Poetas

Poesía de Francia

Poemas de Albert Samain

Albert Samain, nacido en Lille el 3 de abril de 1858 y fallecido en Magny-les-Hameaux el 18 de agosto de 1900, fue un poeta simbolista francés. Su padre murió cuando tenía sólo 14 años, tuvo que interrumpir sus estudios para ganarse la vida y se convirtió en un empleado en el comercio. Hacia 1880, fue enviado a París, donde decidió quedarse. Encontró trabajo en el Hôtel de ville, y pronto se unió a su familia. Desde hacía tiempo se sentía atraído por la poesía, y comenzó a frecuentar los círculos de moda, como los Hirsutes y los Hydropathes, y comenzó a recitar sus poemas en las tardes de Le Chat Noir.

A comienzos de la década de los años 1890, muy influido por Baudelaire, evolucionó hacia una poesía más elegíaca. En 1893, la publicación de la colección Au jardin de l’Infante le valió el reconocimiento inmediato. Colaboró notablemente en la revista Mercure de France, en cuya fundación participó, y en la Revue des Deux Mondes.

Desde el punto de vista de las formas poéticas, una de sus principales contribuciones fue la invención de una especie de soneto de quince versos.

Consumido por la tuberculosis, falleció a los 42 años, tras sólo unos pocos años de producción literaria.

Anochecer

El Serafín del véspero pasa junto a las flores…
La dama de los Sueños en el órgano canta,
y el cielo, en que la tarde se afila y se adelanta,
prolonga un exquisito fenecer de colores.

El Serafín del véspero los corazones roza…
Las vírgenes apuran el amor de las brisas,
sobre flores y sobre vírgenes indecisas
palidez adorable, tarda, en nevar se goza.

La rosa, en el jardín, lenta y cansada expira,
y una pena incurable parece que suspira
de Schumann el espíritu que por el aire vaga

Tenue, quizá de un niño la existencia se apaga.
Alma, un registro pon en el libro de horas:
a recoger va el Ángel el ensueño que lloras.

Traducción de María Luisa González

Otoño

Para Milciades Peralta

Con pasos mesurados por la avenida fría
vagamos taciturnos bajo la paz del cielo;
la tarde otoñal sufre no sé qué nostalgía,
y en una indefinible, brumosa lejanía
pasan mujeres blancas con túnicas de duelo.
Como una inverosímil violeta, en el ocaso
deshójase la hora muriente. En la avenida
cada hoja susurrante y enferma que al acaso
rueda de la arboleda con un fru-fru de raso,
evoca en nuestras almas alguna ilusión ida.
Su corazón ya frío, y el mío, indiferente,
sueñan, aletargados, con un distinto puerto,
pero en la tarde hay una dulzura tan doliente,
tan suave, que olvidamos nuestro vivir incierto,
y en la desesperanza del día que se aleja
hablamos en voz baja, que tiene algo de queja,
de nuestro amor difunto, como de un niño muerto….

Dilección

Adoro lo indeciso: rumor, tintes brumales:
lo que tiembla y ondula, lo que se tornasola;
agua, ojos, cabellos; seda, follaje, ola,
y el ingrávido ritmo de las formas juncales.

El humo que al ensueño presta sus espirales;
del nido los arrullos que el silencio acrisola;
la noche confidente que su perfil inmola,
y la sabia dulzura de sus manos astrales.

Y las horas sin término de una lenta caricia;
y el alma que se agobia con su propia delicia
como rosa que muere vertiendo su nectario.

Alma de casta sombra que mudamente clama,
donde, como el rubí de la votiva llama,
un amor arde insomne, místico y solitario.

TRADUCCIÓN DE CARLOS LÓPEZ NARVÁEZ

EL SONETO DE LOS QUINCE VERSOS

Yo amo el alba descalza que a tomillo trasciende,
los collados violeta que un pálido sol dora,
la abierta celosía que aspira y avizora
esa fresca fragancia que del jardín asciende:
la plaza de la aldea en dominguero gozo
y la rosada vaca al borde del remanso;
la novia de los dientes de perlas y el descanso
de un mirar inocente o de un florido allozo.

Más gusto, sin embargo, de algún alma abatida
en la sombra, del bosque y de su húmedo aroma,
del tintinear bucólico por la selva perdida,
del claro de la luna que entre encajes asoma,
de una pupila triste y de una mano leve
que se abate; y prefiero sobre toda medida
esa voz que quisiera llorar y no se atreve…

Traducción de Andrés Sobejano

LAS CONSTELACIONES

Al crepúsculo, Clydia, recostada entre flores,
dirigiendo al oriente sus ojos soñadores,
mira las consteladas diáfanas geometrías
que en el azid nocturno clavan sus pedrerías.
Melanto, con el índice apuntando hacia el cielo,
las descifra y las nombra con misterioso anhelo:
Andrómeda, Pegaso, la insigne Casiopea,
Virgo, Dragón y el Cisne, Lira que centellea,
y el Carro, enorme y fúlgido, que, esquivo de los mares,
sus ruedas solitarias en el éter enciende.
Majestad de los dioses con la sombra desciende,
dotando en calma augusta las cosas familiares.
A otro lado del golfo, lejanos luminares
titilan: Se desliza un bajel fugitivo;
se hace débil del remo el golpe compulsivo…
Y los enamorados, cuya alma el firmamento
embriaga, de la noche con el suave portento,
sus párpados entornan, y con dulce emoción,
ven brillar más estrellas dentro del corazón.

Traducción de Andrés Sobejano

La ranita

Al recoger un fruto de la hierba en que explora,
Cloris ha descubierto de pronto una miedosa
ranita que, temiendo con razón por su suerte,
en la sombra se suelta de pronto como un muelle,
abre y cierra las ancas, y en menos que un instante
da un salto entre las fresas, pasa entre los tomates
y corre hacia la charca donde, husmeando el peligro,
una a una sus hermanas pronto se han sumergido.
Ya diez veces ha estado Cloris por atraparla
debajo de su mano bruscamente cerrada;
pero otras diez veces, más rápida y más lista,
ha logrado esquivar sus dedos la ranita.
Cloris la tiene al fin; ¡Cloris canta victoria!
Con los ojos azules de su madre, la hermosa
ríe de cara al azul; bajo el ancho sombrero
corre el arroyo doble de sus rubios cabellos;
tras el velo de oro, rosas en sus mejillas;
y en sus labios se muestra la más clara sonrisa.
Es curiosa y observa, no puede no advertirlo,
el extraño contacto del cuerpo vivo y frío.
La ranita la mira fijamente, temblando,
y Cloris, que ya arriesga poco a poco la mano,
se conmueve al sentir, vuelto loco de miedo,
el corazón que late con fuerza entre sus dedos.