Poetas

Poesía de México

Poemas de Agustín Cadena

Agustín Cadena. Nació en Ixmiquilpan, Hidalgo, el 28 de junio de 1963. Ensayista, narrador, poeta y traductor. Estudió Letras Inglesas y la maestría en Literatura Comparada en la FFyL de la UNAM. Desde hace once años es catedrático en la Licenciatura de Letras en la FFyL. Fue profesor de la Universidad Iberoamericana y del Austin College de Texas.

Ha impartido clases en la Universidad de Debrecen, en Hungría. Parte de su obra ha sido antologada y traducida al inglés, al italiano y al húngaro. Traductor de Charles Bukowski, Wendolyn Brooks, Amy Lowell, Langston Hughes, C.M. Mayo y Maureen Freely y del poeta húngaro János Pilinszki, y compilador de los textos cataclísmicos de diecinueve narradores jóvenes en el libro Apocalipsis, Times, 1998.

Colaborador de Blanco Móvil, Cabañuela, El Día, El Nacional, Excélsior, La Jornada, Los Libros Tienen la Palabra, México Desconocido, Momento (San Luis Potosí), Periódico de Poesía, Plural, Punto de Partida, Reforma, Revista de la Universidad Pedagógica Nacional, Revista Universidad de México, Siempre!, Summa, Tierra Adentro, Unomásuno, Utopías y otras treinta revistas y suplementos de México, Estados Unidos, Gran Bretaña, España, Venezuela y Hungría. Becario del INBA en ensayo, 1990, y del FONCA, 1992. Becario de residencias artísticas en Canadá (2001) y en Venezuela (2004). Tutor de Jóvenes Creadores del FONCA 1997-2000.

Premio Nacional Universidad Veracruzana 1992 en ensayo y narrativa. Premio de los Juegos Florales de Lagos de Moreno 1998. Premio Nacional de Cuento Infantil Juan de la Cabada 1998 por El cuento-historia de los gatos. Premio Nezahualcóyotl del Gobierno de Hidalgo 2000. Premio Timón de Oro 2003. Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2004 por Los pobres de espíritu. Premio Nacional de Cuento José Agustín, 2005. Premio Estatal de Poesía Efrén Rebolledo 2011, Premio Sexto Continente 2012 de relato histórico. Obra suya ha sido traducida al inglés, al italiano y al húngaro.

Lapidaria

Sé, niña, como las piedras.
Míralas:
Ellas ruedan con el agua,
no les preocupa dónde van a detenerse.
Se mueven con la Tierra,
un milímetro cada dos mil años:
no tienen prisa.
Las piedras, niña, no se aferran a nada.
Abandonan solas su playa
y van a adornar una fuente,
un pasillo en un palacio,
la celda de un sabio que ha aprendido a oírlas.
Son humildes las piedras:
permanecen enterradas durante siglos
y un día salen y se quiebran sin más.
Tienen fe, una fe de piedra.
Por eso el profeta Jesús las hizo pan.
Tú no preguntes, niña.
Sé como las piedras nada más.
Un día, bajo la tierra,
yo te estaré esperando.

 

La Gorda

Hoy pasó una voz por la ventana.
Creí que era la Gorda.
La Gorda era inmensa;
de sus pechos brotaban pichones
por toda la casa.
Hacia ellos corría el verano
como un niño de pudor oscuro.
Se oía en su vientre la música de las esferas.
Ella bastaba para poblar el mundo,
para contenerlo.
Dormía llenando la cama
y su sueño era un hervor de carne satisfecha.
Cuando era amante
su cuerpo cantaba como un globo de lluvia.
La Gorda iba por la calle
como una bestia de miel
en un jardín de juguete.
Cuánto he estirado mi tristeza
para que su ausencia tenga sitio.

 

La ex alumna

Cómo decirle —aún ahora—
que hablaba para ella,
que la clase, todas las clases
no eran más que para ella.
Cuando sus pasos entraban, se cerraba la puerta.
Cómo decirle —aún después de estos años—
que cuando ella faltaba, el salón estaba vacío.
Las palabras se perdían en el aire
y eran como insectos que volaran ciegos
en busca de una llama inexistente.
Torpes, locos, se estrellaban en los muros,
en los cristales de la ventana,
hasta explotar de silencio.
En realidad, nunca decía yo nada;
todo se quedó dentro.
Le hubiera preguntado tal vez por sus proyectos,
dónde vivía, qué hacían sus padres.
Cuántos diálogos imaginados, soñados tan sólo.
Es que su edad la hacía de otro espacio.
Y andaba de novia. No era posible.
¿Con qué derecho perturbarlos?
Ella nunca lo sabría.
De cualquier manera
—era mejor pensar así—,
no hubiera sido posible.

 

El café de la que ya no volverá

Si viene ella, abuelo,
y dice que no pudo antes,
dile que ya no importa.
De todos modos yo no iba a salir.
Si acaso viniera todavía
y te pide perdón
por turbar así el sueño de los muertos,
dile que está bien.
Hazla pasar a la sala,
que se tome un café,
y toque con sus dedos
este sudario de sombra
que fue tejiendo su ausencia.
Siéntate con ella, conversa un poco;
cuéntale cómo fuimos enterrados
hace treinta años,
un mediodía sin lluvia.
Tú por viejo, abuelo,
porque ya habías tenido suficiente,
y yo porque no me sirvió para atraerla
esta momia de corazón
que llevo aún atorada en los ijares.
No te costará reconocerla,
si es que todavía viene:
está viva, fíjate en eso, abuelo,
tiene calor en el cuerpo,
en la voz, en la mano con que saluda;
la sangre da color a sus mejillas
y sus labios guardan humedad reciente.
Si viene y llama a la puerta
y tú sales a abrirle,
mejor no le cuentes nada de mí.
Sólo ofrécele un café,
dile que la amo y la extrañé
y que cada mañana sin ella
fue el punto cero de un largo y lento morir.
Acuérdate de eso, abuelo,
por si todavía, aunque no lo creo,
viniera ella.

 

Génesis

La hija del hombre que mató a mi padre
es una niña blanca. Crece en su jardín
protegida por llamas que no ve.
Trepado en un árbol, disfrazado de serpiente
o de sapo, la miro sonreír.
La hija del hombre que mató a mi padre
no ha visto la noche ni ha tocado la tierra.
En sus ojos claros de niña blanca
mi odio se ha escondido como una abeja. La amo
sin cuchillos, sin fuego, sin armas
la amo. No la tocaría con mis manos duras.
Pero ha llegado mi turno: soy la flor de mi tribu.

La hija del hombre que mató a mi padre
está sentada devorando un toro.
Sus dedos rojos de niña blanca separan piel y tejidos,
desgarran, destrozan la carne con finura de blanca.
Entierra sus dientes como lo hacía su padre,
como lo hizo su abuelo.
La amo sin armas,
sin puños cerrados. Le haría un collar
con mis propios dientes. Pero en su sangre
brillan navajas y guarda en su seno
el eco de mil disparos. Hace un año
los ojos de un héroe le fueron servidos en una cazuela.

La hija del hombre que mató a mi padre
no tiene miedo.
Oye cómo se rompen los vidrios de sus ventanas
y piensa que son los gritos de las chachalacas.
No desconfía de mi disfraz de serpiente.
Aquí tengo, purísimo y duro,
el fruto que ha de morder.
Entonces sabrá por qué gritan las chachalacas
y por qué las yeguas patean las bardas.

Y entonces
su dios la arrojará del jardín
y los ojos de mi padre volverán a ver.

La ofrenda debida

Después de tantos años,
de tanto amarnos y extrañarnos,
son tan pocas las horas
que nos han sido prestadas.

Hoy pienso que me habría gustado, por ejemplo,
tener juntos una nuestra casa,
una tarde por lo menos, robada como todo.

Que en esa tarde nos sentáramos a la mesa
y yo te calentara las tortillas
y tú me pasaras la sal o la salsa.

Oír un nuestro perro ladrando a los paseantes
Esperar juntos
el atardecer en la barda de piedra rosa
con el juego de las sombras del follaje
y el susurro de los álamos, tan triste.

Verte en pijama —nunca te he visto en pijama.
Saber de tus cólicos menstruales.
Que me pegaras un botón de la camisa
y yo fuera a traerte algo a la farmacia.

Estoy triste, este día,
por este amor que se quedó niño.
Que se hizo viejo siendo niño.
Que no conocerá ni la resequedad ni la rutina
ni la decrepitud ni el frío ni el hastío,
pero tampoco la mesa ni el sueño compartido.

Y hasta podría terminar estas líneas
diciendo que, al final, muy al final,
estos amores que viven a la sombra
son también grandes amores.

Pero aquí no se trata de hacer poesía,
sino de llamar al pan “pan”,
y a lo que no pudo ser “puta madre, no pudo ser”.
Y ya.
Es todo.
C’est tout.
That’s all.