se acaba también de punta a punta
de la tristeza.
Aguardo a que la noche se tienda
sobre este forastero que soy
y me quedo tranquilo dentro del vaso.
Es ahí donde vivo,
donde olvido,
y no hay en cien leguas a la redonda
un poeta,
escribiéndole al vino,
como yo.

Contracanto

Te extraño a toda hora.
Cuando llegas, te extraño más aún.
Porque vienes sin ti,
sin aquello que eras.
Lo que amo.

Crónica de Emmanuel

emmanuel,
cuando tú tengas treinta o cincuenta años de edad
y busques en tu memoria al que, en su piel de perro,
tuvo para tus sobresaltos el amor;
cuando ya hayas crecido
y te puedas permitir el llegar y ver tu corazón,
mira que si en tu vida
quedó algo de este pedazo crepuscular
de hombre triste que soy,
encuéntrale todo lo hermoso que entonces no entendiste
y ten, si puedes, una lágrima para él,
porque cuando venga otra vez el aire espeso de junio
y me haya ido
y tú regreses a ser el perfecto salterio,
el niño que se partió por la mitad
para entrar en la vida,
algo de mí andará en las cosas que te hiedren,
allá en el fondo del tiempaire,
sin mí, sin vernos,
y pensarás:
aquel viejo hombre.

emmanuel,
cuando ya esplendas fruto
y haya, tal vez en ese tiempo tuyo que reconocer
qué fue el poema,
y tengas una dulce canción que a nadie importe,
o una vara de medir,
o estas palabras de mala sombra,
o una categórica mudez,
o te halles de pie a la llegada de la nueva revolución
y seas uno de los que no lo puedan creer,
o aquel que esperaba otra cosa y no fue así,
o al engañado hasta por nadie y por él mismo,
o el que también a mi también a mi también
y esperes la otra nueva revolución
seguro de que será mejor,
o el que llegue a pisar por primera vez
estrellas que ahora no sabemos.
El que viaje a la luna como viajar ahora a Noland
y tu padre no exista,
el que descubra la verdadera vida eterna
o el que, de pronto,
cuando los barcos sean en desuso
y el mar una vieja postal,
haga posible otra vez el mar;
caerá del sueño aquello que tú fuiste
y entonces llegaré,
como raído imperio,
a traerte la melancólica edad donde hicimos flagelo,
rotura,
olvido,
oficio de olvidar;
guarda para que puedas alguna vez
mostrársela a los tuyos
esta húmeda labranza de poesía,
estas cosas del amor
como anís,
rosa,
paloma,
libertad,
y piensa que todo pudo haber sido de otro modo
si el mundo…
si los hombres…
si la vida…
si es que…
si la…
si…